Proceso de Paz

Mentirosos

Cuentan los libros de viaje que a comienzos del siglo XIX el Rey de Siam pasó toda una tarde en su palacio escuchando los relatos del embajador de Holanda en su reino. Eran historias del país europeo, un lugar lejano y extraño para el rey del sudeste asiático y sus súbditos, que lo escuchaban con atención. “A veces —dijo el embajador— en Holanda el agua se enfría tanto que los hombres caminan sobre la superficie. Se vuelve tan sólida que incluso un elefante podría caminar sobre ella”. Al oír esto, el rey lo interrumpió de golpe: “Hasta ahora he creído todos las cosas extrañas que me has contado, porque te he considerado un hombre sabio y limpio. Pero después de oírte esto último, ya no. Ahora estoy seguro de que me has estado mintiendo todo este tiempo”.

Vivimos en tiempos en los que la gente se muestra fanática de la verdad como si se tratara de algo indiscutible como el día y la noche: se exige verdad a las Farc para con las víctimas; una mujer celosa pide a su marido –la oí esta mañana desde mi ventana– que le diga toda la verdad sobre una supuesta infidelidad de la que le acusaba a gritos enloquecidos; unos piden verdad al presidente, otros al expresidente; estamos llenos de comisiones de la verdad, de predicadores de la verdad histórica y de críticos literarios que acusan a unos escritores por mentir, según ellos, de forma peligrosa –como a Houellebecq por suponer un escenario político islamizado en la tierra de la igualdad, la libertad y la fraternidad–.

Pero quizá habría que empezar a desconfiar de ese fanatismo de la verdad tan extendido. Desde que San Juan escribió en su evangelio eso de “la verdad os hará libres”, en nombre de esa idea, y de quien la tiene y la predica, nos hemos matado y declarado la guerra; se sublevan los pueblos, se crean religiones y se rompen amistades y parejas. 

Hace unos meses, cuando apareció en la vía La Mesa-Bogotá una valla que promocionaba la cuenta del expresidente Álvaro Uribe en Twitter como “la verdad completa”, muchos escribieron en las redes sociales que no hay nada más peligroso que aquel que se siente dueño y poseedor de la verdad. Estoy de acuerdo. Y por eso no es que quiera empezar aquí una cruzada en favor de la mentira, sino recordar que la verdad, como decía Nabokov, es una palabra que no significa nada sin comillas, que siempre necesita contextos y depende no sólo de quien la plantea sino de quien la escucha. Como dijo Picasso, de haber una única verdad, no sería posible pintar cientos de cuadros sobre un mismo tema. Y por eso tampoco hay que perder de vista que lo verdadero no es necesariamente lo verosímil, como escribió Maupassant y como ocurre en la historia del Rey de Siam y el embajador holandés, que no mentía pero a los ojos del soberano resultó un auténtico mentiroso. 

*Publicado en el periódico El Mundo. Junio 4 de 2015.

Fracasar

Al entierro de Moacyr Barbosa, el primer portero negro de la selección brasileña de fútbol, sólo se acercaron unas treinta personas. Poco importó que como jugador hubiera contribuido en cinco títulos de liga y una Copa Sudamericana del Vasco da Gama. Porque en 1950, un 16 de julio, Barbosa cometió un error del que nunca iba a ser perdonado. 

Era la final del Mundial de 1950. Se enfrentaban Brasil y Uruguay. En el Maracaná rugían doscientos mil fanáticos. En el segundo tiempo, los dos equipos empataban. Pero en el minuto 81, Ghiggia, jugador uruguayo, lanza a puerta. Barbosa se estira, roza el balón y se tumba tranquilo en el césped, seguro de haberlo desviado. El estadio guarda silencio. Y la pelota entra. Es el Maracanazo. Uruguay se corona campeón de esa Copa del Mundo. Barbosa era el mejor arquero de su país, pero cometió el peor fallo posible: no atrapó la pelota decisiva. Se jubiló con una pensión de 85 dólares. Durante noches soñó con el gol del desastre. Fue humillado en público muchas veces –una vez una mujer lo señaló en la calle y le dijo a su hijo pequeño: mira, ese fue el hombre que hizo llorar a un país–. Y cuando lo interrogaron sobre el incidente, miró a la cámara desolado y dijo que en Brasil, donde la pena máxima por un crimen eran 30 años, él estaba condenado de por vida. El portero murió en el año 2000 y como escribe Juan Villoro –que es quien recoge la anécdota en Dios es redondo–, “tuvo tiempo de sobra para comprobar el tamaño de su soledad”. 

En estos días en Colombia, después de haber sido durante mucho tiempo perdedores, segundos, terceros, últimos de la fila y de los podios, muchos empiezan a acostumbrarse a la victoria. Estamos rodeados de historias de triunfadores –de Miss Universo a los Grammy, de Mariana Pajón a James o Shakira– y buscamos en ellos un secreto, una lección, las claves del éxito. Pero como dice Elías Budasoff en alguna edición de Etiqueta Negra, nos olvidamos de que fracasar es lo normal y lo que deberíamos es ensayar una y otra vez cada una de nuestras caídas.

Lo digo porque estaría bien que en este país comprendiéramos que buena parte de las victorias radica en perfeccionar la tolerancia al fracaso, el arte de caer y volver. En el fútbol parece que la lección ya está aprendida. Poco acostumbrados a perdonar a aquellos que, como Barbosa, no consiguen atrapar las que parecen pelotas clave o nos meten goles en propia puerta, ya hemos hecho un pacto tácito como sociedad en el que aceptamos que deberían existir tribunales para apelar lo inapelable y que ninguna condena debería ser definitiva. ¿Y qué tal si firmáramos ese mismo manifiesto para todo, desde nuestras propias derrotas o las rupturas entre parejas y amigos, hasta los diálogos de paz en la Habana? Sí, ya hemos fracasado antes, pero como diría Beckett, da igual: de lo que se trata es de volver a probar, así sea para fracasar otra vez, pero fracasar mejor. En el fondo, eso es lo que llevó a la Selección a ser quinta en un Mundial de fútbol y que, aún así, nos sintiéramos ganadores. Quizá esa es la fórmula para que consigamos también la reconciliación y la paz, la victoria definitiva. 

*Publicado en el periódico El Mundo. Febrero 12 de 2015.