Turismo

La vaca y el elefante. Dos imágenes.

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La India. 42 grados a la sombra y es una mañana como cualquier otra en la que cientos de ojos, brazos, piernas, carros, motos, taxis, camellos, vacas, monos y bicicletas cruzan al mismo tiempo una de las avenidas más concurridas de Jaipur. De golpe, Mohamed frena su rickshaw, su mototaxi. Y nada se altera, sin embargo. Allí funciona un orden invisible que a nosotros los occidentales, criados en la doctrina de los semáforos y los pasos de cebra, se nos escapa. Como la neolengua de Orwell, en la India el caos es el orden, y el orden, el caos.

Mohamed frena para llamarme, pero yo no oigo nada. Es imposible cuando suenan al unísono los pitos de miles de vehículos, el hit del último taquillazo de Bollywood y las voces de una multitud que cuando no grita chasquea, escupe y canta. Yo estoy en la acera cuando se me acerca el conductor, que me ve la cara de turista, se hace el simpático y se ofrece a llevarme a un parque ecológico. Y yo caigo en la trampa. Son cerca de veinte minutos de recorrido hasta llegar al elefante más triste que veré en mi vida. El pobre animal comparte un pequeño jardín –como un patio de recreo de colegio– con otros tres paquidermos enfermos, de mirada triste y piel ya sin pigmento por el manoseo constante de los turistas. El folleto que me ha dado Mohamed está a la altura de Disney. Pero yo tardo poco en darme cuenta de mi ingenuidad. Allí sólo hay un señor gordo, tres amigos del gordo y un supuesto cuidador que, en lugar de velar por los animales, se esfuerza para que los visitantes nos hagamos la foto perfecta: el tipo levanta las orejas agujereadas del elefante para que entren en el encuadre, pone la mano de los turistas –mi mano– en lo que queda del colmillo amputado de marfil y me da un puñado de hierba para que lo alimente. Cuando me ofrece unos tarros de pintura para que pintorree al elefante, pienso que ya es demasiado. Me hago la foto por pura compasión. No con el animal, con el que me avergüenzo, sino con ese cuidador que solo está ahí por una propina y en realidad no sabe lo que hace. “Los turistas quieren exotismo”, me dice Mohamed cuando le reclamo. Y pienso que sí, que la culpa es mía, es nuestra. Ese pequeño jardín con elefantes tristes no existiría si yo, esa mañana, no hubiera aceptado visitarlo.

 

II.

 

Una vaca come de la mano de una mujer que ha comprado una bolsa de semillas en el mercado callejero de Jaipur. La vaca abre la boca, saca la lengua y se traga todo, bolsa incluida. Mientras come, la vaca caga unas semillitas iguales a las que le ha dado la mujer hace un momento.

El Rajastán, región noroccidental de la India, es un enorme potrero asfaltado en el que intentan pastar millones de vacas. Pero como no hay pasto, se alimentan de la generosidad de miles de fieles que las tienen por diosas, por madres. Porque los hindúes dan de comer a esas vacas que están en todas partes por la misma razón que un cristiano prende una vela en una iglesia: los dos están seguros de que la vaca, y la vela, pueden hacer milagros.

Meena, mi conductor durante el viaje, tiene una vaca en su casa. Pero no como mascota, como quien tiene un perro, sino como quien tiene un carro de lujo o un apartamento en la playa: el estatus social empieza no en tenerlos, que ya es caro, sino en demostrar que uno es capaz de sufragar los gastos derivados.

Hay doscientos millones de vacas en la India. Vacas que no se ordeñan ni se sacrifican porque allí nadie come carne de res. Las vacas caminan parsimoniosas y en sus ojos se refleja el tiempo que pasa.

Oí a un amigo decir que todos los problemas en la India comienzan en las vacas: la vaca caga, entonces llegan las moscas. Una vez hay popó en todas partes a nadie le importa tirar basura a ese suelo que ya está sucio. Los desechos estancan los desagües y con ellos llegan los bichos que transmiten enfermedades, se contamina el agua. Y toda esa cadena de suciedad es imposible de romper mientras esas vacas, sagradas todas ellas, sigan cagando por todas partes solo porque alguien cree que pueden hacer milagros.

Publicado en el periódico El Mundo.

 

Volver

Llegar como turista a una ciudad que antes fue tu casa. Hospedarte en un hotel. Coger el metro y bajarte en estaciones que no solían ser las tuyas. Pasar por la tienda de la esquina y descubrir que ya no está la señora del pan y, en cambio, hay una peluquería. Buscar el café en el que desayunabas los domingos. Entrar. Comprobar que hay comidas que no tienen que ver con el sabor sino con la memoria. Pensar en saludar al viejo portero. Dar dos pasos atrás y decidir qué es mejor no hacerlo. Ver de lejos a la vecina que ahora debe bordear los 80 años. No atreverte a saludarla pero ¡alegrarte tanto de verla! Mirar el antiguo buzón y preguntarte si todavía, alguna vez, te llegan cartas. 

Sacar dinero en el cajero de tu época de estudiante. Comprender que aunque el saldo ha cambiado tampoco eres mucho más rico que antes. El presente, de hecho, no se corresponde con el que pensaste que serías cuando regresaras. Chocarte de golpe con el fantasma del que hubieras sido de haberte quedado.

Querer comprar el periódico pero el kiosco ya no está. Tampoco la librería del barrio. Pasar delante del apartamento donde viviste solo por primera vez y de la casa de algún viejo amante. También frente a ese café en el que hiciste esa promesa que en el fondo sí cumpliste, el restaurante favorito para los cumpleaños y ese bar en el que te vieron llorar pero del que también saliste cantando. 

Pensar en cuando recorrías esa calle con lluvia o sol, con ilusión, prisa, rabia o estrenando unos nuevos zapatos. Ahí sigue la parada del bus que casi todos los días te traía de vuelta a casa. Mirar un rato el que fuera tu balcón, ahí donde hablaste tantas horas por teléfono y fumaste tantos cigarros. Ya no fumas. En eso, al menos, eres menos tonto que antes. Saber que ese balcón es la imagen misma de tu soledad. 

Darte cuenta de que ahora caminas más despacio. Sonreír porque ya no sabes cuál es la discoteca de moda –en realidad nunca lo supiste– y al pasar frente a ese edificio de oficinas te cuesta recordar el nombre de casi todos los compañeros de tu antiguo trabajo. Pero ves el nombre de tu hospital y te dan ganas de saludar hasta al viejo doctor. Cruzar junto al mercado en el que ya no harás la compra. Y todavía temer pasar por la calle donde vivía –y quizá vive aún– aquel gran amor. 

Recordar a los amigos. Los que ya no están y los que siguen ahí aunque ya no sea lo mismo. Ya nadie te recoge en el aeropuerto. Todos prometieron no cambiar en la despedida. También tú. Lo que no sabías entonces es que lo único inevitable es el cambio. Mirar el cielo. Encontrarlo igual de azul. De hecho, es lo único que permanece intacto. ¿Has venido a esta ciudad? ¿O has vuelto? Ir y volver son dos palabras que pierden sentido para quien se ha ido tantas veces como ha regresado. 

Caminar de vuelta al hotel que esta noche es tu casa. Acordarte de un poema. De ese verso de Maillard que habla de volver sobre las huellas. Encontrarlas estrechas. Sacudirles el polvo. Practicar la gratitud. Mirar sin dolor. Sin lastre. Sin nostalgia.

*Publicado en el periódico El Mundo. Febrero 25 de 2016.