Reseñas

Sergio del Molino, la importancia de nombrar

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Del Molino es una de las voces jóvenes más interesantes de España. Es autor de 'La hora violeta', un libro sobre la muerte de su hijo. Y su ensayo “La España vacía” (2016) ha vendido más de 60 mil ejemplares.

Publicado en la revista Arcadia, enero de 2018.


“Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos. Los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Este libro contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición”. Su hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó al hospital diagnosticado con una leucemia agresiva, y estaba a punto de cumplir dos años cuando Sergio del Molino y su mujer, Cristina, arrojaron sus cenizas. Ese es el tiempo en que transcurre la obra que, en 2013, ubicó a este escritor de 38 años entre las voces más destacadas de su generación en España; un tiempo que él llamó La hora violeta.

Desde entonces, la obra de Sergio del Molino ha venido a dar nombre a dos situaciones, ambas dramáticas: la de los padres que pierden a sus hijos y la de un país, España, que desde los años 50 se ha ido quedando despoblado en las zonas rurales –ese éxodo que él denomina “el gran trauma”–. Sus libros son “diccionarios de una sola entrada” que agotan ediciones porque hablan de dolores y nostalgias “que atraviesan países y generaciones”. De hecho, la España vacía es ya un término que los españoles han incluido en el vocabulario cotidiano, y políticos y periodistas lo utilizan con familiaridad sin aludir ya al libro ni a su autor.

Nombrar es privilegio o responsabilidad de quien se adentra en un terreno desconocido. Colón, al llegar a América, bautizó todo aquello con lo que se iba topando. Emocionado ante ese territorio virgen, bautizó islas, cayos, ensenadas y, más tarde, la naturaleza misma, para la que aún no había palabras en su lengua. Algo similar le ocurre a este escritor: obligado a habitar la enfermad (la de su hijo), ese territorio en el que todos somos extranjeros hasta que nos vemos en la obligación de visitarlo, se ve forzado a aprender y a emplear un lenguaje nuevo para navegar en un mundo en el que las reglas son distintas, en el que está solo porque el dolor asusta a los demás, entre diagnósticos, medicamentos impronunciables, miedos y sensaciones desconocidas.

Susan Sontag escribió uno de sus libros más famosos precisamente para explicar cómo las metáforas en torno a la enfermedad hay que ignorarlas porque dificultan su comprensión y hasta su cura. Pero los autores son creadores precisamente porque le brindan importancia al acto de nombrar, y desde “el laberinto del dolor”, buscan las palabras para designar la frustración, la angustia o los hechos de los que son protagonistas a su pesar. A ellas se aferran. Con ellas cartografían un mapa imposible con el que sortean los eufemismos previsibles y las “falacias oportunistas de la autoayuda” que terminan por encogerlo todo en un cliché. “Vuelven tercamente a ellas”, como dice Piedad Bonnett, aunque saben que su testimonio “jamás podrá dar cuenta de lo que está más allá del lenguaje”.

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Contra el olvido

“Existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos”, escribe Sergio del Molino a propósito de la España que desaparece cuando se vacían sus pueblos y mueren sus últimos habitantes, pero que persiste en el legado familiar, en la memoria de hijos y nietos. Y los libros de este escritor zaragozano nacido en Madrid, además de ser relatos en busca de los términos precisos que denominen una tragedia, una nostalgia o un país que ya no existe o nunca fue, son también antídotos para no olvidar. Piedad Bonnett describe su experiencia con Daniel –su hijo de 28 años que decidió terminar con su propia vida– en unas páginas de Lo que no tiene nombre en las que a veces la asalta la angustia y la culpa cuando siente que ya no le duele, que lo olvida, que se le escapa. Así también del Molino termina su hora violeta asegurando que lo peor no es la pena, sino su deseo de que no deje de dolerle nunca. Domestica el dolor, pero no con psicología barata sino con un pacto de convivencia. Porque él es su pena; esa pena es su hijo, y no va a someterlo a esa segunda muerte que es el olvido.

Ese ejercicio de escritura necesario –“no quiero dejar de escribir. No sé qué haré sin estas páginas”, dice– es el “relato de un hecho inexorable”, que no es catarsis porque no purifica ni sana, sino una estrategia para no dejarse ir, para mantenerse vivo. Así lo fue también para algunos sobrevivientes de los campos de concentración: mediante la escritura intentaron recuperar su lugar en el mundo, su nombre –nombrarse de nuevo tras haber sido convertidos en número–, e intentaron también cumplir una especie de mandato como testigos. Primo Levi lo llamó “la alegría liberadora de poder contar”, no porque hubiera nada celebrable en su recuerdo, sino porque sabía que dar testimonio consigue que las cosas existan: las pequeñas historias particulares, de no ser narradas, nadie las conocería: “La prueba de su existencia son estas palabras mías”, decía el escritor italiano. Y Jorge Semprún subrayaba el deber de contar en La escritura o la vida: “Jamás lo sabrán los que no lo han vivido. Jamás realmente... Pero quedan los libros”. Y los lectores agradecemos que esos libros existan. Quizá algún día los necesitemos, si nos tocara habitar territorios similares y dibujar nuestra propia cartografía a tientas.

El mito y el espejo

Sergio del Molino ha dicho en varias ocasiones que “un país sin relato no es un país”. Esto se puede extender a las familias –no hay una sin tíos de leyenda o abuelos héroes que han abierto caminos o librado grandes batallas–, y también a la propia vida. Existimos en la medida en que nos miramos al espejo y nos contamos, reconocemos cicatrices que se convierten en medallas o en la huella de heridas que han dejado de sangrar; en narración. El escritor sabe esto y con talento saca punta a esas mitologías de la patria –los que han influido en la configuración histórica, social y cultural del país–, así como al pasado de las estirpes, los mitos domésticos y las cuitas casi siempre comunes de la juventud, esas que aluden al barrio, a los maestros inolvidables y a  los deseos de escapar de la adolescencia. En esa armazón se basan libros suyos como La mirada de los peces (2016) o Lo que a nadie le importa (2014), que parten de su propia vida, en una línea cercana a las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère o las exploraciones autobiográficas de Karl Ove Knausgård.

La autorreferencia es la tendencia de nuestro tiempo, como dice Pedro Sorela: el yo, la primera persona del singular, gana de lejos. En la literatura contemporánea, cientos de autores cuentan su historia, su lucha, desde la prosa más elevada hasta ejercicios penosos de autoelogio, masturbación textual o cuentos ya muy trasnochados con drogas duras y polvos tristes. La mirada personal de Sergio del Molino está más cerca de las primeras. Sus libros están hechos de escritura confesional y memoria. Se tratan de biografías que, de algún modo, elige y al tiempo crea con la escritura. No porque la invente, sino porque tal vez, y como decía Borges, el realismo es el más fantástico de los delirios literarios.


Pero el escritor sabe que hablar desde ángulos que permiten el reconocimiento es eficaz. Él mismo, cuando alude a La lluvia amarilla de Julio Llamazares (1983) –una novela que habla de España en clave realista, sobre cómo se vació un pueblo del Pirineo en los años 70– asegura que el autor intuía que su libro podía tocar algo muy hondo en muchos lectores, porque iban a sentir que esa novela estaba escrita para ellos, pues les contaba su propia historia. Y él no escapa de esa intuición. Conoce de sobra ese tópico que manda a escribir de la aldea para ser universal –de Tolstoi y García Márquez a Twin Peaks o True Detective–, y su obra también es ese espejo al borde del camino del que hablaba Stendhal: el pueblo de los padres y los abuelos, el país de las nostalgias –el que existe en la memoria–, el barrio periférico y obrero en el que creció la mayoría de su generación, hija de inmigrantes rurales a la ciudad.

Pero del Molino va más allá del puro realismo, y muchos lectores se han reconocido en sus páginas: se saben las mismas canciones, han comido las mismas pipas y fumado los mismos porros, sus barrios, no importa el nombre, son todos el mismo. Incluso sus tedios son parecidos. Cuenta su vida, que es casi la de cualquier español. Y eso, por lo general, triunfa y gana premios: a la gente le gusta verse, oír que esos libros tratan de ellos, compartir las claves de obras que tienen ecos en los noticieros que han visto y cuyos personajes reconocen. De ahí que un escritor como Rafael Chirbes haya sido uno de los más exitosos en los últimos años por escribir sobre la especulación inmobiliaria y retratar la España de la crisis económica. O que la serie más longeva en televisión sea la que recrea una familia desde los años de la Transición hasta hoy. O que entre las películas más taquilleras figuren las que hablan de apellidos vascos y catalanes. Y por eso mismo, La España vacía figura entre los libros más vendidos el año pasado junto con Patria, de Fernando Aramburu, una novela sobre los años más oscuros del País Vasco.

Ese ensayo sobre su país, junto con Lo que a nadie le importa (2014), lo inscriben también en una corriente ya muy reconocible de autores que, en el último lustro, han vuelto a la aldea para contar España. Jenn Díaz (1988), una de las voces jóvenes prometedoras de la Península, hasta inventó un pueblo llamado Belfondo que no solo recuerda a Aracataca sino que sirve para las mismas cosas: “Invocar las mitologías, recrearlas o jugar con ellas desde la contemporaneidad”.

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Ensayista experimental

El hecho de que Sergio del Molino parta de su vida para moldear su narrativa obliga a ubicarlo muy cerca del ensayo experimental y en movimiento, como lo ha denominado Jorge Carrión: obras en las que el reportaje, la autobiografía, el ensayo mismo y el relato de viajes se mezclan, se agrandan o se achican en función de las necesidades del relato. La España vacía pertenece a un grupo de obras en el que caben Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, las Librerías de Carrión o el Leviatán de Philip Hoare, comunes por su mezcla de géneros.

Es autobiografía: alude a su infancia en un pueblo valenciano, entre la playa y los naranjos. Es divulgación y periodismo sobre densidades de población, divisiones territoriales, vicios de la clase política (con sus barones y caciques), causas y consecuencias de la despoblación. Es traducción de esa diáspora rural en clave de crónica. Es un libro que acude a la historia monárquica, franquista y republicana, y un diálogo literario con Machado, Azorín, Unamuno, la Generación del 98. También es trozos de biografía comentada de Bécquer, notas al pie del Quijote o de las traducciones de Gautier, además de un libro de viajes. Hay especulación, poesía y libertad. Y es un libro que bebe de El interior de Martín Caparrós en su idea de recorrer un país en función de entender cómo se arma y de desenmarañar esa abstracción, ese invento que es la patria, las “razones que hacen creer que somos algo todos juntos”. Del Molino recorre pueblos de los que ningún extranjero ha oído hablar porque todavía no salen en las guías turísticas –las Hurdes, Fago, Sanabria– aunque ya lo intentan, como única posibilidad de supervivencia, y para ello convierten cada villa en un parque temático que escenifica un pasado que, a veces, ni siquiera existió. En ese recorrido, el autor consigue explicar esas dos Españas que existen: la urbana y europea, y la vacía, interior y despoblada (con zonas donde la tasa de habitantes por kilómetro cuadrado solo es equiparable a la del norte de Suecia y a la región ártica de Finlandia). “Dos Españas cuya comunicación ha sido y es difícil, que se han mirado con desconfianza. A menudo, parecen países distintos y, sin embargo, no se entienden el uno sin el otro”.

En definitiva, los libros de del Molino son, sobre todo, diálogos. Periodista de formación y oficio, acude a todas las fuentes posibles para conversar con ellas, y al hacerlo va trazando el mapa de ese país que es, además de real, un estado mental, un territorio literario, hecho de mitos y letras, “que existe sobre todo en la memoria de quienes lo habitaron”. Él provee el relato que le faltaba para terminar de reconocerse. Por eso funciona tan bien su España vacía: porque al explicar el mito, también lo afianza.  

Un escritor contemporáneo

A pesar de la dimensión de sus temas, de la magnitud de la tragedia personal de perder a un hijo o la pompa y ceremonia con la que se habla casi siempre de la patria, Sergio del Molino es todo menos solemne. Quita hierro a lo que se sacraliza, sin trivializar tampoco el horror o la pena. Llora sin dificultad en sus páginas, se enfada, se impacienta, es irreverente, divertido, y no disimula alguna soberbia perdonable. No es meditabundo, condescendiente, consolador ni melodramático. Evita cuidadosamente las palabras pesadas, la excesiva simbología, los trazos gruesos o la empatía simple. No hay nada en él de nacionalista o patriotero –su patriotismo no va más allá de reconocer los trozos de esa España de los que está hecho–. Sin apriorismos, elude con cuidado esos lugares comunes de su país. Y se muestra desnudo en una época en la que, aunque parece que nos exhibimos todo el tiempo en Internet, lo hacemos casi siempre con impostura. Él lo hace sin vergüenza, sin retoques, “respetando las emociones vividas” y “las impurezas que las hacen verdaderas”. Con honradez: revisa su pasado, se cuestiona haberle fallado a su viejo profesor, escribe una carta de amor a su hijo, dialoga y revisa con cuidado los mitos de su país y los suyos. Es un hombre que escribe desde “el amor a lo real de su vida”, como dijo de él Antonio Muñoz Molina.

Basta oír sus fabulosas intervenciones en La Cultureta, el programa de radio en el que participa los fines de semana, para notar que es un intelectual sin pose. También es un autor contemporáneo muy activo en las redes sociales, tuitero y actualizador de estados en Facebook en los que habla de política, series, lecturas, de su paternidad, de su oficio como “plumilla” o amo de casa, o su papel de escritor que participa en festivales y firma libros sin acritud. Pero Sergio del Molino es, sobre todo, literatura. “Vive por ella”. Y se le nota. Un escritor es aquel que somete su destino al tamiz de las palabras. Y con ellas, la belleza emana incluso de los dramas más profundos. Esa es la que él persigue. Y logra, al crear su propio mapa sentimental, habitar ese mundo.

Publicado en Revista Arcadia. Enero de 2018.

Por qué no me gusta 'Colombia, magia salvaje'

La naturaleza es un libro que nos cuesta mucho aprender a leer. A veces parece que para contar el mundo natural carecemos de armas. Nos entusiasma la belleza multicolor de los fondos de Caño Cristales y el sigilo del jaguar que caza en lo alto del corredor de los Andes. Celebramos el cóndor con su vuelo en suspensión, a pesar de su cabeza de gallinazo, y nos conmueve una familia de monos de cabeza roja que, en los bosques del Caquetá, abrazan sus colas en una trenza como signo de amor, familia y monogamia. Pero cuando se trata de describir toda esa majestuosidad, la orgía de flora, fauna y paisaje, no somos capaces. 

Esta semana vi Colombia, magia salvaje –el documental de moda que retrata este país exuberante pero seriamente amenazado– y lo que más oí decir a los espectadores al salir de la sala fue que se habían quedado sin palabras. “Espectacular”, “maravilloso”, “increíble”, “impresionante” eran lo únicos calificativos que encontraban. Y yo entendí, al escucharlos, por qué que la película me chirriaba.

Vamos a ver: no es que el documental no sea estupendo, admirable por la belleza y novedad de los planos visuales conseguidos con drones que sobrevuelan nuestra geografía desconocida: Chiribiquete, la serranía inexplorada; el Llano con sus atardeceres como retocados por un pintor expresionista; la selva húmeda en la que una rana amarilla pequeñita se gana el premio a la más tóxica entre los animales conocidos; las gran reunión mundial de peces martillo que sucede bajo nuestras aguas. 

Pero el guión, el parlamento de la voz en off, me pareció lamentable. Repleto de lugares comunes, comete un error elemental: lo que la fuerza de las imágenes hace que no necesite explicación, se contamina con moralina, corrección política y ecologismo bienpensante. Frases como “la cordillera atraviesa orgullosa a Colombia”; “las caudalosas aguas”, “el aliento que separa la vida de la muerte”, “un abrir y cerrar de ojos”; “la preciosa flor”, “el bosque exuberante”, “la exótica Colombia llena de sorpresas”, “cuidarla antes de que sea demasiado tarde” empobrecen en lugar de enriquecer un discurso visual excepcional. Palabras gastadas, que de tanto usarlas se desactivaron. 

Uno entiende que la película pretenda crear conciencia, contarle al colombiano ese país que desconoce para que haga lo posible por conservarlo. Pero eso no se consigue dándole lecciones al espectador –ahí, el error de siempre– ni llevándolo al cine para regañarlo porque no sabe cuidar del bosque y el páramo que ha heredado. Nadie sale de esta película como un nuevo feligrés de la preservación del medio ambiente y el reciclaje. 

Termina siendo una oportunidad perdida. Entre otras cosas, porque la eficacia narrativa radica en la tensión hacia la exactitud. Como decía Valery, en la búsqueda de la mayor precisión de las palabras para expresar el aspecto sensible de las cosas. Pero el texto de Colombia, Magia Salvaje, en lugar de ampliar la riqueza de significados, repite lo que es evidente en las imágenes: no hace falta que el narrador nos diga lo hermoso que es el colibrí, ya lo vemos en la pantalla. Por eso es redundante. 

El patrimonio natural de este país se ha relatado muchas veces –de Naturalia al profesor Yarumo, de documentales tipo NatGeo a Teleagro–, pero es cierto que es la primera que se cuenta con una solvencia técnica tan impresionante: solo una cámara como la de este documental, que graba a 3.300 cuadros por segundo, puede mostrarnos ese pescado del Amazonas que salta hasta dos metros para comerse un grillo posado en una rama y ese pájaro que bate sus alas tan rápido que el sonido que produce se confunde con su canto.   

Lo malo, sin embargo, no es que se haya contado muchas veces: cada época, cada presente, necesita sus testigos y sus intérpretes, como dice Jordi Carrión cuando habla de la crónica. Pero a este país, cuando se trata de su naturaleza, ese narrador todavía le falta. 

Ya sabemos que lo contrario de un relato no es el silencio sino el olvido. Colombia, magia salvaje es un relato visual memorable. De lo que nos olvidaremos es de sus palabras, casi todas innecesarias. Y de paso seguiremos con la destrucción del bosque, la selva y el páramo, queriendo o sin querer, contaminando.

Publicado en el periódico El Mundo. Septiembre 24 de 2015.

Leviatán

Quizá es porque casi nació en el agua. O por una ballena que pintó su abuelo en su bañera cuando era niño. Phillip Hoare tiene 57 años, vive en Southampton (Inglaterra) y planifica sus días según las mareas. Es un hombre que siente claustrofobia si pasa mucho tiempo lejos del mar y que aprendió a nadar a los 25 años. Él es el autor de un libro emocionante: Leviatán o la ballena, editado por Ático de los libros.

Las ballenas, escribe Hoare, están hechas del material de los sueños porque existen en ese otro mundo, casi alienígena, que es el océano. Y son fascinantes: siguen campos magnéticos invisibles, ven a través del sonido y escuchan a través de sus cuerpos –son capaces de escanear a su presa y ver su interior para saber si está embarazada–. Las ballenas se comunican de un extremo al otro del mundo, tan fuerte que cuando los científicos las oyeron por primera vez pensaron que se trataba de terremotos marinos. Hay estudios que demuestran que son capaces de resolver problemas, utilizar herramientas y que viven en sociedades complejas. Pueden exhibir alegría y dolor: saltan por puro placer, como niños jugando entre las olas. Tienen talentos desconocidos para nosotros y almacenan recuerdos sobre hábitats y rutas marinas que transmiten como herencia cultural a sus crías. Con ellas la ciencia intenta demostrar que la cultura no es exclusiva al hombre y que incluso desarrollan lenguajes distintos de una latitud a otra, igual que nuestros acentos.

Pero a estos seres inmensos, aerodinámicos, joyas de la ingeniería animal, los hemos matado sin piedad. La gran cantidad de aceite que tienen en su cabeza –una grasa que aún no se sabe si sirve para su flotabilidad o si es parte de su sistema sónico (como un altavoz por el que comunican su presencia y leen a sus presas)–, las convirtió en blanco de una industria global. Entre los siglos XVIII y XIX aquello fue una carnicería monstruosa en los mares del norte y el sur. Una industria tan poderosa que, de hecho, fue la primera con la que Estados Unidos se abrió al mundo y exportó su cultura e ideas. Incluso fue en Nantucket, el corazón del negocio ballenero –el equivalente hoy al petróleo– donde surgieron las primeras fortunas industriales de Norteamérica. 

No hay nombre para lo que el hombre ha hecho con estos animales, sólo porque expulsan tesoros de su cuerpo: el aceite de ballena que hace 200 años se utilizaba para hacer velas e iluminar ciudades –Londres prendió sus farolas con su aceite hasta que apareció la bombilla– todavía se usa en la industria cosmética. Su grasa es parte de la fórmula de remedios para la artritis y de motores, ceras para cuero, pinturas, barniz, detergentes y lubricantes de relojes –de los suizos al astronómico de la catedral de Estrasburgo–. En países como Japón se vende su carne para alimento humano o de mascotas. Y marcas como Yves Saint Laurent, Givenchy y Cristian Dior usan su famoso ámbar gris como pieza clave en su perfumería. Sólo hasta hace 30 años entró en vigor la moratoria que prohibía su caza indiscriminada, pero los barcos balleneros continúan su trabajo en distintos puntos del mar.

Y no sólo las cazamos sin piedad. También mueren por el ruido y los desechos: la contaminación acústica las ensordece, tragan desperdicios de plástico por error, el hueco en la capa de ozono les causa cáncer de piel y el calentamiento global afecta sus zonas de alimentación. Quedan atrapadas en redes de pesca, chocan con barcos y se varan en las costas porque hemos distorsionado su paisaje sonoro: se despistan con el ruido de los sonares submarinos y el martilleo de las plataformas petroleras. 

Todo esto lo cuenta Hoare en Leviatán, pero este libro no es, ni mucho menos, un tratado sobre ballenas. Es un ensayo experimental que recuerda Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, los ensayos viajados de Martín Caparrós o las Librerías de Jorge Carrión por su mezcla de géneros. Es autobiografía: habla de su infancia, su relación con el agua y las ballenas desde que era niño, incluso de sus días en el hospital antes de la muerte de su madre. Es divulgación científica sobre cachalotes, sus medidas, hábitos, historia y evolución. Es una oda a Moby Dick que al mismo tiempo es reseña, comentario de texto y biografía comentada de Melville. Y además, un fabuloso libro de viajes. Un texto imprescindible, misterioso. Y como siempre que se habla de ballenas, casi místico.

Publicado en el periódico El Mundo. Agosto 27 de 2015.

El hambre

"Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos del hambre verdadera–. Pero entre esa hambre repetida y cotidianamente saciada que vivimos y el hambre desesperante de quienes no pueden con ella, hay un mundo”. 

El hambre, el último libro de Martín Caparrós, es la explicación de ese mundo. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente, nos dice el autor, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre. Pero pasa que nos hemos acostumbrado: “la frase ‘millones-de-personas-pasan-hambre’ debería significar algo, causar algo”, pero la palabra se gastó. En manos de “poetas de cuarta, políticos de octava y todo tipo de plumíferos fáciles”, ya no consigue producir ninguna reacción. De tanto usarla se volvió cliché, frase hecha, lugar común, y encima nos hemos tragado sin revirar el disimulo perverso de los eufemismos: subalimentación, malnutrición coyuntural, inseguridad alimentaria; terminología de burócratas que neutraliza cualquier posibilidad de indignarnos, de sentir vergüenza ante el mayor fracaso de nuestra civilización. 

Pero lo cierto es cada cinco segundos un chico de menos de diez años muere de hambre y cada día, en el mundo, 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre: “si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer el libro, si se entusiasma y lo lee en –digamos– ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre 8.000 personas: son muchas 8.000 personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. Pero si usted leyó este párrafo en medio minuto; sepa que en ese momento sólo se murieron de hambre entre ocho y diez personas”. 

El hambre, como toda la obra de no ficción de Caparrós, es crónica –se mueve entre el ensayo experimental, el perfil, la entrevista, la pesquisa antropológica, el viaje, la poesía–, pero también es un libro político, no tanto como arenga –que también– sino como metáfora. Igual que sus otros ensayos viajados –entre otros, Una luna, El interior, Contra el cambio– la de Caparrós es una escritura que sucede en dos o más capas: una informativa, periodística, de denuncia incluso; comprometida, según sus propias palabras, al modo de Voltaire o Zola, “haciendo uso del capital simbólico del artista para intervenir en la cosa pública”. Pero también a otro nivel: el del desplazamiento en busca de sentido. El viaje y el libro como instrumentos para pensar en público, como artefactos para, en lugar de buscar respuestas únicas y tranquilizadoras, cuestionar la hipocresía de las élites, la nuestra propia y, al tiempo, hacer mejor todas las preguntas: cómo, en últimas, conseguimos vivir tranquilos sabiendo que estas cosas pasan. 

Dice el autor que su libro es un fracaso, porque un intento de explicación del mayor fracaso del género humano no puede sino fracasar, pero no es cierto. De El hambre es posible asegurar sin miedo que es uno de los mejores textos de no ficción publicados en la última década y, sin temor a exagerar, que se trata de un nuevo hito del periodismo narrativo o, dicho mejor, del testimonio como forma de arte. Porque lo que consigue Caparrós es, básicamente, devolverle el sentido a las palabras; logra que la escena de los muertos y los que sufren de hambre en Níger, India, Bangladesh, Sudán del Sur o Argentina importen, que se fijen en nuestra memoria como una herida. 

Uno vive mucho menos tranquilo después de leer estas páginas. Y de eso se trata. Porque quizá la escritura que realmente cuenta es ésta: la que incomoda, la que no subestima nuestra inteligencia con moralinas o ejemplos de superación. “La literatura no está para hacer las cosas más sencillas sino para añadir complejidad”, dice Sergio Chejfec. Y en ese acto de valentía que es narrar –un desafío a la realidad caótica, al absurdo, la miseria, la hipocresía– un Caparrós desenfadado y agudo, informal pero riguroso, políticamente incorrecto, inteligente, incómodo, saca el hambre de la estadística y le devuelve lo humano, convierte el dato en saber, la anécdota en historia memorable, y termina por conseguir un libro universo, de esos que fascinaban a Calvino y a Borges: el libro como enciclopedia, como método de conocimiento, como red de conexiones entre hechos, personas, cosas y saberes del mundo. El hambre es un libro importante, una bofetada. Una bofetada que hay que leer, una bofetada absolutamente necesaria.

Chantal Maillard viaja a la India

Desde las campañas de Alejandro Magno y los tiempos de la ruta de la seda, la India ha generado fascinación en Occidente: un territorio de fantasía, tierra de especias y marajás, el origen de las filosofías de Oriente, el yoga, la Ayurveda y las doctrinas tántricas. Pero dice Chantal Maillard –española de padres belgas, filósofa, experta en estética y pensamiento oriental– que quienes hemos ido hasta allí y regresado para contarlo no hemos acertado a transcribir más que fragmentos o relatos que pronto se han transformado en mitología.

En India, el volumen que compila veinticinco años de relación de Maillard con ese país, Pre-Textos reúne su empeño por hacer lo contrario: no intenta, como tantos viajeros, traducir a códigos conocidos la cultura que visita ni reduce a comparaciones insatisfactorias la realidad inabarcable. Su India es, sobre todo, un ejercicio de observación de su propia mente. Ella se convierte en mirada y su mirada en camino. Se resiste a pintar con las palabras porque su territorio es interior, es viaje en su dimensión completa: se aleja sobre todo de sí misma, pone a prueba su identidad y recorre el camino del autodescubrimiento gracias a la desorientación, a la extrañeza. Es el extravío el que le permite salir de su propio personaje. Y es a través de esa, su visión invertida, que vemos la India. Ella sabe que la diferencia entre el turista y el viajero es que éste ha aprendido a mirar. “Aprender a ver”, como escribió Saint-Exupéry en una de sus páginas.

Por eso en la escritura de Chantal Maillard importa, sobre todo, el instante. Ella sabe que en la India nadie espera nunca nada, simplemente está. Y eso hace. Todo es presente: el ruido, los olores; en los ojos una vaca en Jaisalmer se refleja el tiempo que pasa, un búfalo camina lento a la orilla del Ganges, las ratas roen incansables. La suya es una mirada que no intenta poner orden al caos. La palabra es el acontecimiento. Éste un libro que se habita. La India sucede mientras Maillard la cuenta. 

En esta compilación hay diarios, poesía, ensayo, crítica. Es un libro de viaje y ya se sabe: la escritura que da cuenta del desplazamiento siempre es híbrida; los géneros se cruzan para tejer un universo poético en el que el movimiento es el centro. 

Sus ensayos abordan temas como los orígenes de la filosofía occidental o la función simbólica y social de la mujer en la India. También, la gran contradicción: mientras Occidente se orientaliza –busca respuesta a sus excesos en el yoga, la medicina natural y la vida sana–, la India emula a Occidente y devalúa lo sagrado: hoy, en las orillas del Ganges, los hindúes comercializan sus tradiciones más íntimas. El rito deja de ser rito y se convierte en espectáculo, atracción turística, entretenimiento barato. 

Hay autores que se insertan en la biografía de los lugares. La India tiene a Octavio Paz, a Forster, Kipling, Naipaul y Lapierre que inmortalizaron el subcontinente en el siglo XX. La India de Maillard debería entrar a formar parte de esa bibliografía fundamental. Y al leer su voz singular uno piensa que sus palabras deberían sonar mucho más alto. O quizá no. Porque como dijo el también poeta José María Parreño, en estos tiempos, para que te escuchen, lo ideal es hablar en susurros. 

India. Pre-Textos, Valencia, 2014, 852 páginas.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, Diciembre 2014.

Así es como la pierdes

Hay libros en los que el protagonista es el lenguaje: La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, por ejemplo, o El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Hay otros en los que, más allá del idioma, se trata sobre todo del ritmo, de una cadencia que es casi música: Juan Rulfo es un sonido; Cien años de soledad no es comprensible sin la relación de Gabriel García Márquez con el vallenato; Julio Cortázar dialogó con el jazz, y esa influencia es palpable en su última escritura.

La obra de Junot Díaz se inscribe en este grupo, también Así es como la pierdes: una prosa que se mueve entre la pulsión arrolladora del hip hop y la sensualidad del merengue o la bachata. En ella hay slang callejero, spanglish, jerga de inmigrantes dominicanos. Díaz escribe en inglés y en parte también ahí radica su mérito: en haber traducido esos compases de baile a un idioma que suele brillar por lo cortante y sincopado (Hemingway, por ejemplo).

Así es como la pierdes es una historia de fracasos amorosos, los de Yunior, un dominicano-americano con una incapacidad ontológica para la fidelidad. Es un libro sobre la dificultad del amor, sobre relaciones que fracasan y rupturas que nunca nos abandonan. Está escrito casi todo en segunda persona y el 'tú' convierte al narratario en confesor y cómplice: el lector escuchará a ese hombre incapaz de ver a las mujeres que tiene delante, que juega siempre a la ruleta rusa que es el engaño y que pierde aquello que ama. Es la historia de un sucio que en el fondo es un buen tipo. Y en sus relatos hay humor, vulgaridad y poesía, amor y sexo con sabor latino, inmigración y testosterona. Es un manual para infieles, aunque no para enseñarnos cómo no ser descubiertos sino para decirnos que no merece la pena. Pero sin moralismos. Yunior terminará por aceptar el dolor, comprenderá que ha sido un pendejo, un cobarde. Y aunque late todo el tiempo la pregunta del porqué de la infidelidad, el autor no da ninguna respuesta, como tampoco las hay en la vida. No hay sentencias más allá de las de la propia biografía.

Ésta podría ser una novela, y sin embargo son cuentos. Los nueve relatos que componen el libro funcionan por separado, al tiempo que componen una ópera que cobra valor en el conjunto. Y estas historias conectadas aportan lo mejor de los dos mundos: el golpe efectivo del relato, ese suceso único en el tiempo y en el espacio, pero también esa relación duradera con los personajes y su evolución que sólo permite la novela.

Junot Díaz ha sido finalista del National Book Award con este libro y con el mismo narrador ganó el Pulitzer. Yunior es el álter ego del escritor y a través de él habla su universo conocido. Por eso hay tanta honestidad en su retrato. No hay nada impostado aquí. Él es también un dominicano-americano seductor y conquista con un cierto erotismo de las palabras. Hace ya tiempo que Junot encontró su voz narrativa, y quizá es por eso que, al cerrar el libro, la música de su prosa permanece, sigue sonando.

 

Junot Díaz, Así es como la pierdes, traducción de Achy Obejas, Mondadori, 2013, 208 págs.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, abril de 2014.

Canto a la amistad

Es la historia de la desaparición de un justo". Así resumió el actor galo Jean-Pierre Darroussin el tema de Conversaciones con mi jardinero, una oda a la amistad coprotagonizada por Daniel Auteuil que se estrena hoy en las salas españolas.

Darroussin, que da vida al jardinero, define al personaje entrañable de este largometraje: "Es un ser que no hace trampas. Es un hombre que ha trazado un surco recto. Puede mirarse al espejo. Siempre ha sido honrado, leal. No ha hecho daño a nadie. Desde el punto de vista humano, es lo que más conmueve", afirmaba el pasado martes durante su paso por Madrid para presentar la cinta.

El actor aseguró que su personaje le recordó a uno de sus seres más queridos: "Cuando leí el guión, dije: '¡Ah, pero si es mi padre!'. Este papel ha sido un homenaje a él y a aquellos hombres que, tras la II Guerra Mundial, trabajaban en fábricas u otros lugares, pero tenían también su huerto y sabían hacer de todo con sus manos".

El filme, inspirado en la novela del escritor francés Henri Cueco, narra la relación filial entre un pintor parisiense y un viejo amigo de la infancia, con el que se reencuentra tras regresar a la casa de su niñez en un pueblo de la Francia profunda.

Jean Becker, también director de Un crimen en el paraíso, que acompañó a Darroussin en Madrid, explicó que fue el personaje principal de la obra de Cueco, el jardinero, el que lo conmovió y lo empujó a llevar la novela al cine. "Me impactó su forma peculiar de hablar, poco común, antigua, y su filosofía de la vida. También su carácter colorista y su marcada personalidad. El jardinero es un hombre singular, excepcional; sus palabras son extrañas y llenas de sentido a la vez".

Auteuil, consagrado desde hace más de una década por sus papeles en El manantial de las colinas (1986) y La chica del puente (1998), interpreta en el filme el papel del pintor, un hombre a punto de separarse de su mujer y cansado de la exagerada presunción de los nuevos artistas en la capital francesa.

Becker, también guionista de la cinta, lo define como el payaso blanco. "Darroussin interpreta al payaso de color y el pintor hace del serio, el que capta todo enseguida, que evoluciona y crece por su compañero. Daniel supo ver que su personaje crecería y cobraría toda su importancia a través del jardinero".

Pero la creación de este personaje supuso la mayor dificultad a la hora de adaptar la obra de Cueco. "En la novela, sólo sirve para devolver la pelota al jardinero, y hubo que recrear su historia, la relación con su mujer, su juventud", explicó el realizador, quien además se refirió a los actores que dieron vida a los personajes. "Ambos, con su fuerza y personalidad, dieron vida a los personajes. A un gran actor no lo diriges; dejas suelta la rienda del caballo, a su aire". Darroussin apuntó: "Fue la musicalidad y el ritmo del guión lo que dirigió realmente la actuación".

Conversaciones con mi jardinero es la contraposición de dos miradas del mundo, un drama humano recreado en una composición de diálogos impresionistas, muchos conservados de la novela original, más allá que de tramas o escenarios. Es una historia sencilla con personajes verosímiles y conmovedores.

*Publicado en el diario El País. Septiembre 14 de 2007