Querido Pedro,

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Hace ya casi un mes, te subiste en un avión para emprender tu primer gran viaje. Y en esas primeras horas tras la partida sentirse, por primera vez, la angustia que producen las despedidas, ese nudo en el estómago que marea, que hace que, al comienzo, todos nos arrepintamos por un momento de la idea de irnos.

Pero una vez superado el despegue comenzaste a imaginar lo que ibas a encontrar a tu llegada. Y así será siempre cuando viajes de ahora en adelante, porque un viaje no empieza nunca en la fecha de salida sino antes, en la imaginación de sus protagonistas.

Muchas horas de vuelo después –que te sirvieron para conocer el aburrimiento que suponen las esperas– aterrizaste y empezaron los choques y contrastes: no vendían allí casi nada de lo que acostumbras comer, no todos entendían tu idioma, la temperatura te incomodaba, incluso descubriste que el sol puede ponerse a horas muy distintas. Al principio te molestó, pero luego disfrutaste con tanta novedad y entendiste, igual que hace tantos siglos Descartes, que por distintos que sean los otros, no por eso son bárbaros, sino también hijos de la razón.

Con los días, empezaste a ver la importancia de tus compañeros de viaje. Aprendiste a leer emociones en los pequeños gestos y notaste que nada une o separa tanto como viajar con alguien: ellos revelan los matices y son casi siempre un modo de descubrir diferencias irreconciliables o afinidades para toda la vida. Así supiste además que cada viaje tiene sus historias secretas, sus chistes internos, memorias que solo entienden quienes lo comparten.

Conociste los souvenirs, pero rápidamente comprendiste que los recuerdos solo existen en la memoria y no hay manera de materializarlos. Y como todo viajero, escribiste a los tuyos para contarles lo que vivías, pero te diste cuenta de que las fotos nunca consiguen reflejar el espíritu de los lugares, y que las palabras siempre son insuficientes para comunicar las vivencias.

Después de mucho caminar, caminar y caminar, comprendiste que es mejor ver poco, sin prisa, que mucho con afán. Y que los mejores destinos son aquellos en los que conoces gente local que te abre las puertas de su casa y te permite, por un momento, vivir como ellos: comer su comida, dormir en casas como las suyas, conocer sus costumbres y celebrar sus fiestas. El mejor lugar es siempre aquel donde hacemos nuevos amigos.

Entendiste que por más que planees, la trama siempre es distinta a la que tenemos prevista, pero que por lo general vale la pena la sorpresa. Aprendiste también a estar de paso. Y a esperar: viajar es una especie de antesala permanente, siempre preámbulo de lo que sigue. En esa espera descubriste que uno también se aburre: el viaje es la gran metáfora de la existencia y, como la vida, está hecho de picos y valles.

Aprendiste que un sabor amargo se convierte en un recuerdo dulce. Entendiste la importancia de viajar ligero de equipaje y, al comparar lo exótico con lo conocido, supiste que irse lejos es un modo de mirarnos de cerca. Y ya tendrás oportunidad de decepcionarte cuando al volver nadie ponga el suficiente interés al escuchar tus anécdotas.

El viaje no es, como suele decirse, movimiento, sino sobre todo una sensación. Es algo que se siente de golpe, como una punzada adentro. Saint-Exupéry lo experimentó en el Sahara, en la quietud del silencio y la noche. Kapuscinski, al cruzar la frontera polaca. Noteeboom, en un hotel mugriento en Mauritania.

Yo sé que sentiste el viaje al despedirnos, cuando me soltaste la mano para montarte en un avión, solo, con siete años y los ojos aguados, para describir por primera vez lo que significan la partida y el regreso; la soledad, la melancolía y la nostalgia.

Un buen amigo me contó que cuando era niño, antes de comenzar su primera travesía en barco entre España y América, su padre le dijo: “hay que aprender a irse”. Nos pasamos la vida despidiéndonos, y nada nos une tanto a alguien como un viaje o una despedida. Por eso, mientras más temprano aprendamos a amarrar el corazón cuando decimos adiós, el viaje de la vida será mucho más sencillo y que aunque ahora nos suene a lugar común, no hay llegada, lo que importa es el camino.