Cada loco con su tema

Cada loco con su tema

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En nuestras ciudades colmena, grupos de seres humanos caminamos de prisa interesados –o fingiendo interés– por un determinado fragmento de nimiedades.

A mí me interesan el viaje, la literatura. Pero podría ser el diseño, la danza, el manga, los carros o la filatelia. Pero nosotros, miembros de esos grupúsculos y orgullosos de nuestra sabiduría en determinada materia, miramos como bicho raro, harina de otro costal, ignorante, desentendido o imbécil a aquel que no está al tanto de las últimas novedades de ese mundillo que para nosotros es el Mundo.

¿No sabes quién es Marta Graham? le dice con desdén la bailarina de ballet al chico que una noche en un bar no pretende otra cosa que acostarse con ella. Él a su vez no entiende cómo es que a esa chica de cuello largo y pies pequeñitos le importa un bledo que su coche sea un Aston Martin último modelo.

Ella sólo ha tenido tiempo para El lago de los Cisnes, pero él jamás ha visto un ballet clásico ni podría identificar su famosa melodía (famosa, según y para qué grupúsculo), y no ha tenido la suerte –o desdicha, según y cómo vengan dadas– de escuchar otras conversaciones en su casa, en el barrio ni entre sus amigos que traten de otra cosa que caballos de fuerza.

¿Y qué más da que ese joven no sepa quién es la bailarina americana? ¿Acaso la Graham es más importante, elixir de eterna juventud o mayor garantía de felicidad que el carro que él estrena esa noche y cree que le servirá para llevar a esa chica a la cama? No se sabe. La respuesta depende de la colmena que aborde la pregunta. Porque si algo está claro es que cada secta considera su tema el más importante, el único deporte a exportar a una isla desierta.

El intelectual dirá que evidentemente no, con la mano en la barbilla. Que más importante es, obviamente, saber de ballet que de últimos modelos. El baile es magia, sensualidad, búsqueda de la belleza –igual que la literatura, argüirá para más inri y voz más grave– mientras que los coches son lo banal, lo mundano, lo relativo a los hombres que no tienen tiempo para lo importante.

El futbolista vacila un poco. Él también ha comprado un carro nuevo la semana pasada y después de una pequeña reflexión (bastan ocho segundos) se decide por la gasolina y el cilindraje. Al fin y al cabo él no tiene intenciones de salir con bailarinas que le pregunten por cisnes y lagos. Y si acaso se topa con una lo suficientemente guapa, más bien le propondría ir a un lago con cisnes en su helicóptero y está seguro de que la chica no se resistirá.

El político se inclina por El lago, no vaya a ser que lo tilden de superficial e inculto, pecados imperdonables en las urnas. Y hasta tararea la melodía en la que el cisne está a punto de morir para que vean que sí, que domina la materia. Y no confesaría, ni bajo tortura, que la sabe sólo porque ese fin de semana ha visto una película de Hollywood que reinterpreta el clásico y es candidata a los Oscar.

El banquero, sin embargo, no se inquieta con la pregunta. Ambas cosas son igual de importantes en su mundo. Por las mañanas invierte en acciones del Martin en la Bolsa y algunas noches asiste a los estrenos de la compañía de danza que vive de su filantropía. Para eso tiene dinero, se dice. Para dar la impresión de que lo sabe todo. Y lo que no sabe lo compra o alquila a un negro para se lo diga. También para que escriba un libro sobre su esbelta figura y la combinación de sus grandes pasiones: los coches, el arte y las bailarinas.

El oficinista no tiene tiempo para eso. A él que no le vengan con preguntas tontas, que no tiene un hueco ni para comer, qué se han creído. Ballet o coches, a quién le importa. Ni dinero para lo uno ni tiempo para lo otro. Que los que puedan se inquieten con los grandes temas que él ya tiene suficiente con no ir a perder el próximo metro, llegar tarde, ver las muecas de su jefe, olerle el aliento a su compañero de cubículo, atender el teléfono con quejas que a nadie le importan, comer en su tupper a medio día, salir pitado a las 6 para no perder el metro, volver a casa para ver las muecas de su mujer porque llegó tarde, discutir con sus hijos frente al televisor que si el noticiero, el fútbol o la play, tener que levantare al día siguiente y volver a correr para no perder el metro, verle las muecas a su jefe… “¿Y a mí me van a venir con preguntas? No fastidies”.

Esa noche en el bar el joven y la bailarina han decidido pedir la siguiente copa. Ya no hablan de cisnes ni de lagos ni de cilindrajes. La música es lo bastante alta –a juego con la temperatura– como para que sea fácil empezar a hablar otro idioma. Ese que todos creen que es universal, pero qué va: es el más difícil y por eso casi todos fallamos.

Pero que el guapo y la chica de los pies pequeñitos terminen en la cama es lo de menos. Y que nosotros, bichos en nuestras colmenas, sigamos pensando que nuestro tema es el más importante, mirando por debajo de las pestañas a los que cazan pokemones o a esos que no saben que Joyce nació en Dublín, que la estampilla más escasa data del Madrid franquista o que Pelé ganó X mundiales tampoco tiene importancia. Si se acabaran los tópicos ya nos inventaríamos otros nuevos para entretener nuestras tardes de domingo y nos las arreglaríamos para que los lunes cobraran sentido.

Pero cómo negar que un poco de envidia sí que da el campesino que con su arado, bajo el halo del sol o la bruma en la luna, encuentra cada día nuevos significados a las nubes. Él sabe si mañana va a llover. Y no por eso mira a nadie por encima del hombro.

Será por eso que a mí me va el viaje, el cielo abierto, la literatura.