Cartas

Carta a mi madre

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Cualquiera que me conozca sabe, sin duda, la importancia categórica que tienes en mi vida. Cualquiera que haya conversado conmigo más de veinte minutos me habrá escuchado nombrarte, citar una frase tuya o mencionar alguna cosa que he aprendido de ti –que es casi todo–. Cualquiera que haya estado presente en alguna etapa de mi camino con seguridad me ha oído hablar contigo, por lo menos una vez durante el día, y habrá podido intuir la complicidad que nos une a través de esas conversaciones. Cualquiera de mis buenos amigos no sólo te conoce y ha aprendido a quererte sino que sabe que en nuestra cercanía sólo son una anécdota el océano entero y los miles de kilómetros que en teoría –sólo en teoría– nos han separado tantos años.

Desde que crucé la puerta a los dieciocho años para empezar el viaje como un modo de vida elegida, he lamentado cada día que no estamos juntas. Me he arrepentido a veces. Y el fantasma del remordimiento me ha asaltado otras tantas: el peso de tu soledad me ha lastrado más que cualquier maleta, pero al mismo tiempo me ha ayudado a palear la distancia, creo, de una forma exitosa. Quizá por eso hemos estado más cerca que tantas madres e hijas que viven en la misma ciudad. Quizá por eso cada temporada juntas ha sido un goce y cada viaje una celebración. Por eso hemos encontrado tantas oportunidades para reír, tanto tiempo para caminar del brazo por tantos paisajes, tanta cercanía para llorar sin miedo cada vez que ha sido necesario, tantas maneras de decirnos te quiero, tanta fuerza para librar viejas y nuevas luchas.

Cualquier hijo con un poco de sentido de la gratitud quiere darle todo a su madre, pero yo además he querido hacerte sentir que conmigo todo lo que has soñado es posible. Me has dicho tantas veces que te sientes tan afortunada… Pero en realidad la suerte es mía. Soy yo la que puedo apoyarme en ti todos los días y contar con tus consejos y tu réplica –para mí imprescindibles–. Y hoy puedo celebrar además que estás sana, joven y fuerte, que lloras con facilidad, que cantas y te ríes con ganas, que puedes viajar conmigo, que todavía sueñas, criticas, te ofuscas, me regañas, te emocionas y amas.

No vivimos juntas pero te veo todos los días cuando me miro al espejo. Estás presente en mis gafas, en mi expresión, en mi forma de mover las manos, de ladear la cabeza, de echarme para atrás el pelo. Te llevo en la personalidad, en la sangre y en los gestos. Estás en lo que soy y en lo que quiero ser, en mis batallas de todos los días. Y cada triunfo que celebro parece mío, pero son en realidad los tuyos.

Yo puedo decir que ‘mi madre soy yo’, porque como me dijiste una mañana hace años cuando yo buscaba el portal en el que viviste en París en los años 70, “camino por tus mismas calles, con tu misma edad y con tus mismos sueños”. Por eso todos los días no hago otra cosa que esforzarme por estar a la altura. A la altura de nuestros sueños compartidos. Y ese es mi regalo, mi mejor forma de amor y gratitud.

Así que no vuelvas a pedirme perdón por los errores, ni tampoco por lo que tú calificas como fracasos. Te aseguro que si alguna vez tengo hijos quiero equivocarme con tanto acierto como tú lo has hecho, y fallar con tanto éxito.

Cada vez que te digo adiós es una nueva cicatriz. Las lágrimas son sal que mantienen abierta una herida. Pero también cada una de esas separaciones me recuerda que nada nos une tanto a alguien como una despedida. Y quizá por eso, como con seguridad lo sientes, sigo estando ahí contigo. Si lo pensamos bien, de algún modo nunca me he ido.

Querido Pedro,

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Hace ya casi un mes, te subiste en un avión para emprender tu primer gran viaje. Y en esas primeras horas tras la partida sentirse, por primera vez, la angustia que producen las despedidas, ese nudo en el estómago que marea, que hace que, al comienzo, todos nos arrepintamos por un momento de la idea de irnos.

Pero una vez superado el despegue comenzaste a imaginar lo que ibas a encontrar a tu llegada. Y así será siempre cuando viajes de ahora en adelante, porque un viaje no empieza nunca en la fecha de salida sino antes, en la imaginación de sus protagonistas.

Muchas horas de vuelo después –que te sirvieron para conocer el aburrimiento que suponen las esperas– aterrizaste y empezaron los choques y contrastes: no vendían allí casi nada de lo que acostumbras comer, no todos entendían tu idioma, la temperatura te incomodaba, incluso descubriste que el sol puede ponerse a horas muy distintas. Al principio te molestó, pero luego disfrutaste con tanta novedad y entendiste, igual que hace tantos siglos Descartes, que por distintos que sean los otros, no por eso son bárbaros, sino también hijos de la razón.

Con los días, empezaste a ver la importancia de tus compañeros de viaje. Aprendiste a leer emociones en los pequeños gestos y notaste que nada une o separa tanto como viajar con alguien: ellos revelan los matices y son casi siempre un modo de descubrir diferencias irreconciliables o afinidades para toda la vida. Así supiste además que cada viaje tiene sus historias secretas, sus chistes internos, memorias que solo entienden quienes lo comparten.

Conociste los souvenirs, pero rápidamente comprendiste que los recuerdos solo existen en la memoria y no hay manera de materializarlos. Y como todo viajero, escribiste a los tuyos para contarles lo que vivías, pero te diste cuenta de que las fotos nunca consiguen reflejar el espíritu de los lugares, y que las palabras siempre son insuficientes para comunicar las vivencias.

Después de mucho caminar, caminar y caminar, comprendiste que es mejor ver poco, sin prisa, que mucho con afán. Y que los mejores destinos son aquellos en los que conoces gente local que te abre las puertas de su casa y te permite, por un momento, vivir como ellos: comer su comida, dormir en casas como las suyas, conocer sus costumbres y celebrar sus fiestas. El mejor lugar es siempre aquel donde hacemos nuevos amigos.

Entendiste que por más que planees, la trama siempre es distinta a la que tenemos prevista, pero que por lo general vale la pena la sorpresa. Aprendiste también a estar de paso. Y a esperar: viajar es una especie de antesala permanente, siempre preámbulo de lo que sigue. En esa espera descubriste que uno también se aburre: el viaje es la gran metáfora de la existencia y, como la vida, está hecho de picos y valles.

Aprendiste que un sabor amargo se convierte en un recuerdo dulce. Entendiste la importancia de viajar ligero de equipaje y, al comparar lo exótico con lo conocido, supiste que irse lejos es un modo de mirarnos de cerca. Y ya tendrás oportunidad de decepcionarte cuando al volver nadie ponga el suficiente interés al escuchar tus anécdotas.

El viaje no es, como suele decirse, movimiento, sino sobre todo una sensación. Es algo que se siente de golpe, como una punzada adentro. Saint-Exupéry lo experimentó en el Sahara, en la quietud del silencio y la noche. Kapuscinski, al cruzar la frontera polaca. Noteeboom, en un hotel mugriento en Mauritania.

Yo sé que sentiste el viaje al despedirnos, cuando me soltaste la mano para montarte en un avión, solo, con siete años y los ojos aguados, para describir por primera vez lo que significan la partida y el regreso; la soledad, la melancolía y la nostalgia.

Un buen amigo me contó que cuando era niño, antes de comenzar su primera travesía en barco entre España y América, su padre le dijo: “hay que aprender a irse”. Nos pasamos la vida despidiéndonos, y nada nos une tanto a alguien como un viaje o una despedida. Por eso, mientras más temprano aprendamos a amarrar el corazón cuando decimos adiós, el viaje de la vida será mucho más sencillo y que aunque ahora nos suene a lugar común, no hay llegada, lo que importa es el camino.