Libertad de expresión

¿Y si le hubieran disparado?

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Parece que seguimos sin aprender nada. Parece que sigue siendo necesario insistir en lo obvio. Aquí nos mataron a Jaime Garzón. Allá, acribillaron a toda la redacción de un diario satírico. En Suecia, un caricaturista lleva años con guardaespaldas en la puerta de su casa porque sus dibujos hirieron la susceptibilidad de unos radicales. Y ahora, otro grupo de hipersensibles está a punto de sacar del aire al Soldado Micolta, ese personaje que en Sábados Felices lo único que hace es ser descachado. Su humor es tan malo que da risa. Pero está bien lejos de ser racista o malintencionado. 

Yo no entiendo que el Canal Caracol, un medio de comunicación que debería estar en pie por la defensa de la libertad de expresión, vaya a ceder a las presiones. Está bien: el blackface –pintarse la cara de negro– es un recurso que ya no es necesario. Pero ni por eso.   

Ay, esos defensores de la dignidad. Qué miedo que dan. Se indignan por un mal chiste pero no tienen problema en bloquear el ingreso a un teatro, intentar tomarse las instalaciones por la fuerza y agredir a esos que, en su derecho a reírse de lo que les dé la gana, pretendían comprar entradas para divertirse un rato. Eso pasó el viernes en Cali. ¿Y si alguno hubiera disparado contra el humorista Roberto Lozano? 

Esos supuestos defensores de la libertad de expresión que al mismo tiempo condenan el uso de palabras ofensivas, interpretaciones, caricaturas y textos que en teoría hieren sentimientos ajenos no se dan cuenta de que así dan argumentos a quienes agreden o incluso tiran del gatillo porque sienten que su dignidad y sus creencias son insultadas.

¿Qué civilización somos si renunciamos a nuestro derecho a publicar opiniones y dibujos que a algunos pueden resultarles ofensivos? se preguntaba Flemming Rose a raíz de los atentados contra Charlie Hebdo. También escribió en enero Manuel Jabois: “una democracia necesita poner a prueba su tolerancia, porque detrás está su libertad. Esa tolerancia no se ejerce con quienes maldicen en bajito sino, entre otros, con quienes se burlan de lo más sagrado de cada uno en voz alta”. Ellos, igual que miles de personas, coincidimos entonces en que el precio que todos tenemos que pagar por vivir en democracia, con libertad de expresión, de pensamiento y de culto, es que nadie tenga un especial derecho a no ser ofendido. 

Así que digámoslo otra vez y todas las veces que sea necesario: nada justifica la violencia contra la idea, el grito sobre el argumento, la mueca horrenda de la intolerancia contra la inteligencia y el humor. 

Porque no se trata de la burla, sino de la posibilidad misma de burlarse. ¿O deberíamos entonces aceptar que alguien determine qué es risible y que no, de qué podemos reírnos y de qué no? Céline fue un escritor antisemita, pero hay que celebrar que exista su Viaje al fin de la noche. Sade ofendía a todos en su época y las siguientes. Pero yo celebro mucho que el Marqués publicara sus libros. Si a alguien le ofenden y le parecen vejatorias las caricaturas de un periódico o las interpretaciones de un humorista, que no vea los shows y no compre esas publicaciones. Y si le considera que sobrepasan los límites de la injuria, la calumnia o el racismo, ahí están los tribunales para que juzguen con base a la ley. Como dijo Charb, el director del diario satírico unas semanas antes de que lo asesinaran, empezamos aceptando que no podemos burlarnos del Papa y terminamos no pudiéndonos burlar de nada. 

No hay mayor libertad que la risa, porque reírse es sinónimo del hombre libre. Lo contrario es la tiranía. La mordaza. El silencio.

Publicado en el periódico El Mundo. Noviembre 5 de 2015.