Azul: historia y elogio del color del mar y el cielo

Publicado en el periódico El Colombiano. Octubre 14 de 2018

Estudios recientes aseguran que el azul es el color preferido en el mundo. ¿Qué lo hace tan popular?

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No pasa con frecuencia, pero a veces ocurre: el consenso. La gente no se pone de acuerdo en casi nada, pero sí en el azul. Gusta a todos. No molesta a nadie. Lo usan marcas de bancos, redes sociales, partidos políticos –cuya base es la confianza– y estudios desde 1941 concluyen que es el favorito de hombres y mujeres. Pero ese aprecio no siempre fue generalizado y su historia es casi de leyenda, una alquimia. Caro, difícil de conseguir, ignorado por siglos, el azul está cargado de un simbolismo que ha mutado del desprecio al favoritismo: según explica el historiador francés, Michel Pastoureau, en la antigua Roma era el color de los bárbaros, y se asociaba al luto y la desgracia. Para una mujer, tener los ojos azules era señal de mala vida y, para los hombres, una marca de ridículo. La ausencia del azul en los textos clásicos ha intrigado siempre a historiadores y filólogos, hasta cuestionar si los griegos eran realmente capaces de percibirlo, y su casi nula presencia también es llamativa en los escritos cristianos y en la época carolingia, donde se le dejó por fuera de los colores litúrgicos. Pero, de pronto, todo cambió, y el azul se volvió protagonista. ¿Cómo?

En la escasez está la virtud

Estamos rodeados de azul: es el color del cielo, del mar, del horizonte. Parece que es abundante, pero casi no podemos tocarlo. Su presencia es escasa en la naturaleza, pero cuando aparece siempre es deslumbrante, como la rana punta de flecha suramericana, la urracas, iguanas y guacamayas azules, el pulpo de anillos índigos, la mariposa morfo, el pavo real y las julianitas (lagartijas de cola azul). Su rareza se debe, entre otras razones, a que es un color imposible de obtener a través de la dieta: el amarillo, el naranja y el rojo suelen ser consecuencia de lo que los animales comen. Los flamencos, por ejemplo, nacen grises, pero se vuelven rosados por el pigmento rojo que ingieren en su dieta basada en cangrejos. La carne del salmón tampoco es rosada al nacer. Incluso, para nuestra sorpresa, los animales que vemos azules no lo son realmente, sino que su piel o sus plumas están diseñadas para reflejar ese fragmento del espectro lumínico.

La escasez de este pigmento y lo difícil que es procesarlo cuando se consigue lo han hecho un color caro y poco frecuente en la historia del arte, hasta la Edad Media: no se encuentra en las pinturas rupestres del paleolítico, ni cuando aparecen las primeras técnicas de tinte. Solo era apreciado en el Egipto faraónico, desde el tercer milenio a.C.: ellos fueron los primeros en aprender producirlo químicamente y lo usaban, por ser el color del cielo, para retratar lo divino: el dios Amón era representado en tonos azules, por su presencia cósmica, y se usaba en tumbas, sarcófagos y esculturas funerarias. También se asociaba con el agua y el Nilo, y por eso era el color de la vida, la fertilidad, el renacimiento. Incluso creían que era capaz de repeler el mal y traer prosperidad. Desde allí, su uso se extendió por el Mediterráneo –hay objetos griegos y romanos en azul egipcio– pero en Roma, y tras la caída del Imperio en el siglo V, se perdieron las fórmulas para elaborarlo, y cayó en desuso hasta el siglo X, cuando un escaso material comenzó a llegar a Venecia a través de mercaderes que circulaban por la Ruta de la Seda.

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Azul para lo sagrado

La historia comienza en Afganistán, en las minas de Sar-e-Sang, ocultas entre las montañas del Pamir de las que, según contó Marco Polo en el siglo XIII, “se extraía el mejor y más excelente azul”. Era una sustancia rara, casi mítica, que debía recorrer  más de 5 mil kilómetros entre cordilleras, desiertos y el mar para llegar a Europa. “Lo que los marineros árabes habían traído era una piedra semipreciosa, el lapislázuli. Y tenía un color tan encantador que cambiaría el arte de manera dramática. Un color complejo, hermoso y profundo: como un fragmento de cielo” explica el inglés James Fox, historiador del arte.

Hasta entonces, los azules eran deslavazados, verdosos, tristes. Pero los coloristas venecianos aprendieron a procesar el lapislázuli y lo llamaron “azul ultramar”, que en latín aluden a “más allá del mar”, de donde venía aquella piedra preciosa. Aquel azul era más brillante, más puro y más fuerte de lo que habían visto antes, y más duradero. Desde allí empezó a comercializarse a todo el continente, carísimo. Y en tan sólo unas décadas, el azul llegó al arte, a las páginas de manuscritos iluminados decorando las letras capitales de las palabras sagradas, a los fondos de escenas bíblicas y también a los vitrales: según explica Kassia St Clair en el libro Las vidas secretas del color, alrededor del año 1130 el abad Suger de Saint Denis defendió la naturaleza divina de los colores, y supervisó que los artesanos crearan las vidrieras azules que todavía se admiran en catedrales góticas como la de Chartres en Francia.

El azul se convirtió en algo más que decoración, y en 1303 un artista elevó este color a un estatus divino. Giotto, padre del Renacimiento, tuvo que decorar la capilla Scrovegni de Padua con escenas de la vida de Cristo y la Virgen, y usó este color hasta saciarse. Pintó de azul los fondos de las escenas, y también la cúpula: un cielo estrellado, intenso, profundo, que devolvía el azul al pódium de celeste y sagrado que había tenido en el antiguo Egipto.

“A los ojos de la iglesia, el azul se convirtió en el más santo de todos los colores. Y por eso trató de controlarlo. Restringió su suministro e infló su precio. En poco tiempo el azul se volvió más caro que el oro. Y se aprobaron leyes que prohibieron a los ciudadanos ese color”, explica Fox. De ahí, su tránsito hasta ser el color de la Virgen fue natural: a partir del siglo XII se vistió a María de azul, y el color fue divinizado por completo. Tanto que el rey de Francia empezó a vestirse en este tono (tras él, buena parte de la realeza europea), y cuadros como El Descendimiento de la cruz (1435), del flamenco Roger van der Weyden, valían no sólo por su calidad sino por la cantidad de lapislázuli utilizada en el manto de la madre de Cristo, por el peso de la piedra preciosa. Asimismo es famosa la cúpula azul en La Anunciación de Fra Angélico (1426), también decorada con estrellas. Y el azul, entonces, empató con el dorado como el color de los dioses y el paraíso.  

Azul para todos

Cuenta Michel Pastoureau que en Estrasburgo, los comerciantes de granza, la planta de la que se obtenía el color rojo, estaban furiosos. La popularidad del azul minaba su trabajo (antes, los cielos se pintaban de rojo, blanco, negro, dorado), y tanta era su indignación que sobornaron a un maestro vidriero para que, en los vitrales, representara al diablo en azul. Otros, en los frescos religiosos, pintaron azul el infierno, todo para degradar el color rival. Muchos años después, el rey Fernando III de Alemania lo declaró oficialmente el color del demonio.

Tendrían que pasar varios siglos para que el azul se liberara de la iglesia, lo que también ocurrió en Venecia, gracias a Tiziano. En su cuadro Baco y Ariadna (1523), casi la mitad del lienzo es azul: el vestido de Ariadna, el cielo y el horizonte, las montañas, incluso el manto de una mujer con un pecho descubierto, lejos de ser la Virgen. El color empezaba a democratizarse y la liberación continúa hasta hoy, con momentos en los que el color ha tenido picos de fama muy elevados: en el siglo XVIII, tras las novelas románticas de Novalis, en la que un joven buscaba obsesivamente una flor azul, y Las desventuras del joven Werther, con la que Goethe puso de moda el frac azul que usaba su protagonista, el azul se consolidó como símbolo de los sentimientos más profundos, y también de la melancolía. Tanto que esa reminiscencia perdura en la música: el blues, como género musical, evoca una tristeza implícita; se llama Blue Monday al tercer lunes de enero –el más triste del año, por el regreso al trabajo tras la pausa decembrina–, y el baby blues es la depresión posparto. También Picasso tuvo su periodo azul, tras la muerte de un amigo en París, y Van Gogh pintó la Noche estrellada con ciprés y su último autorretrato con fondo azul y los torbellinos que aluden su momento vital más difícil.  

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El color del consenso

¿Pero cómo llegó un color que evocaba sensaciones tan intensas a ser el gran favorito? Karen Schloss y Stephen Palmer, de la Universidad de Berkeley, demostraron en 2010 que la preferencia de un color está determinada por los objetos que se asocian con él. ¿A quién no le gusta el mar azul, el horizonte o los atardeceres despejados cuando todavía la tarde no termina de caer? Ahí es, quizá, donde radica el consenso. Goethe lo explicó en su estudio sobre la psicología de los colores: “El azul proporciona una sensación de espacio abierto, es el color del cielo y el mar en calma, y así evoca también paz y quietud. Actúa como calmante, sosegando los ánimos e invitando al pensamiento”.

Esa Teoría de los colores (1810) fue la obra de la que se sintió más satisfecho, y tenía por qué: en la primera mitad del siglo XIX, él fue el primero en comprender la capacidad emotiva del color. Hoy, rodeados de publicidad, sabemos que los colores inciden en las decisiones, los productos que compramos, la decoración, la ropa que usamos o el diseño de nuestros sitios web. Hoy el azul es omnipresente y protagonista. Se ha convertido en una de las pocas cosas en las que los seres humanos nos ponemos de acuerdo. Y es un color de consenso: los organismos internacionales, la ONU, la Unesco, la Unión Europea, tienen logos azules. Es un color que no disgusta y suscita unanimidad. Y marcas como Facebook, Twitter, Bancolombia, Hewlett-Packard o American Express lo usan porque transmite tranquilidad, paz, lealtad, confianza, pureza, transparencia. Y es el color más democrático: es el único que todos podemos percibir, incluso los ciegos, y los jeans lo han impuesto como el color de nuestra época. “Es el color más humano”, dice el profesor americano Marc Walton. Del cielo, el azul bajó a la tierra.

Azules famosos

La máscara de Tutankamón y su ajuar funerario eran mayoritariamente azules, así como las ushebtis, pequeñas esculturas funerarias que ayudarían al difunto en el inframundo. Los varones de las tribus tuaregs del desierto reciben el turbante azul que los caracteriza en una ceremonia que simboliza su paso a la edad adulta. Colón señaló con interés, en su ejemplar de Marco Polo, todas las alusiones al lapislázuli. La joven de la perla (1667), del neerlandés Johannes Vermeer, lleva un turbante azul, y el pintor francés de la posguerra, Ives Klein, patentó en 1960 el Klein blue, un azul sintético con el que pintó una serie de lienzos monocromáticos que lograban el mismo brillo del ultramar natural. Los pintores impresionistas usaron azules en abundancia al experimentar con la teoría de los colores complementarios y muchos dioses hindúes como Shiva, Krishna y Rama se representan azules, por su presencia cósmica. Y la referencia más famosa es “el planeta azul”, en alusión a la tierra.