Correr

Correr es acercarse

Deporte, salud, adicción, autoayuda. Salir a correr está de moda. Pero, ¿qué es lo que hace que trotar varios kilómetros todos los días tenga entre sus adeptos a presidentes, escritores, celebridades, viejos y jóvenes? ¿Por qué tiene tantos fieles esta nueva religión contemporánea?

Publicado en Revista Actual, enero de 2015. Descargar PDF

 

Allá por los años 80, hablábamos de correr. En los 90, empezamos a llamarlo footing. Y en el 2000, jogging. Ahora, running. Pero da igual el neologismo. El nombre importa poco cuando se trata de una de las actividades más antiguas que existen. Un hombre respira hondo, coge impulso y pone los pies en polvorosa. En la Prehistoria, corríamos para huir de nuestros depredadores. Más tarde, en Grecia y Roma, lo convertimos en deporte. Hoy, además de las competiciones de alto nivel, millones de personas en todo el mundo corremos en parques, aceras, cintas de gimnasio.

Pero un corredor nace, casi por lo general, sin darse cuenta. Un día cualquiera uno se descubre atándose los cordones, eligiendo los tenis adecuados, cronometrando el tiempo que tarda en correr cada kilómetro. Uno comienza de pronto a pelear con su yo del día anterior. Y con los días, nota que respira mejor, que aguanta cada vez mayores distancias. A veces también gana la pereza, pero cuando uno vuelve a correr se promete no olvidar la dicha que produce haber entrenado. Sólo un corredor conoce la satisfacción de completar una carrera: siempre hay euforia aunque se cruce la meta con el cuerpo adolorido, el pulso a reventar o los pies ampollados.

Cuando empecé a correr, en el año 2010, éramos pocos los que trotábamos en Madrid, pero con los meses vi llegar a muchos. Era el peor momento de la crisis económica en España y correr empezó a ganar adeptos. Christopher McDougall, periodista norteamericano y corredor, explica en su libro Nacidos para correr que el auge de las carreras siempre ha tenido lugar en medio de una crisis. En Estados Unidos, el primer boom ocurrió durante la Gran Depresión. Luego decayó, para volver a ponerse de moda en los setenta, cuando el país luchaba por recuperarse de Vietnam y la Guerra Fría. El tercer apogeo, un año después de los atentados del 11 de septiembre.

En Europa sucede algo similar. Con la crisis que golpea al continente desde 2008, el número de corredores se ha multiplicado. Cada mes hay más carreras populares. El sector económico relacionado con esta actividad –marcas deportivas y organizadores de eventos– genera más de 300 millones de euros al año y crea miles de puestos de trabajo. Sólo en España, según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, hoy corren dos millones y medio de personas. Es el quinto deporte más practicado.

Corremos por contagio colectivo, porque la equipación es barata y no se necesitan compañeros ni gimnasios. Se puede practicar a cualquier hora. Y es apto para todas las edades. La media es de 28 años, superior a la de otras disciplinas. Correr canaliza las angustias del ser contemporáneo.

Para mí, en tanto que aspiración al movimiento y a la libertad, correr tiene que ver, sobre todo, con el viaje y la escritura. Corriendo escribo ciudades: he visto los barcos navegar el Danubio a mi paso y en Praga he cruzado a las seis de la mañana el puente de Carlos con niebla y sin turistas, ganando una vieja pelea contra una frontera. Al ritmo de mi respiración, alguna ópera y otras canciones que niego en voz alta, he completado el anillo que encierra ese museo al aire libre que es la Viena de María Teresa y he estado a punto de tener un accidente en Venecia por la marea alta que, en invierno, se convierte en hielo en las calles de la Giudecca por las mañanas. He salido con lluvia en Medellín, con mucho sol en Figueira y en Cascais, con dolor de estómago en Galicia, con sueño en Milán, con montañas nevadas al fondo en Lucerna y con fascitis plantar en un pueblo que quiero en La Mancha. Madrid es una ciudad que he escrito también con los pies. Y he recorrido Barcelona desde el Paseo Colón hasta el Arco del Triunfo en una forma de hacer mía también esa casa.

Corro porque me hace mejor persona: controla mi ansiedad y canaliza mis batallas. Correr habla de mí: de mi necesidad de movimiento y de paisaje; de mi talante voraz, disciplinado y rutinario. Correr alimenta mi naturaleza perfeccionista, me da fuerza, concentración y constancia; me recuerda que la pelea es sólo contra mis propias marcas.

Pero las ganas de correr no surgen de un impulso natural de echarse a la carretera, sino que es un hábito que necesita ser conquistado. Como Sísifo, hay que llevar todos los días la roca hasta la cima de la montaña, aunque sea para verla rodar colina abajo. La satisfacción está en volverla a subir otra vez cada tarde, cada mañana.

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Correr con regularidad tiene poco que ver con el deporte. Corren famosos, estrellas de cine, presidentes: Tony Blair, Clinton y Sarkozy lo hacen rodeados de escoltas y Rodríguez Zapatero trotaba en las cumbres del G20 de madrugada. Cada vez somos más los que corremos porque ésta es una actividad que parte de impulsos primarios como el miedo y el placer. Corremos asustados, extasiados, huyendo de nuestros problemas.

Nada es trivial cuando alguien se enfunda unos tenis, por informal que parezca el atuendo de sudadera y camiseta. Correr tiene que ver con el cuerpo pero sobre todo con la cabeza, con emociones y fobias: el dolor, el miedo, la ansiedad, la autoayuda y el amor propio están ahí antes de atarnos los cordones.

Pocas cosas se comparan con la satisfacción de descubrir el poder del cuerpo, esa máquina que uno ve cómo, al correr, se perfecciona. Los músculos se tensan, se moldea la figura. Si masturbarse es “hacer el amor con la persona que más amas”, según dijo Woody Allen, correr es algo parecido. Uno entrena por puro placer, uno casi masoquista, en el que disfrutamos del dolor, el sufrimiento y la recompensa de la meta cuando, después de la tensión, el sudor, la respiración agitada y de alcanzar la máxima frecuencia cardiaca, el pulso vuelve a su sitio y los músculos se relajan.

Se trata de un placer casi erótico. O no casi: “En términos de liberación de estrés y placer sensual, correr es lo que tienes en tu vida antes de conocer el sexo”, escribe McDougall. Y la afirmación no es gratuita. Los corredores somos, básicamente, individualistas, y la mayoría –antes de serlo y si lo dejamos– personas ansiosas, perturbadas. Pero el running nos da tanto que no es, por eso, una actividad altruista. Lo hacemos en busca de satisfacción y beneficio: a algunos nos ayuda a dejar de fumar, a otros a bajar de peso y a todos a mantener la salud física y mental, el equilibrio. De hecho, ya se habla de la autoayuda del corredor, porque involucra procesos de superación personal. Decimos que competimos en cada carrera contra nosotros mismos, que con ello construimos una mejor versión de cada uno. Repetimos que el dolor no existe, que el sufrimiento nos fortalece y que la meta no está en el resultado sino en el camino. “El último en llegar a la meta es el ganador más lento” es una frase que se escucha a menudo.

Pero todo eso, aunque cierto, es un lenguaje que resta en vez de sumar a una actividad relacionada, sobre todo, con algo tan químico como las endorfinas. Mientras más corremos, más endorfinas producimos. Y las endorfinas son opioides, “moléculas de la felicidad” que se originan el sistema nervioso durante el ejercicio, pero también con la excitación y el dolor, al comer chocolates y con el enamoramiento y el sexo.

Por eso correr es antidepresivo y puede causar adicción. Algunos lo llaman “el viaje de los corredores”, esa sensación de euforia que nos dura todo el día. Pero una investigación reciente en Alemania ha demostrado que las endorfinas que se liberan al correr llegan al cerebro a través del flujo sanguíneo. De ahí que nos enganchemos con tanta facilidad: es la misma reacción que se produce en el cuerpo después del orgasmo. Y este es un argumento mucho más poderoso que cualquier manual de auto superación, aunque los resultados sean los mismos.

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Correr, además de placer, es un ejercicio interior, incluso literario. Correr es el nuevo caminar, lo que ha reemplazado el arte de pasear al que se han referido escritores y filósofos.

Robert Walser, por ejemplo, hizo del paseo un oficio sin el que no podía escribir. Ortega y Gasset alabó las caminatas en sus Notas de andar y ver y Thoreau, en ese ensayo maravilloso que es Caminar, dijo que no podría conservar el ánimo y la salud si no dedicaba por lo menos cuatro horas diarias a deambular por las calles. Walter Benjamin, a partir de Baudelaire, convirtió el flâneur –paseante urbano, caminador de ciudades– en objeto de estudio. Kierkegaard, gran caminante de su ciudad natal, Copenhague, pensaba que andando había tomado contacto con sus mejores ideas; Nietzsche aseguró que los únicos pensamientos válidos son los pensamientos caminados; Vila-Matas se describe en su último libro como “un paseante errático en continuo vagabundeo perplejo”. Dickens recorría insomne las calles de Londres. Walt Whitman vagabundeó grandes distancias para sentir en cada paso la respiración contenida de sus poemas. Y Chatwin escribió que no hay actividad más natural que el nomadismo: caminar es lo único que hacemos al ritmo de los latidos del corazón.

Ahora los escritores no caminan, corren. Leila Guerriero dice que corre para escribir y porque escribe: “Corro para aprender a aguantar lo que no se aguanta, para no llegar a ninguna parte. Para sentir, parafraseando a Clarice Lispector, que soy más fuerte que yo misma”.

Joyce Carol Oates resuelve sus textos corriendo: “Los problemas estructurales que se me presentan mientras escribo, en una larga, embrollada, frustrante y a veces desesperante mañana de trabajo, usualmente los logro desenredar corriendo por la tarde. ¡Correr! Si existe alguna actividad más feliz, más estimulante, más nutritiva para la imaginación, no tengo idea cuál podría ser”.

Murakami es el más conocido. Ultramaratonista, dice que no sabe si es un escritor que corre o un corredor que escribe. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr asegura que lo hace para lograr el vacío, por la satisfacción que supone exprimir el cuerpo al máximo. Y también por su escritura: “La mayoría de los métodos que conozco para escribir novelas los he aprendido corriendo cada mañana”.

Vivimos en ciudades cada vez menos paseables. La seguridad, la infraestructura y el ritmo acelerado de nuestras rutinas han complicado el arte de la caminata. Pero ir a 5km por minuto no es incompatible con el paseo, con la contemplación. Patear las calles –da igual si corriendo o caminando– tiene que ver con el entusiasmo: ayuda a estar atento, a abrir los ojos. En ello hay ritmo, silencio, lenguaje, tiempos, mirada interior.

Correr es, de hecho, una forma de escritura: biografía, ficción o autoficción a veces; periodismo cuando atiendes la batalla del tiempo; monólogo interior; poesía de la contemplación; flujo de conciencia y ensayo, a veces académico y otras experimental. Nadie puede convertirte en corredor, igual que nadie se hace escritor porque otros se lo digan. Cada uno debe sacudirse la pereza, atarse los cordones y ganarle la batalla a la mente, más traicionera que las ampollas, el cansancio y las lesiones. Correr se parece mucho a la actividad del novelista: es una prueba de fondo, en la que no existen recompensas más allá de alcanzar los estándares que cada uno se fija. Y al final, conseguimos sólo aquello por lo que hemos trabajado, como también dice Murakami.

Eloy Tizón escribió en Técnicas de iluminación un pensamiento que bien podría ser el de un corredor de fondo: “uno podría pensar que tanto afanarse de aquí para allá es en vano, que tanto zarandearse no tiene ningún propósito y es un desperdicio completo de tiempo y espacio. Sin embargo, en el instante de morir, con nuestro último aliento, comprenderemos que sin sospecharlo nuestros pies han bordado un tapiz”.

Cada hombre, mientras camina, mientras corre, va tejiendo su mapa bajo sus pies. Quizá, en últimas, sólo se trata de eso. Correr es irse lejos, pero también acercarse: aproximarnos a esa meta que sólo cada uno sabe.