Yaya

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Si la vejez fuera un talento, a ella, con seguridad, ya le hubieran dado premios. Hay quien piensa que cumplir 106 años es una cuestión de suerte, de casualidades afortunadas y buena genética. Y eso puede valer para cualquiera que pase de cierta edad, pero a Bernarda, mi  bisabuela, bastaba verla y oírla hablar para entender que en su caso sí había algo de mérito. Y no porque con ella se cumplieran los clichés de la vida sana y sin excesos: comía chicharrón, leche entera, huevos por docenas, jalapeños, embutidos y todo tipo de grasas saturadas. Fumó hasta los sesenta años y tomó whisky en las fiestas familiares hasta el último día. 

Su secreto, –me lo dio cuando cumplió 100 años– consistía en no haberse preocupado nunca por lo que iba a pasar mañana y en “no haber tenido marido”. Porque Yaya –así le decíamos los nietos–, que nació en 1908 y tuvo su primera hija a los 17 años, a los 21 ya había dejado a su esposo porque coqueteaba con otras mujeres y era un celoso empedernido. Era el comienzo del siglo XX en Colombia –debió ser una de las primeras en separarse, seguro– y el día que mi bisabuelo, José María, la esperó a la salida de la misa para presionarla para que volviera a la casa, amenazándola con que, si no, le iba a quitar a las hijas, ella le dijo que le parecía una idea estupenda que se las llevara, y que sólo le avisara con tiempo cuando iba a pasar a recogerlas para que las niñas se fueran con todo empacado y listo. José María no volvió a insistir, claro, y esa que parecía una buena estrategia femenina era más bien una demostración de su carácter.

En 106 años, no supo lo que era un dolor de cabeza y mantuvo  todas sus facultades en su sitio. Oía la radio mañana y tarde y comparaba el periódico todos los días. Nunca sufrió de nostalgia y jamás la oí decir que todo tiempo pasado fue mejor. No tenía dudas ni miedo a la muerte. Me enseñó esa frase fantástica de “el que tiene campanillas no las suena, porque le suenan solas”. Y en los últimos años, su único achaque fue que le dolían las piernas, pero decía que era justo porque se las había gastado viajando, pateando Europa en los años 30 y recorriendo Estados Unidos, donde vivió casi 40 años y aprendió el inglés que habló hasta el último día sin dificultad. Tenía 3 hijas, 19 bisnietos y había perdido la cuenta de los tataranietos, que son más de 20. El dinero le parecía una enfermedad mental, leía sin gafas, se bañaba con estropajo todos los días y sólo como a los 100 años dejó de ir al casino. Siempre que la vi, me insistió en que no me fuera a casar, y en que no dejara mis viajes y mi nomadismo.

Viente minutos antes de morir, se había reído cuando le mostré las fotos de la India. Fui testigo de su última sonrisa, esa tan suya, que empezaba en unos ojos brillantes, levantando las cejas, y que le iluminaba toda la cara. Luego inclinó su cabeza sobre la mía y chocamos la frente. Entonces le pedí bajito que me pasara toda esa inteligencia que tenía ahí guardada. 

Antes de mostrarle las fotos le dije que mirarla era aprender. Que admiraba su fortaleza, que estaba hecha de una madera distinta, de unos genes que yo esperaba haber heredado. Se rió también. Y le repetí mi promesa: que un día escribiría nuestra historia, que comienza con ella. 

Veinte minutos después, ella decidió que se iba. Rodeada de toda su familia, tuvo una muerte a la altura de su extraordinaria biografía. Fuimos pasando en silencio cada uno a despedirnos, y lo cierto es que lloramos poco, porque en su caso no era tanto una muerte como celebrar una vida. Pero cuando lloramos, lloramos dos veces. Cuando un abuelo muere despedimos también y otra vez a esos otros seres queridos que se han ido antes y a destiempo. Y llora uno porque se remueven los recuerdos, en especial los de la infancia feliz que nunca vuelve y los de la familia en sus mejores momentos, esa que ya nunca será la misma pero que cada uno intenta replicar en su propia biografía.

Cuando alguien muere, termina el cuento y comienza la leyenda; empieza esa segunda vida que es el recuerdo. Y no mueren nuestros viejos mientras seguimos vivos, porque los llevamos en la sangre, en el carácter y en los gestos. Nadie se va del todo mientras haya alguien intentando estar a la altura de su memoria. No hay muerte mientras no haya olvido.