Medellín

En defensa de la vanidad

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Me gusta hablar de periodismo, pero le temo. ¡Ah, cómo nos gusta a los periodistas hablar de nuestro oficio! Para pensar la profesión, ahí estamos todos con nuestros egos revueltos, portavoces de la verdad revelada –aunque digamos que no en voz alta–, muy buenos para mirar a los otros pero malos para mirarnos al espejo. 

Al espejo, digo, porque el ombligo sí nos lo escarbamos todo el tiempo: discutimos sobre cómo contar mejor las historias, qué hacer para atraer y seducir a los lectores, cómo sortear el ocaso del papel, la revolución digital, la falta de audiencia y los retos del periodismo contemporáneo.

Medellín fue en estos días escenario de estos debates durante el Premio de Periodismo Gabriel García Márquez que organiza la Fnpi y celebra, desde hace tres años, las mejores historias de no ficción producidas en Iberoamérica. El premio se ha convertido en festival; en fiesta de las letras que se acompaña con bandeja paisa en el Trifásico, salsa en el Centro y cervezas en el Guanábano; una reunión de amigos y colegas con estudiantes que sueñan con este oficio que ya no podemos calificar como “el más hermoso del mundo” por vergüenza al lugar común, aunque todos lo seguimos pensando. 

El Premio GGM, además de celebración, es una reunión de egos con talento. Una reunión de vanidad. Dorrit Harazim, la reportera y editora brasileña con 50 años de carrera y referente del periodismo en portugués, lo dijo cuando recibió el reconocimiento a la Excelencia: “los periodistas pertenecemos a una tribu que tiene la vanidad y la soberbia en el ADN. La sociedad nos permite ahondar, adentrarnos sin pedir permiso para hacer preguntas impertinentes. Y el oficio nos da el poder de la última palabra, de la versión final, de la elección del tema, del título, del subtítulo, el tono. Nuestro protagonismo es descomunal”. 

Los periodistas somos vanidosos con la firma. Nuestro nombre en letra impresa es nuestra primera vanidad. Nos sentimos privilegiados de ser testigos de la historia. Los medios en los que publicamos los colgamos al pecho como una medalla. Y somos vanidosos con la primera persona: nada le hace brillar tanto los ojos a un estudiante de periodismo como cuando le hablan de la crónica y de la posibilidad de incluirse en la narración. Y aunque los veteranos ya conocen la diferencia entre escribir "en primera persona" y escribir "sobre la primera persona", ese yo subjetivo gusta tanto precisamente porque en él radica la honradez pero también el estilo, esa palabra que es sinónimo de ego y vanidad. 

Pero yo celebro la existencia de lo buenos periodistas vanidosos, que no soberbios ni cínicos. Esos que escriben para que brille su texto, la historia y sus protagonistas. Boxeadores de la palabra, esos que tienen la vanidad del escritor y se toman en serio a sí mismos como se toman la escritura. 

La vanidad no es triquiñuela ni superficialidad ni vacuidad, como dice el escritor y también periodista Iván Thays: no es ciega, como la soberbia, sino que se mantiene alerta, ni está encerrada en sí misma como el orgullo. Ella es un gran motor de la literatura que ha impulsado las obras más esenciales y más bellas. 

Por eso me gustan esos periodistas, porque todavía confían en las palabras para explicarnos y derribar prejuicios, para escribir mejor nuestra versión de la historia contemporánea y poner orden al caos que es la realidad. Sólo un periodista vanidoso cuidará su texto tanto como para pensar en sus lectores, para apelar a su memoria y a la empatía. Son ellos los que narran el presente sin que envejezcan sus textos, quienes hacen lo posible por contar bien el cuento de lo real y escriben sobre los otros también como un ejercicio de modestia. Solo un vanidoso, consciente de que lo leen los demás, amplía sus referencias, revisa sus ideas y se pelea con cada palabra hasta conseguir de ellas toda su profundidad psicológica y su poder de símbolo y metáfora. Porque lo contrario a la vanidad en periodismo no es la humildad sino la falsa modestia, lo trivial, lo simple, mal hecho, vacío y pobre en contenido, trascendencia y significado.

Sólo encuentro un problema en todo esto, después de repasar el público del Festival Premio GGM lleno de colegas, escritores y aspirantes a periodistas: en un mundo en el que escasean los lectores, el riesgo es que terminemos escribiendo sólo para nosotros mismos.

Publicado en el periódico El Mundo. Octubre 8 de 2015.

Miércoles de ceniza. Un cuento de frontera

- Pero… ¿En cenizas o en cuerpo?

Lo dijo así, sin sutileza ni matiz que retrasara lo que desde que el hombre es hombre deciden los vivos, pero esa mañana decidía el muerto.

- ¿No le parece una decisión lo demasiado trascendental como para tomarla así, con usted, y en esta sucursal bancaria? 

La mujer que me preguntaba si querría ser repatriada, ya muerta, en una cajita con restos incinerados o en ataúd de madera y cuerpo presente, tenía el pelo rubio teñido y uñas postizas pintadas con florecitas. Una chica como para hablar del clima, no sobre la vida y la muerte.

Lo del banco también es importante. Pocas veces los vivos –no, al menos, a los treinta– pensamos en el propio entierro, y menos en la oficina bancaria de una ciudad que no es la nuestra. 

Que la ciudad no sea la mía tampoco es un detalle menor, ni Colombia, ni que los seguros de repatriación haya que comprarlos deprisa. Sólo por una abstrusa circunstancia vital te ves obligado a hacer algo así. Y si lo haces, casi se podría apostar que quien te obliga es la policía.

Visas, burocracias, fronteras: las palabras que en nuestro tiempo sirven para cobrar dinerales por sellos y seguros, no sea que un estado pobre –o rico, para el caso tampoco importa–, tenga que hacerse cargo de tus carnes en descomposición si tienes a bien morirte en su territorio. Si cobran por dejarte pasar, ¿por qué no habrían de hacerlo por salir, aunque estés muerto? Un inmigrante menos, piensan algunos. “Aquí no cabemos todos”, oímos decir a los políticos del primer mundo. Y mejor si la tumba no queda en su casa.

Por eso lo de la Policía también es decisivo en esta historia: es uno de ellos quien esa mañana determinará si esa ciudad es o no la mía, si puedo o no vivir ahí, si mis papeles para obtener la residencia son suficientes –saldos bancarios a favor, ingresos periódicos, inclusive una herencia–. Pero no. Dice que no. Mirada indiferente, como de oficinista a las 6 de la tarde. Y él, que para eso es policía, se permite alguna mueca de más.

- Necesita un seguro de repatriación en caso de muerte. Ya sabe, si fallece aquí, entenderá que el Estado no se encargue de los gastos de envío.

Su lenguaje es de burócrata, pero su mirada ya no es de oficinista sino de dependienta antes de salir a almorzar. Levanta las dos cejas. Y yo con ellas. Me voy pensando en eso de los gastos de envío.

Es una mañana de invierno, miércoles de ceniza. He atravesado la ciudad y no tengo intención de irme sin haber entregado mi expediente. Ese es el país que yo he elegido y no permitiré que otra vez (lo de otra vez es otra historia) un funcionario decida de dónde soy ni a dónde tengo que ir. 

Es así como llego a la sucursal del banco donde la rubia de las uñas de florecitas me pregunta si en cenizas o en cuerpo. Y lo dice como quien pide la hora o habla de la lluvia con un taxista. Además, me aclara que de esa decisión depende el valor del seguro. Claro, no es lo mismo cajita de plástico llena de polvo que cuerpo en ataúd. Agradecí que no me preguntara qué tipo de madera.

- Cenizas, que será más barato, le contesto, aunque eso no le gustaría nada a mi mamá. Esto último lo digo bajito, no sea que ahora tenga que explicarle dónde nací, dónde están mis afectos, dónde reposan mis muertos y si creo o no en la patria. No tengo tiempo. Son las 12:49 y el funcionario cierra a la 1:00. Me ha dado diez días de plazo, pero yo no pienso demorarme ni 20 minutos. 

Lo que si tengo que explicarle es el destino de la repatriación. Porque no es igual Bogotá, el lugar más lejano de la tierra según escribió Dostoievski, o Medellín, para algunos, el centro mismo del universo. Firmo. 

Y papel en mano, una menos cinco minutos de la tarde, corro de vuelta a donde el policía. ¿Y si yo quisiera que me enterraran ahí? Me parece que eso nadie lo ha sopesado. Ni yo, que lo pienso sólo ahora que veo que el tipo se ha ido. Jamás se me hubiera ocurrido en la sucursal.

Entonces me acuerdo de mi madre, de que lo de las cenizas no le haría ninguna gracia. Y vuelvo al banco a cambiar las cláusulas del seguro. Sé que si llego a morir en un país lejos del mío, a ella le gustaría tenerme de vuelta. Verme por última vez. Enterrarme con mi padre. Y sí. Que sean los vivos los que decidan qué ha de pasar con los muertos. Solo muertos, las fronteras ya no importan.

Publicado en el periódico El Mundo. Septiembre 10 de 2015.

Mirarnos de lejos

Andrea, una de mis buenas alumnas de quinto semestre de periodismo, se me acercó esta semana para contarme que, como yo siempre les estoy hablando en clase de la importancia de viajar –el viaje como entrenamiento de la mirada, como forma de estar en el mundo y de conocer a los otros–, ella decidió presentarse a una beca de la Embajada de Turquía para irse a Estambul. Y le ha salido. Sergio quiere hacer lo mismo pero con una convocatoria en Ciudad de México. Si lo aceptan, pasará un semestre en el D.F., en la Universidad Autónoma, con posibilidad de homologar luego las materias que curse como parte de su formación en Colombia. Laura, otra de mis estudiantes, se va todas las vacaciones a Perú, en un programa de voluntariado. Natalia ha empezado a buscar becas en varios países y Sebastián se plantea viajar a Bogotá para hacer sus prácticas profesionales.

Como profesora, uno de mis propósitos es encubar en mis alumnos eso que Ryszard Kapuscinski llamó “contagio del viaje”, la enfermedad que él decía haber contraído la primera vez que cruzó la fronterade Polonia gracias a su trabajo como periodista en la agencia estatal de noticias. Sabemos que desde entonces no dejó de moverse, siguió viajando. Por eso en casi todas mis clases hablamos de viajes y viajeros, de la importancia del viajar y de su relato. 

En una ciudad como ésta, en la que los habitantes estamos encantados de conocernos y en la que oímos, casi todos los días, que “este es el mejor vividero del mundo”, se me ocurren pocas cosas más importantes que despertar en un grupo de jóvenes estudiantes de periodismo la necesidad de ver el mundo y tratar de entenderlo, para poder contarlo. El provincianismo, esa dolencia crónica de la que sufren tantos antioqueños, ese mal que hace que se ofendan cuando un extranjero habla mal de la ciudad y no menciona el tesón de los abuelos, las flores y la pujanza paisa, ha terminado por anular la capacidad crítica: muchos se han vuelto incapaces de reconocer las virtudes de otras latitudes sin resaltar primero las de Medellín, y a los que se van se les toma por desertores, casi les quitan el derecho a opinar: «es que vos ya no vivís aquí. A vos esta ciudad ya no te duele», como me dijeron a mí hace no mucho. 

Walter Benjamin escribió en El narrador queexisten dos tipos de escritores: los marineros, que se van lejos de casa para encontrar hechos y relatos, para explicarnos de cara a los Otros, y los que se quedan para recogerlas historias de cerca, la memoria y el pasado que explica el presente. Medellín necesita de ambos. Pero ya nos hemos contado demasiado mirándonos el ombligo: tal vez sean las montañas, la ironía del cielo siempre azul y este clima en el que siempre es primavera. Las ciudades con mar tienen una especie de melancolía que las hace mirar al horizonte, pero en Medellín este abrazo geográfico nos hace mirarnos todo el tiempo a nosotros mismos. De ahí que ninguna ciudad de Colombia se haya narrado tanto como ésta y se me ocurren pocas en el mundotan estudiadas, diagnosticadas.

Pero ya hemos hablado en exceso de nuestra innovación, nuestros narcos, nuestras mujeres bonitas, nuestra cultura ciudadana, nuestro metro y nuestros parques biblioteca. Por eso quizá es el momento de que un grupo de periodistas jóvenes como Andrea, Sergio, Laura, Natalia y Sebastián se vayan para ver si mirándonos de lejos y en ese espejo que son los otros, conseguimos explicar mejor lo que nos pasa; comprender por fin esa perversa fascinación local por el dinero, el caso omiso que hacemos a nuestra cuidad fragmentada y desigual, nuestro orgullo ciego, altanero, y este seguir matándonos por nada.