literatura

Donde nace la ficción

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Hace ya un par de años que soy jurado de un concurso literario escolar. De Transición a Undécimo, todos los alumnos postulan una pieza que aspira a ser literatura, sea cuento, poema, carta o crónica.

Esta experiencia ha sido para mí un deslumbramiento. Al leer los cuentos grado por grado, cada narración me fue revelando cómo nace la ficción en nosotros. Al comienzo, cuando todavía somos el centro del mundo, usamos el yo protagonista. Los personajes son animales y mascotas: aparece la fábula. Los escenarios, terrenos conocidos como el parque o la casa o el territorio de los cuentos infantiles: el bosque, la lejanía y los castillos. Aparecen los primeros remakes –del Génesis, Caperucita o El soldadito de plomo– y con ellos viene el intertexto y el plagio. Aún somos capaces de hablar con los animales, de creer en las hadas y de imaginar que los juguetes cobran vida. El conflicto más recurrente es el miedo a perderse.

Pero luego empezamos a soñar con ir a la luna, como Cyrano. Asoman los héroes, los villanos y los monstruos. Descubrimos la rima, las metamorfosis y recreamos los mitos. Los personajes son los padres, los primos, los abuelos. También los primeros amigos y con ellos surge la traición y la mentira. Pero los finales todavía son siempre felices.

Al final de la primaria ya no somos el centro y otros comparten protagonismo. Empezamos a tener relación con el dinero y la ficción refleja un mundo de ricos y pobres. Las proyecciones a futuro se convierten en material literario –soñar con ser cantantes, artistas, chefs o astronautas– y también aparece el viaje –los primeros viajes– como terreno de creación y aventura. La familia es un tema recurrente y también las maquinas del tiempo y los objetos mágicos. Entonces, los conflictos se vuelven más complejos: desde perder los dientes hasta la aparición de la enfermedad y la muerte de los seres queridos. La lejanía empieza a tiene nombre propio: China, África, París, la India. Y aprendemos que desobedecer es carne de literatura: la travesura hace que lleguen a la narración los valores y las moralejas.

Los cuentos del comienzo del bachillerato revelan las preocupaciones de la preadolescencia: padres ausentes, divorcios y orfandades, incluso la conciencia del mundo y el deseo de salvarlo como los superhéroes. El diario y la carta comienzan a explorarse como formatos. Aparecen el esnobismo y el vocabulario impostado, y aprendemos que el recurso de “todo era un sueño” es poco eficaz pero socorrido. El colegio es el principal escenario. Hay cada vez menos princesas y más extraterrestres. La realidad y lo paranormal le ganan terreno a la ficción y a la fantasía.

Pero de los 13 a los 18, la adolescencia impone sus temas: los primeros amores y desamores, los sueños de fama e independencia, la vanidad y el descubrimiento del cuerpo como material de escritura: la delgadez, la deformidad o la gordura. La naturaleza ayuda a crear conflicto con tornados, terremotos y tsumanis. Y hay accidentes, peleas pasionales, celos y asesinatos; suicidio, ansiedad, depresión, psicólogos, quiebras económicas, drogas y algún embarazo no deseado. Aparece el castigo, el rechazo, la máscara, la anorexia, la impostura. Se sueña con el amor ideal. Comenzamos a documentar la realidad para luego ficcionarla y a citar a otros. Y asoman también la moralina, el cliché y la cursilería. Ya entonces sabemos que la literatura se hace con la tristeza y el miedo, con la angustia y la experiencia. La autoficción cobra fuerza. El mundo se vuelve cruel, la sociedad, despiadada, empezamos a añorar la vida fácil de la infancia y tememos a la muerte. Y ahí comienza la búsqueda.

Leer estos cuentos me ha hecho volver a pensar en la importancia de la ficción. La capacidad de fabular es uno de los primeros y principales mecanismos que utilizamos para aprehender el mundo. La vida sucede a modo de drama y por eso solo puede ser comprendida como un relato. Las pasiones, los sufrimientos, la imaginación, el placer o el dolor solo podemos explicarlos a través de esa cosa fantástica llamada literatura. En ella nos reconocemos para comprendernos. Y como todo arte, nos revela ciertos aspectos de la realidad –los más profundos– a los que nunca podremos acceder por otros caminos. ¿Leer y escribir para qué? Pues eso.