Colombia

Del amor y no la guerra

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No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?” Liudmila, se llamaba. Vivían cerca de la central nuclear de Chernóbil. Ella hacía pasteles. Su esposo era bombero. Se habían acabado de casar y solían ir todo el tiempo cogidos de la mano. El día en que el reactor explotó, a él, que estaba de guardia en la estación, le tocó atender la emergencia en mangas de camisa, sin ningún traje especial. Trabajó toda la noche sofocando el fuego, y él, como sus compañeros, recibió una dosis letal de radiación. A la mañana siguiente, lo trasladaron a Moscú. Alguien severamente afectado por la radiación no vive más de un par de semanas. Él fue el último en morir.

Ella lo siguió hasta la capital. Le dijeron que estaba en un cuarto de aislamiento y que no le estaba permitida la entrada. “Pero yo lo amo”, suplicó. Intentaron convencerla: “Este ya no es el hombre que amabas, es un objeto que necesita descontaminarse. ¿Entiendes?”. Pero ella insistía: “Lo amo, lo amo…”. En las noches, subía por la escalera de emergencia para verlo y otras veces sobornaba a la guardia para que la dejaran entrar. No lo abandonó, estuvo con él hasta el final. Unos meses después de su muerte, dio a luz a una niña, pero sólo vivió unos días porque absorbió toda la radiación. Fue eso lo que salvó a Liudmila de una muerte como la de su marido. “¿Por qué son el amor y la muerte tan cercanos? Se preguntaba ella. “La gente se muere, pero nadie pregunta de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido. La gente no quiere oír hablar de la muerte, de los horrores”. Y por eso ella habla de amor, de cómo ha amado. 

Leí este testimonio en Voces de Cheróbil, el extraordinario libro de la premio Nobel Svetlana Alexiévich, y me acordé de él esta semana cuando vi La Ciénaga, entre el mar y la tierra, la película de Manolo Cruz que cuenta la historia de Alberto, un hombre de 28 años que padece una enfermedad que le impide el movimiento autónomo y le obliga a vivir conectado a un respirador artificial. Todo eso en medio de una precariedad que mantiene frustrado su sueño de ir al mar que está cruzando la carretera a sólo 300 metros de su casa. 

¿De qué hablar? ¿De la guerra? ¿De la muerte? ¿Del amor? Esa pregunta que se hacía Liudmila en Chernóbil se la hizo también el joven director de La Ciénaga cuando empezó a escribir su primer guion y sitió que era necesario contar a Colombia de otra manera, con historias que se alejaran de la violencia, el narcotráfico y la miseria que hemos explotado hasta el cansancio en el cine, el arte y la literatura nacional. Y lo hizo: Cruz nos habla del amor de una madre, de la lealtad de una gran amistad y de la pobreza con elementos simbólicos potentes como la madre que cuenta las monedas para comprar una libra de lentejas o recoge 17 mil pesos en menuda que no le alcanzan para cumplir el anhelo de su hijo. 

Ah… contar monedas… No se me ocurre una imagen más verdadera de nuestra penuria y escasez. Somos un país que todo el tiempo cuenta menuda, para ajustar para el arroz, el bus o un cigarrillo ‘menudiado’. Ese contar monedas nos define casi más que nuestra guerra. De hecho, quizá es ahí donde comienza nuestra violencia, en ese acto tan humillante y al mismo tiempo valiente que nos ha enseñado a vivir al día, con lo justo, a ponerle una sonrisa a esa plata que nunca alcanza y que nos hace vivir al fiado, al debe, faltándonos siempre ‘cinco centavos pal peso’.  

Cuando en su discurso ante la Academia sueca Svetlana Alexiévich dijo que venía de un país donde se les enseñaba a morir desde la infancia, en el que a aprendieron a vivir con la muerte y en el que creció entre verdugos y víctimas, es difícil no pensar en Colombia. Y aunque termina su discurso diciendo que “en los tiempos que corren es difícil hablar de amor”, no deja de intentarlo. Por eso me he acordado de ella cuando vi ese intento de Manolo Cruz de buscar otro camino para contarnos como país sin caer en el sentimentalismo y la pornografía de la guerra y la miseria, pero al mismo tiempo desde el amor y la muerte, siempre tan cercanos, como decía Liudmila, y quizá, junto con el viaje, los únicos temas que importan, los únicos que en realidad existen. 

Justicia o eficacia

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Contaba un conocido que ahora vive en El Llano que el otro día se montó a un taxi y el conductor, muy querido, empezó a conversarle. Iban hablando de corrupción, guerra, violencia. El hombre le contó que llevaba 10 años de taxista, pero que en su juventud había sido muy necio. ¿Muy necio? Cuente —le preguntó por pura curiosidad, pensando que se trataba de juergas adolescentes, de esas que involucran buenas parrandas y mujeres bonitas. Pero qué va. Sicariato, —le contestó. De los 14 a los 20 años. Pero cambió cuando tuvo un hijo. Era muy peleón, dijo, se bajaba al que le caía mal en algún momento. “Y lo más tenaz eran los pedidos con niños”.

El pasajero, que ahora está en Colombia pero lleva más de una década en Europa, disimuló el shock por miedo y le siguió la conversa. Hasta se atrevió a preguntarle cuántos. —36 muertos. Luego se bajó del taxi entre la perplejidad, la impotencia y la resignación. ¿Qué podía hacer? Llamar a la policía obviamente no. Ni denunciarlo. Incluso siente temor al contar la historia a sus conocidos.

Todos los colombianos hemos oído un cuento como éste alguna vez. Desde historias atroces que permanecen sin condena hasta las de ladrones de cuello blanco que lleva años sin ser investigados, narcos que burlan la justicia y sus peripecias se narran no como delitos sino como hazañas de superhéroes y bandidos que tumban a un montón de incautos y en vez de juzgarlos, muchos les ríen la gracia.

Tantos crímenes que no llegan a juicio y lo permisivos que somos a la hora de condenar ciertos delitos choca con ese clamor que ahora se oye con fuerza tras la derrota de la paz en el plebiscito y que grita ¡No a la impunidad!

¿En serio? ¡Pero sí somos uno de los países con uno de los sistemas judiciales más ineficaces del mundo! En el ranking de justicia penal del 2015, Colombia ocupó el puesto 83 en una lista de 102 países. Y no hacen falta tablas de clasificación. Una historia como la que contaba al principio lo confirman.

Por eso deberíamos preguntarnos si hace falta levantar tanto la voz para exigir justicia o más bien reclamar primero eficacia al sistema (que es, entre otras cosas, lo que pretendía el Acuerdo de Paz con el Tribunal de Justicia Transicional).

Porque la eficacia va antes que la justicia, ya que es precisamente la que la posibilita. En Estados Unidos y el Reino Unido, por ejemplo, las investigaciones suelen ser rápidas y los acuerdos extrajudiciales son corrientes. Muchos casos se resuelven con compensaciones económicas antes de llegar a juicio, especialmente en la vía civil, pero también ocurre en lo penal. Y llegados a las condenas, los crímenes más graves cuentan con castigos severos. En Europa, por el contrario, los procesos son lentos y la justicia es más meticulosa: se mira todo con lupa, y la propensión es a alcanzar la solución más justa. Las penas suelen ser menos largas que las americanas y, aunque varía de país a país, la tendencia es a priorizar la resocialización sobre el castigo.

Se trata de dos modelos muy distintos, también llenos de fallas, pero ambos coinciden en la eficacia del sistema a la hora de apresar, encarcelar, perseguir y condenar a quien comete un delito. ¿Y qué pasa en Colombia? Da igual, porque qué más da lo larga o severa que pueda ser una sentencia cuando las posibilidades de que te pillen o te juzguen son remotas, cuando no hay protección real para las víctimas que denuncian ni para los testigos. La sanción, que debe funcionar como mecanismo disuasorio, pierde todo su poder cuando son tantas y tan conocidas las formas de evadirla, quebrarla, de incluso manipularla a la carta.

Por eso nadie debería indignarse tanto con eso de la impunidad cuando el verdadero problema radica en la ineficacia. Porque no es sólo la privación de la libertad. En Colombia millones pondrían el grito en el cielo si un tipo como Garavito, el violador de niños en masa, o un miembro de las FARC fueran a parar a una cárcel como las escandinavas u holandesas, con cocina, baño privado, nevera, pistas deportivas y tiempo para grabar musicales en un estudio con equipos profesionales, criar animales en un área con vegetación nativa o plantar verduras.

En tiempos en los que la paz toca a la puerta y no la dejamos pasar con el argumento de “un acuerdo injusto”, pensemos en que hay otras formas de reparar a la sociedad que no pasan necesariamente por condenas severas. Para el padre de un desaparecido, justicia puede ser saber dónde fue despojado el cadáver de su hijo; para un secuestrado, que nunca nadie vuelva a sufrir un martirio similar; para un pueblo destruido, la tranquilidad de no vivir, por fin, en medio de la guerra; para un guerrillero raso, la posibilidad de reinsertarse de veras en una sociedad a la que no ha tenido oportunidades reales de pertenecer en otros términos. Y para un país injusto como el nuestro, lo justo sería aspirar a que un día si uno se sube a un taxi y el conductor se ufana de haber matado 36 personas como si hablara del clima, pueda uno llamar a la policía y no tener dudas de que se investigará, con eficacia, a ese posible asesino. O mejor, pensar que nunca hubiera podido alardear, porque hace años que estaría detenido.

Por qué no me gusta 'Colombia, magia salvaje'

La naturaleza es un libro que nos cuesta mucho aprender a leer. A veces parece que para contar el mundo natural carecemos de armas. Nos entusiasma la belleza multicolor de los fondos de Caño Cristales y el sigilo del jaguar que caza en lo alto del corredor de los Andes. Celebramos el cóndor con su vuelo en suspensión, a pesar de su cabeza de gallinazo, y nos conmueve una familia de monos de cabeza roja que, en los bosques del Caquetá, abrazan sus colas en una trenza como signo de amor, familia y monogamia. Pero cuando se trata de describir toda esa majestuosidad, la orgía de flora, fauna y paisaje, no somos capaces. 

Esta semana vi Colombia, magia salvaje –el documental de moda que retrata este país exuberante pero seriamente amenazado– y lo que más oí decir a los espectadores al salir de la sala fue que se habían quedado sin palabras. “Espectacular”, “maravilloso”, “increíble”, “impresionante” eran lo únicos calificativos que encontraban. Y yo entendí, al escucharlos, por qué que la película me chirriaba.

Vamos a ver: no es que el documental no sea estupendo, admirable por la belleza y novedad de los planos visuales conseguidos con drones que sobrevuelan nuestra geografía desconocida: Chiribiquete, la serranía inexplorada; el Llano con sus atardeceres como retocados por un pintor expresionista; la selva húmeda en la que una rana amarilla pequeñita se gana el premio a la más tóxica entre los animales conocidos; las gran reunión mundial de peces martillo que sucede bajo nuestras aguas. 

Pero el guión, el parlamento de la voz en off, me pareció lamentable. Repleto de lugares comunes, comete un error elemental: lo que la fuerza de las imágenes hace que no necesite explicación, se contamina con moralina, corrección política y ecologismo bienpensante. Frases como “la cordillera atraviesa orgullosa a Colombia”; “las caudalosas aguas”, “el aliento que separa la vida de la muerte”, “un abrir y cerrar de ojos”; “la preciosa flor”, “el bosque exuberante”, “la exótica Colombia llena de sorpresas”, “cuidarla antes de que sea demasiado tarde” empobrecen en lugar de enriquecer un discurso visual excepcional. Palabras gastadas, que de tanto usarlas se desactivaron. 

Uno entiende que la película pretenda crear conciencia, contarle al colombiano ese país que desconoce para que haga lo posible por conservarlo. Pero eso no se consigue dándole lecciones al espectador –ahí, el error de siempre– ni llevándolo al cine para regañarlo porque no sabe cuidar del bosque y el páramo que ha heredado. Nadie sale de esta película como un nuevo feligrés de la preservación del medio ambiente y el reciclaje. 

Termina siendo una oportunidad perdida. Entre otras cosas, porque la eficacia narrativa radica en la tensión hacia la exactitud. Como decía Valery, en la búsqueda de la mayor precisión de las palabras para expresar el aspecto sensible de las cosas. Pero el texto de Colombia, Magia Salvaje, en lugar de ampliar la riqueza de significados, repite lo que es evidente en las imágenes: no hace falta que el narrador nos diga lo hermoso que es el colibrí, ya lo vemos en la pantalla. Por eso es redundante. 

El patrimonio natural de este país se ha relatado muchas veces –de Naturalia al profesor Yarumo, de documentales tipo NatGeo a Teleagro–, pero es cierto que es la primera que se cuenta con una solvencia técnica tan impresionante: solo una cámara como la de este documental, que graba a 3.300 cuadros por segundo, puede mostrarnos ese pescado del Amazonas que salta hasta dos metros para comerse un grillo posado en una rama y ese pájaro que bate sus alas tan rápido que el sonido que produce se confunde con su canto.   

Lo malo, sin embargo, no es que se haya contado muchas veces: cada época, cada presente, necesita sus testigos y sus intérpretes, como dice Jordi Carrión cuando habla de la crónica. Pero a este país, cuando se trata de su naturaleza, ese narrador todavía le falta. 

Ya sabemos que lo contrario de un relato no es el silencio sino el olvido. Colombia, magia salvaje es un relato visual memorable. De lo que nos olvidaremos es de sus palabras, casi todas innecesarias. Y de paso seguiremos con la destrucción del bosque, la selva y el páramo, queriendo o sin querer, contaminando.

Publicado en el periódico El Mundo. Septiembre 24 de 2015.