Ortega y Gasset

Curiosidad

Una de las primeras frases que aprendemos de niños es ¿por qué?”. Así comienza Alberto Manguel su Historia natural de la curiosidad, un libro fascinante que indaga sobre ese estímulo que desde el principio de los tiempos ha impulsado el conocimiento, una característica de nuestra condición racional que, de hecho, nos hace humanos.

La curiosidad es, en principio, una cualidad. Ortega y Gasset la definió como la plena vitalidad del espíritu y los griegos la entendían como un síntoma de juventud. Nos preguntamos qué hay más allá, las causas de lo que sucede, cómo funcionan las cosas. “Y nunca dejamos de hacerlo. Descubrimos muy pronto que la curiosidad pocas veces es recompensada con respuestas satisfactorias, y sentimos un deseo cada vez mayor de formular nuevas preguntas, también por el placer de dialogar con los otros”.

Todos lo hemos vivido en nuestras charlas cotidianas: ese interlocutor que levanta la voz y se siente en posesión de todas las respuestas es el que suele arruinar las buenas conversaciones, mientras que ese otro que en lugar de aseverar interpela a los demás con curiosidad genuina por conocer sus opiniones y argumentos, abre puertas al debate y lo lleva por caminos más interesantes.

La curiosidad nos viene de nuestra capacidad de imaginar. Y esto es, según explicó Darwin, un instrumento para la supervivencia: la imaginación nos permite anticiparnos a posibles escollos y peligros, con ella figuramos lo que ha sido y podría ser para luego elegir las mejores maneras de enfrentarnos al mundo: “imaginamos para existir y sentimos curiosidad para alimentar nuestro deseo imaginativo”.

Pero como bien explica Manguel, la imaginación es una actividad creativa que se desarrolla con la práctica. No a través de los éxitos, que son finales, sino a través de los intentos fallidos que requieren nuevos intentos, nuevas preguntas. Porque solo al fracasar debemos reconocer, a través de la imaginación, los errores y las incongruencias, por qué determinada combinación de palabras, colores o números no se aproxima a lo esperado. Y es así como avanzamos hacia adelante.

Pero los sistemas educativos hoy –y esta es la idea que más me gusta de las reflexiones iniciales de la Historia natural de la curiosidad– ya no alimentan el pensamiento ni la imaginación: “interesados en la eficacia material y la ganancia económica, los colegios se han convertido en campos de entrenamiento para trabajadores especializados en lugar de foros de debate y las universidades ya no son viveros para la curiosidad. Aprendemos a preguntar ¿Cuánto costará? y ¿Cuánto tardará? en lugar de ¿Por qué? Y esta última es una pregunta mucho más importante por su formulación que por sus posibles respuestas”.

Preguntar nos eleva, dice Manguel. Y yo pienso en esto mientras sigo el debate presidencial en Estados Unidos en el que una criatura que parece sacada del Frankenstein de Mary Shelley escupe una retahíla de aseveraciones sin argumento; mientras sigo el proceso de paz en Colombia cargado de uribistas y antiuribistas todos poseedores de la verdad en cada polémica; mientras leo discusiones en las redes sociales donde cada uno tiene una opinión pero muy poca curiosidad por lo que piensan los otros. ¡Ah, preguntar! ¡Ese gran privilegio! Lo sabemos por las tiranías y los inquisidores: “las afirmaciones aíslan, las preguntas, unen”. Pero ahora casi nadie pregunta y todos tienen respuestas. Por eso nos polarizamos. Por eso oímos más sermones que historias. Y estamos cada vez más lejos.

“Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber”, dijo Aristóteles. Y el saber comienza en preguntar. Pero la curiosidad se nos ha convertido en chismorreo y voyerismo, la imaginación, en lugares comunes y posts para Facebook. Y se nos olvida que la auténtica curiosidad, la que mueve la rueda del mundo, es esa que hace que, una vez hallada una solución, formulemos de inmediato nuevos interrogantes. Por eso hay que recordar a Bergson cuando decía que perdemos el tiempo tratando de encontrar respuestas cuando de lo que se trata es de plantear mejor las preguntas.

Creer y pensar

En su ensayo Creer y pensar, publicado en 1940, José Ortega y Gasset explicó las principales diferencias entre el concepto de “idea” y el de “creencia”. Ya sabía el filósofo que ambos tienden a confundirse, y ello impide la comprensión real de los hombres y las épocas. 

Para Ortega, las creencias son aquellas convicciones que están en nosotros mucho antes de que nos ocupemos de pensar: “No son ideas que tenemos, sino ideas que somos, son nuestro mundo y nuestro ser”. Las ideas, por el contrario, son aquellas que el hombre produce, sostiene y discute luego de un ejercicio de pensamiento, de una operación intelectual. 

Por eso son las creencias las que configuran nuestra realidad, mientras que las ideas son esas que se corresponden –o dudan– de esa noción de realidad. Un ejemplo: durante siglos, el hombre creyó que el sol giraba alrededor de la tierra. Creyó. Y esa creencia configuraba su mundo, esa era su verdad. Sin embargo, un día vino alguien a desmentir aquello, y la verdad comenzó a ser otra. 

Así ha sucedido también con el origen del universo, el concepto de Dios, la muerte y todas las verdades que el hombre necesita para asentar su mundo. Primero fue el mito, que en las sociedades arcaicas no consideraban ni invención, ni ficción, sino historia verdadera, y luego la ciencia, la filosofía y la literatura han intentado otras respuestas posibles. Es por eso que las verdades van cambiando con el tiempo, cuando alguien propone una noción “idealmente más firme”, como escribió el filósofo español. 

¿Y si fuera la tierra la que gira alrededor del sol? se preguntó un día Copérnico. Y ya se sabe: un solo cuestionamiento basta para cambiarlo todo. Es así como la duda se ubica en el origen de las ideas. Mientras la fantasía y la imaginación inventan ese mundo que llamamos “verdad”, la duda inquieta, cuestiona, desestabiliza. 

Pero nótese que en la base de todo está la palabra, porque es en ella donde reside el pensamiento y la inteligencia, pero también nuestra capacidad de imaginar,  abstraer y crear, las condiciones mismas de la libertad. Ortega decía que para entender a un hombre o una época hay que comprender primero cuáles son sus creencias, pero yo diría más bien que lo primero que hay que conocer es cómo es, para esa persona o momento histórico, su relación con la palabra. 

¿Y cómo es la nuestra? ¿Qué dice de nosotros el hecho de que despreciemos el lenguaje hasta apocoparlo en emoticones y asteriscos? ¿Que la ortografía parezca una ciencia muerta y el plagio sea lo habitual cuando se le pide a alguien escribir un texto propio? ¿Que endulcoremos todo el tiempo la realidad con frasecitas rimbombantes que, de tan ridículas, tienen que ser falsamente atribuidas a García Márquez y a Borges? ¿Que la gente sea cada vez menos capaz de describir sin adjetivos como “increíble” o “espectacular”, gastadísimos de tanto usarlos? ¿Que ya casi nunca salgamos de las ideas preconcebidas, el lugar común y los clichés, al punto de que ni nos damos cuenta cuando los usamos? ¿Que leamos tan poco y tan mal? ¿Que hayamos ido perdiendo a toda velocidad la destreza narrativa, la oralidad y el contar historias que nos hace humanos? ¿Que hayamos olvidado que la literatura, la verdadera –no confundirla con todo lo que viene empastado y en forma de libro– tiene poder simbólico pero también real, capaz de transformar la realidad? ¿Que sigamos cayendo en la trampa de la objetividad, la metáfora mediocre y las historias con moraleja y moralina? 

Dice mucho más de nosotros y de nuestra época la respuesta a todas esas preguntas que cualquiera de nuestras creencias. La ruptura lenta pero real de nuestra relación con el lenguaje –ese que deja huella en la memoria y nos salva de la alineación y del olvido, y ese en el que radican la duda y la idea– importa mucho más que si Dios ha muerto o que la tierra ya no gire alrededor del sol sino de un montón de gadgets, máquinas, aparatitos. 

Publicado en el periódico El Mundo. Diciembre 3 de 2015.