Borges

Sísifo en el laberinto

Escultura: Marc Pérez

Escultura: Marc Pérez

Cuenta un cuento de Borges que hubo un rey en Babilonia que construyó un laberinto tan complejo y sutil que todos los que entraban se perdían. Un día, el rey de los árabes llegó de visita a su corte y el anfitrión, para burlarse de él –le parecía un hombre simple– lo invitó a entrar en su laberinto. El árabe vagó todo el día confundido entre puertas falsas y caminos hasta que consiguió encontrar la salida. Salió sin proferir ninguna queja y regresó a su reino. Tiempo después, el rey de los árabes quiso mostrarle al babilonio su laberinto, pero antes arrasó sus dominios, lo tomó prisionero y lo amarró encima de un camello. Entonces le dijo: “en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora yo te muestro el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso”. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto. Murió de sed y de hambre. 

Se me ocurre que el tiempo puede ser cualquiera de esos dos laberintos: uno con puertas y paredes que equivalen a las horas, días, calendarios y rutinas, y el otro, un océano infinito de tiempo, sin muros de ningún tipo que acoten su paso. 

Pienso en esto mientras veo cómo pasamos los últimos días de diciembre y los primeros de enero haciendo listas, proyecciones y compromisos para el nuevo año. Por escrito, o a modo de nota mental, ponemos esos kilos de más que siempre hay que adelgazar después de fiestas y vacaciones –o los que tenemos pendientes desde hace tiempo–, al lado del desafío de empezar, ahora sí, a hacer ejercicio, dejar de beber, de fumar y mejorar los hábitos alimenticios. Un escritor se promete más páginas escritas al día y, un lector, más libros. Un padre, más tiempo de calidad con sus hijos. Imagino a esos que tienen como prioridad el dinero hacer las cuentas de cuánto más ricos deben ser para cuando acabe el año y sé que la lista de propósitos de la mayoría coincide en eso de aprender otro idioma, viajar más, ahorrar, pagar las deudas, independizarse o conseguir un trabajo que nos haga más felices. 

Gusta mucho esa frase que se le atribuye a Lennon de “la vida es lo que pasa mientras estamos ocupados haciendo planes”, porque suele ser cierta. Pero esos planes son, creo, los muros, puertas y escaleras que, en últimas, hacen sorteable el laberinto. Marcar prioridades en el calendario, atenernos a ciertas rutinas y establecer las metas del año, de cada mes y cada día –aun cuando sabemos que vamos a fracasar en muchos de esos propósitos–, es lo que convierte en camino posible y fecundo ese desierto que es el tiempo cuando no tiene cortapisas ni horarios –desierto porque es estéril, porque es bello y tentador pero puede desorientar o destruir a quien lo habita, porque tiende a hacernos ver espejismos–.

Por eso, como Sísifo, es bueno empujar todos los días la roca hasta la cima de la montaña, aunque la piedra, una vez arriba, vuelva a rodar cuesta abajo. La roca son nuestros planes. Y como escribió Albert Camus, todo el gozo silencioso se encuentra en eso. Ese es nuestro destino, el que nos pertenece. Esas rocas, esos proyectos, son lo único que poseemos. “La lucha para alcanzar las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo feliz”. Sin ellos, la vida carece de sentido. El tiempo se vuelve desierto y, como la arena, se nos va entre las manos.

*Publicado en el periódico El Mundo. Enero 14 de 2016.

Creer y pensar

En su ensayo Creer y pensar, publicado en 1940, José Ortega y Gasset explicó las principales diferencias entre el concepto de “idea” y el de “creencia”. Ya sabía el filósofo que ambos tienden a confundirse, y ello impide la comprensión real de los hombres y las épocas. 

Para Ortega, las creencias son aquellas convicciones que están en nosotros mucho antes de que nos ocupemos de pensar: “No son ideas que tenemos, sino ideas que somos, son nuestro mundo y nuestro ser”. Las ideas, por el contrario, son aquellas que el hombre produce, sostiene y discute luego de un ejercicio de pensamiento, de una operación intelectual. 

Por eso son las creencias las que configuran nuestra realidad, mientras que las ideas son esas que se corresponden –o dudan– de esa noción de realidad. Un ejemplo: durante siglos, el hombre creyó que el sol giraba alrededor de la tierra. Creyó. Y esa creencia configuraba su mundo, esa era su verdad. Sin embargo, un día vino alguien a desmentir aquello, y la verdad comenzó a ser otra. 

Así ha sucedido también con el origen del universo, el concepto de Dios, la muerte y todas las verdades que el hombre necesita para asentar su mundo. Primero fue el mito, que en las sociedades arcaicas no consideraban ni invención, ni ficción, sino historia verdadera, y luego la ciencia, la filosofía y la literatura han intentado otras respuestas posibles. Es por eso que las verdades van cambiando con el tiempo, cuando alguien propone una noción “idealmente más firme”, como escribió el filósofo español. 

¿Y si fuera la tierra la que gira alrededor del sol? se preguntó un día Copérnico. Y ya se sabe: un solo cuestionamiento basta para cambiarlo todo. Es así como la duda se ubica en el origen de las ideas. Mientras la fantasía y la imaginación inventan ese mundo que llamamos “verdad”, la duda inquieta, cuestiona, desestabiliza. 

Pero nótese que en la base de todo está la palabra, porque es en ella donde reside el pensamiento y la inteligencia, pero también nuestra capacidad de imaginar,  abstraer y crear, las condiciones mismas de la libertad. Ortega decía que para entender a un hombre o una época hay que comprender primero cuáles son sus creencias, pero yo diría más bien que lo primero que hay que conocer es cómo es, para esa persona o momento histórico, su relación con la palabra. 

¿Y cómo es la nuestra? ¿Qué dice de nosotros el hecho de que despreciemos el lenguaje hasta apocoparlo en emoticones y asteriscos? ¿Que la ortografía parezca una ciencia muerta y el plagio sea lo habitual cuando se le pide a alguien escribir un texto propio? ¿Que endulcoremos todo el tiempo la realidad con frasecitas rimbombantes que, de tan ridículas, tienen que ser falsamente atribuidas a García Márquez y a Borges? ¿Que la gente sea cada vez menos capaz de describir sin adjetivos como “increíble” o “espectacular”, gastadísimos de tanto usarlos? ¿Que ya casi nunca salgamos de las ideas preconcebidas, el lugar común y los clichés, al punto de que ni nos damos cuenta cuando los usamos? ¿Que leamos tan poco y tan mal? ¿Que hayamos ido perdiendo a toda velocidad la destreza narrativa, la oralidad y el contar historias que nos hace humanos? ¿Que hayamos olvidado que la literatura, la verdadera –no confundirla con todo lo que viene empastado y en forma de libro– tiene poder simbólico pero también real, capaz de transformar la realidad? ¿Que sigamos cayendo en la trampa de la objetividad, la metáfora mediocre y las historias con moraleja y moralina? 

Dice mucho más de nosotros y de nuestra época la respuesta a todas esas preguntas que cualquiera de nuestras creencias. La ruptura lenta pero real de nuestra relación con el lenguaje –ese que deja huella en la memoria y nos salva de la alineación y del olvido, y ese en el que radican la duda y la idea– importa mucho más que si Dios ha muerto o que la tierra ya no gire alrededor del sol sino de un montón de gadgets, máquinas, aparatitos. 

Publicado en el periódico El Mundo. Diciembre 3 de 2015.

Babitas

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. La frase, ya se sabe, es de Borges. Me he acordado de ella este fin de semana tras los atentados de París, cuando volví a ver en Twitter y Facebook esa foto que ya hace tiempo circula y que dice: “la diferencia entre leer un libro y leer muchos”. La imagen muestra, a la izquierda, dos mujeres: una con una Biblia y otra con el Corán, ambas con una kalashnikov en la mano. A la derecha, un hombre tranquilo que organiza su biblioteca.

La imagen viral me ha recordado la frase de Borges porque creo que a todos esos opinadores y escritores de estados de Facebook, que critican los posts y las banderas de solidaridad de los otros, que comparan a Isis con las Farc, que cuentan muertos a un lado y al otro con la misma dinámica de un Mundial de fútbol y que creen que comprenden la guerra de Siria porque han visto un video en YouTube que la explica en diez minutos, lo que les falta son lecturas de las que sentirse orgullosos. 

Todos esos censores, dueños de una autoendilgada superioridad moral para juzgar desde a Mark Zuckerberg hasta los colombianos que según ellos somos hipócritas porque no nos solidarizamos con la bandera de Colombia o del Líbano en nuestra foto de perfil, se olvidan de que lo que cuenta detrás de la palabra es la idea, no la creencia. Y el pensamiento se construye –y perdón la perogrullada– leyendo y discutiendo otras ideas, no estados de Facebook. 

La opinión está al alcance de cualquiera. Son babitas. Las ideas, por el contrario, son un terreno mucho más difícil: requieren esfuerzo intelectual, tiempo invertido, lecturas, argumentos. Cualquiera puede tener una opinión sobre París, el proceso de paz, el matrimonio homosexual y el aborto, pero ¿cuántos pueden parir realmente una idea? ¿Una que se pueda contrastar con teorías, libros, fuentes? ¿Una que, además, sea coherente con el resto de un sistema de pensamiento? Piense, por ejemplo, en el aborto: usted puede decir que está de acuerdo porque cada cual debería poder hacer con su cuerpo lo que quiera. Así las cosas, ¿cree también en el libre derecho a la prostitución y la venta de órganos? Al fin y al cabo eso sería también hacer con el cuerpo lo que a cada uno le parezca. Y no intento aquí defender una idea ni otra, sino demostrar lo difícil que resulta construir pensamiento. 

Pero volvamos a los orgullosos críticos, escritores y comentaristas de estados de Facebook. ¿Por qué será que los únicos posts que en realidad interesan son los que propone la gente que lee y está bien informada? Hagamos un cálculo: sólo leer las páginas internacionales del diario El País este domingo tomaba cerca de una hora. Entre el viernes y el lunes festivo, muchos leímos también Le Monde, artículos de El Español, El Confidencial, TheAtlantic, The New York Times, El Espectador, TheEconomist, El Mundo, Time, Liberation, The Guardian, TheHuffington Post, Foreign Affairs, The New Yorker, Spiegel International, Infolibre, Vox y The New York Review of Books, entre otros, además de habernos acercado a nuestras bibliotecas a releer pasajes de libros ya subrayados. Todo sumado, habremos pasado más de doce horas leyendo. 

¿Cuántos de esos nuevos teóricos del choque de civilizaciones, obispos de la tolerancia políticamente correcta y profetas de la ley del talión habrán pasado siquiera veinte minutos con un periódico o un libro entre las manos, fuera de las redes sociales?

Por eso esta columna es para ese amigo del dedo levantado, ese que podría llegar a ser tan incendiario como esas chicas de la foto viral que cargan una ametralladora y han leído sólo un libro (tú, a lo mejor, no habrás leído ni uno): tienes que saber que tus opiniones llenas de babas nos tienen a todos sin cuidado y que sólo vamos a leerte –y rebatirte– cuando lo que nos propongas sean ideas. La línea se traza entre los que quieren opinar y los que queremos comprender. Así que jáctate tú de esos posts y tweets que has escrito. El resto preferimos sentirnos orgullosos de todo lo que, en aras de intentar entender algo, hemos leído.

Publicado en el periódico El Mundo. Noviembre 19 de 2015.