Snowden

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¿Quién es Edward Snowden? Muchos habrán oído su nombre sólo ahora que Oliver Stone hizo sobre él su última película. O puede que lo hayan oído, pero lo confundan, y no consigan definir exactamente qué fue lo que hizo.

John Oliver, el comediante y presentador de Last Week Tonight –a mi juicio también gran periodista– se tomó el trabajo de hacer esa pregunta en Time Square, a ciudadanos de todo tipo, y las respuestas fueron las siguientes: “no tengo idea de quién es”; “es un pirata informático que vendió una información a alguien”; “reveló documentos que no debían ser revelados”; “lo que compartió puso en peligro la seguridad y los intereses de EE.UU”; “vendió información a Wikileaks” o “es el encargado de Wikileaks”.

Un hombre arriesga su vida, se condena voluntariamente al destierro, al exilio, el acorralamiento, a quedarse sin pasaporte, a estar en la “lista de la muerte” de la CIA, a enfrentar el quiebre de su vida cotidiana y a poner en peligro a su familia por revelar una verdad que nos afecta directamente a todos, en nuestra intimidad y nuestros derechos fundamentales, y luego nadie recuerda su nombre o comprende qué fue lo que hizo. Menudo destino.

Pero la historia no es exactamente así. De hecho, Snowden es hoy un ícono de la cultura popular: da conferencias y clases alrededor del mundo en forma de BeamPro (un robot con dos patas y ruedas conectadas a una pantalla en la que aparece su cara en vivo y en directo). Vende miles de camisetas y posters con su figura, aparece robóticamente en festivales de cine, ha inspirado series y novelas e incluso Citizenfour, la película de Laura Poitras sobre él, ganó el Oscar al Mejor Documental y el premio Pulitzer.

¿Pero quién es Snowden? Para empezar, no un pirata informático. Ni un miembro de Anonymous, ni es Julian Assange, el hombre detrás de Wikileaks, otra cosa muy distinta. Snowden es el analista informático, antiguo trabajador de la CIA y la NSA, que en 2013 hizo públicos, a través de The Guardian y The Washington Post, hasta qué punto el gobierno estadounidense se había colado electrónicamente en la intimidad de millones de ciudadanos. Gracias a sus filtraciones, la administración Obama se vio forzada a poner límites al espionaje masivo, a la peligrosísima práctica de husmear en las conversaciones telefónicas, correos electrónicos, historial online y redes sociales de millones de personas. Y gracias a ello, instituciones de toda Europa declararon ilegales este tipo de operaciones y han impuesto restricciones a actividades similares en el continente, aunque en la práctica no podemos saber hasta qué punto esto se cumple. Todo el tiempo y en todas partes hacen falta Snowdens para enterarnos.

Lo que me más me interesa de este personaje es que, sin duda, ha provocado el mayor debate público respecto a la intimidad. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar nuestro derecho a la privacidad en aras de la seguridad de nuestros países? ¿Tenemos que renunciar a este derecho fundamental sólo para que en alguna conversación aleatoria, fisgoneada sin permiso, un gobierno detecte un posible atentado terrorista o una amenaza colectiva?

He oído decir tantas veces a tanta gente: “a mí que me espíen, yo no tengo nada que esconder”, que me parece fundamental insistir de que se trata de un enfoque perverso y equivocado, una frase que, de hecho, tiene su origen en Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler. Y se trata de un error no sólo porque todos sin excepción tenemos algo que preferimos que se mantenga fuera del dominio público –y estamos en todo nuestro derecho de que así sea–, sino porque como ha repetido tantas veces el propio Snowden como un mantra: “la intimidad equivale a la libertad”.

Yo tengo amigos profesores, periodistas, gente común y corriente, que fueron víctimas de las chuzadas del DAS durante el gobierno de Uribe. Usted mismo, solo por una conexión remota de tercer o cuarto grado, pues haber sido espiado por el gobierno americano o de Colombia en sus correos electrónicos, en su Facebook, en ese celular que ha usado para mandar fotos subidas de tono para calentar a su pareja, o en su vida cotidiana a través de la cámara de la pantalla de su portátil. Y puede que usted siga pensando que qué más da, que no tiene nada que esconder, que eso no representa ninguna amenaza. ¿Pero qué pasa si más adelante, otro gobierno más totalitario, decide que utiliza esa información en su contra? Desde para impedirle acceder a un trabajo porque en privado manifestó alguna opinión negativa sobre el futuro jefe hasta ponerlo en la cárcel por su tendencia política.

En palabras del propio Snowden, decir que a uno no le importa el derecho a la privacidad porque no tiene nada que esconder es lo mismo que decir que a uno no le importa la libertad de expresión porque no tiene nada qué decir. Los derechos no son solo individuales, sino colectivos. Y esa información privada que a lo mejor hoy no tiene importancia para usted, puede ser importante en el futuro para otras personas que quieran utilizarla contra usted o contra todo un estilo de vida. La privacidad no es sobre lo que uno desea esconder, sino información que uno quiere proteger. Es un derecho que nos da la habilidad de compartir con el mundo quienes somos, pero en nuestros propios términos, sin ser sacado de contexto o divulgado por otros. Es el derecho a mantener en privado esas partes de uno que son apenas un intento, un titubeo, facetas con las que uno experimenta en el momento de constituir su identidad. Y por eso mismo, si perdemos la privacidad, perdemos la privacidad de cometer errores, de ser nosotros mismos.