Crónica de viaje

Buenos días, Vietnam

EN VIETNAM, EL QUE FUE EL PROGRAMA DE RADIO MÁS FAMOSO DE LOS AÑOS 60 ES AHORA EL LEMA DE UNA CAMISETA ESTAMPADA. LAS BALAS DE LA GUERRA SE VENDEN HOY COMO SOUVENIRS Y LAS PRISIONES SON MUSEOS DEL HORROR, ADEMÁS DE CENTROS DE PROPAGANDA COMUNISTA. EL TÍO HO ES UNA ESTATUA OMNIPRESENTE Y CRUZAR LA CALLE ES UNA ACTIVIDAD DE ALTO RIESGO QUE AMENAZAN 18 MILLONES DE MOTOCICLETAS.

UNA CRÓNICA DE VIAJE CUANDO SE ACERCA EL 40 ANIVERSARIO DEL FINAL DE LA GUERRA.

Publicado en El Colombiano, noviembre de 2014. Descargar PDF 

 

Hace ya tiempo que Vietnam dejó de ser el escenario de una guerra. O por lo menos el de la guerra que una docena de películas y fotografías famosas se han encargado de fijar en la galería de Occidente como la primera guerra norteamericana de la que no había que sentirse orgulloso, en la que los soldados no debían ser recibidos como héroes al volver. Esa guerra, la más publicitada del último medio siglo, le ha restado a nuestra idea sobre Vietnam todos sus posibles matices.

Hollywood –no menos colonizador que los marines que desembarcaban en el delta del Mekong en los sesenta– ha conseguido reducir a tópico de matones profesionales a esos soldados veinteañeros que fueron hasta allí, murieron por miles, dejaron tres millones de muertos y que, según películas y series de televisión, hoy son un puñado de veteranos perturbados que más bien hay que compadecer –quizá con razón–. Y qué difícil resulta, después de haber visto Rambo, Apocalipsis Now, La chaqueta metálica, Soldado Universal y El cazador, salir de tantas frases hechas.

En esa montaña de filmografía sobre Vietnam, las secuencias van de pum pum pum fuck fuck fuck papapapapa y compiten por quién dispara más ráfagas de fusil o grita 'joder' más rápido y más fuerte. Los militares fuman porros en las trincheras y luego queman aldeas y matan orientales con sombreritos cónicos como si de un videojuego se tratara. Pero no es posible encontrar ninguna –y casi tampoco libros– que traten en realidad sobre los vietnamitas; han pasado dos décadas y tampoco se escriben ni se ruedan. Hoy Hollywood habla de Irak, el IS y Afganistán, claro.

Es un lugar común decir que Estados Unidos perdió la guerra porque no supo –o no pudo– comprender la mentalidad de los locales (lo que se hubiera traducido en una forma distinta de combate), y porque permitió a los periodistas retratar los primeros planos de la guerra para transmitirla por televisión a la hora del almuerzo y ser portada en las revistas los domingos. Pero lo cierto es que hoy en este lado del mundo, por más fotos de Kappa y películas de Kubrick y de Coppola que hayamos visto, de Vietnam, de ese país que en el mapa tiene forma de serpiente, de su paisaje, su población y de todo lo que se queda siempre por fuera de los estereotipos de la guerra, no sabemos casi nada. Hay que ir hasta allí para, al menos, intentar averiguarlo.

 

Lo mismo pero con Arroz

Llego a Hanói un agradable mediodía de diciembre para comprobar que incluso en un país comunista al otro lado del mundo es difícil escapar de ciertas postales. Aterrizo en un hotel boutique que bien podría estar en La Paz, Los Ángeles o Nueva Delhi, y una gran pancarta de colores Wish me a Merry Christmas mientras Jingle bells suena al fondo en el comedor del desayuno en el que sirven pancakes y huevos con salchichas.

Entonces salgo a la calle, no sin que antes el conserje del hotel me sonría con una ambigua mirada asiática como queriendo advertirme de algo –no lo hace, nunca lo hacen– y, en cambio, ese hombrecillo bajito, de ojos rasgados y gafas redondas que parece salido de las aventuras del Lotus Bleu de Tintín, me entrega un mapa con la localización exacta del hotel para que pueda desandar los pasos después de mi aventura. No lo sé todavía, pero atravesar las calles del centro de Hanói –la capital de un país con 18 millones de motos– es tan arriesgado que es casi jugarse la vida en cada esquina: lo normal es presenciar unos cuantos atropellos y yo vi un par incluso mortales, de viejecita debajo de camión y motociclista incrustado en la trasera de un bus, dejando hueco en la carrocería. Tanto es así que El Cairo, el D.F. o Bogotá me parecen ahora ciudades casi silenciosas y de tráfico ‘razonable’ si se comparan con aquel maremoto de pitidos.

No hay semáforos ni pasos de peatones –si los hay, los vietnamitas han desarrollado anteojos para no verlos– y cuando entonces supero, todavía con vida, ese primer cruce imposible, lo que me encuentro al otro lado de la calle es una réplica de Notre Dame de París construida por los franceses durante su conquista de ese país que alguna vez se conoció como la Cochinchina (para sentirse un poco en casa, seguro, como hicieron también los españoles en América levantando catedrales o los ingleses en las tierras del norte. Igual que ciertos colombianos llevan arepas de aeropuerto en aeropuerto y réplicas de las Gordas de Botero).

Avanzo un poco más y en la cuarta o quinta esquina ya sé que las calles en Vietnam no se atraviesan a) ni cuando están vacías –una moto inesperada puede surgir de cualquier sitio– y b) ni corriendo: hay que cruzar con parsimonia como si las motos no atropellaran. Son ellos quienes tienen que esquivarte a ti y no tú a ellos, como mandaría el buen sentido.

Agotada, busco un sitio para comer. Y para mi sorpresa, en el centro de Hanói sólo existen restaurantes para turistas, con menús en varios idiomas y precios equiparables a los de Nueva York o Madrid. Me habían dicho que Vietnam se podía recorrer durante un mes con un presupuesto de 300 dólares, pero no es cierto. Ese país del que me hablaron –oriental, barato, comunista de los de cartilla de racionamiento– parece haber desaparecido. Me doy cuenta de que la mayoría visten sudaderas, tenis Nike y jeans imitación Versace. ¿Qué esperaba? Mujeres y hombres campesinos con sombreritos cónicos y trajes regionales todavía recorren las calles con sus cestos al hombro –ahora también ganan dinero tomándose fotos con los turistas–, pero es evidente que pronto solo aparecerán en postales conmemorativas.

Y es que allí se las han arreglado para que al viajero le sea muy difícil escapar del recorrido turístico de ‘lo que hay que ver’, en el que te puedes encontrar con una misma pareja de mochileros rusos en la capital, en Halong o en Saigón, al norte, al centro o al sur del país, se viaje o no en tour o con guía.

Es cuando me encuentro por tercera vez con los rusos que comprendo que algo está mal. Me digo que no es posible. No he viajado siete husos horarios en el meridiano para comer omelettes al desayuno, visitar imitaciones de iglesias francesas, ver la CNN y comer rollitos primavera rodeada de occidentales en las mesas vecinas. ¿Qué hacer?

 

Ver o reconocer, he ahí la cuestión

¿Viajamos para ver o viajamos para reconocer lo que se supone que allí tenemos que encontrar?. Ese es el to be or not to be del viajero desde que del viaje se tiene noticia. Y para ver, en Vietnam como en cualquier sitio, lo urgente es salir del circuito previsto.

Entonces decido alojarme en hoteles tipo comunista de colchones duros, altavoces en las habitaciones y micrófonos no tan escondidos, y es ahí donde descubro la auténtica sopa Pho del desayuno. Ese guiso de carne, fideos y hierbas aromáticas es la primera prueba de una cocina que es una infinita combinación olorosa, colorida, picante, salsuda, jugosa. A la sopa le sigue una ensalada de papaya verde y mango al mediodía y a ésta el cangrejo con raviolis de arroz o la lubina con frijolitos de soja y hierba de limón para cenar. El problema es que, probado esto, ya sé que no me volveré a resignar con los springrolls de los restaurantes turísticos. Y me pregunto por qué Colombia no tiene una riqueza gastronómica semejante si los ingredientes son los mismos.

También renuncio a los mapas, para perderme. Ya he comprobado que el itinerario sugerido significa limitarme al distrito elegante de Hanói, en el que las embajadas y casonas coloniales no se distinguen mucho de las del barrio Samalek en El Cairo o las del Chicó bogotano. Ya se sabe: los barrios elegantes son a menudo muy parecidos. Entonces atravieso la frontera en la que las aceras se vuelven oscuras y huelen menos a perfume y más a seres humanos. La ciudad se vuelve laberíntica, de otro tiempo, hecha de callejuelas abigarradas que siguen distribuidas, como desde hace siglos, por gremios: aquí los faroleros, allí los herreros, en una esquina los fabricantes de cestas y dos cuadras más allá los comerciantes de la famosa seda indochina. Todo ello entre el esmog de miles de motos que hace que al final del día me duelan los pulmones.

Allí, en ese fragmento del gran mercado que es toda Asia, se puede comprar casi cualquier cosa, incluso una camiseta-recuerdo de Good Morning Vietnam, el programa de radio del ejército norteamericano con el que en los años sesenta se despertaban los marines de la guerra. Las balas de sus fusiles, los restos de los aviones y las municiones hoy se venden como souvenirs.

También hay lagos enormes bordeando esas calles pequeñitas, como el tranquilo Hoan Kiem, donde los hanoienses practican taichi de madrugada. Sus aguas verdes sirven de espejo a los árboles que cuelgan sobre sus orillas y de escondite a tortugas de dos metros que quizá son una leyenda urbana. En esas mismas aceras se mantiene la prisión más antigua de la ciudad, en su día conocida por los presos como el Hanói Hilton, una cárcel célebre por su dureza que hoy es un museo de horrores con esculturas grotescas a escala humana de prisioneros desfallecientes. Malher todavía suena al fondo.

Y allí, como en todo lugar conmemorativo, los comunistas han adecuado un espacio para la propaganda, donde los muertos por la causa revolucionaria ejercen de héroes nacionales. El primero de todos es Ho Chi Minh, libertador frente a los franceses, paladín frente a los gringos. Su estatua es omnipresente y al igual que todo patriota independentista –como Gandhi, Martí o Bolívar–, ha sido elevado a la categoría de santo local por esa religión que se llama nacionalismo y que como todas necesita íconos y templos para reafirmarse. Tanto que el Tío Ho (así también lo llaman) está momificado como su maestro Lenin para que peregrinen a verle locales y turistas. Y afuera de su mausoleo, de tanto en tanto, tiene lugar un cambio de guardia que parece la hermana pobre de la del palacio de Buckingham.

Vietnam es comunista, pero no ateo. El busto de Ho comparte con otros cientos de ídolos las pagodas y templos que huelen a incienso y que casi por sí mismas merecen el viaje. Un universo espiritual tan extraordinario como complejo –mezcla de budismo, caodaísmo, taoísmo y hasta cristianismo– se revela en las escenas de caballos, peces, monos, tortugas, fénix, quimeras y dragones que decoran las paredes de estos lugares de oración. Todo responde a historias que no conocemos, y nosotros, los occidentales, nos sentimos como se debe sentir un budista cuando mira cuadros de la vida de los santos en nuestras iglesias: ninguno de los dos entiende nada.

El itinerario termina en un teatro en el agua. Las figuras que he visto en los templos aparecen esta vez en forma de marionetas que recrean la vida cotidiana y rural, las fiestas religiosas y los oficios. Titiriteros con el agua hasta las rodillas manejan tras el telón los hilos de divertidas figuras de madera lacada que cuentan Vietnam mejor que los libros. Y al final de cada función, un dragón-marioneta emerge y lanza llamas por la boca, se mueve a su antojo, da saltos por el escenario y salpica al público, siendo, sin proponérselo, una metáfora de su país, emergente, altivo y consciente de su fuerza, que se sacude de las aguas estancadas del pasado y avanza sin dejar indiferente a Occidente.

 

El dragón que hace tiempo despertó

En Vietnam todavía quedan, desperdigadas por los caminos, 3 millones de minas antipersona y más de 150 mil toneladas de explosivos sin detonar. Las librerías no venden literatura sino guías de viaje, cursos de idiomas y de cocina, propaganda comunista y bestsellers olvidados por turistas en las mesas de noche de los hoteles. La prensa la maneja el Partido, sus índices de corrupción son casi los más altos del mundo y los precios se han triplicado en los últimos años.

Pero algo ha cambiado. En la recepción de un pequeño hotel en Saigón una recepcionista vietnamita se entiende en inglés con un grupo de turistas chinos, y eso ya es un síntoma. El capitalismo ha llegado y hace tiempo que no es una palabra tabú, quizá desde que Deng Xiaoping dijera que enriquecerse no era incompatible con el socialismo “a la china”, por allá por los setenta. El dinero se mide en Dongs y se intercambia por millones a pesar de lo que digan la suciedad y la aparente pobreza (sólo aparente), y muchos  vendedores, hoteleros, taxistas y conductores de cyclo (bicitaxi) estafan a turistas incautos en cada transacción con el mismo cinismo de ciertos banqueros occidentales.

En menos de 30 años de doctrina Doi Moi, la gran reforma económica implementada por el Partido Comunista en 1986 (una mezcla de capitalismo salvaje y fuerte intervención del Estado, pariente de la reforma china), Vietnam ha conseguido reducir del 58 al 3,4 por ciento los índices de miseria, lo que significa que en dos décadas 25 millones de personas salieron de la pobreza al mismo tiempo que más del 50 por ciento de su mercado laboral se colocaba fuera de la agricultura. Esta es quizá la prueba más auténtica de que lo yanqui ya es historia.

Los museos de la propaganda comunista van quedando relegados a la categoría de postales para turistas, igual que las repetidas exposiciones de fotografía de guerra que insisten en mostrar, una vez más, los arquetipos mundiales de la guerra: madre despidiendo a hijo soldado, niño que lleva recados entre las trincheras, mujer al frente de los cañones… cuando no son cuerpos descuartizados por la metralla y los bombazos, u hombres deformes, casi monstruos, como consecuencia del Agente Naranja, esa mezcla de herbicidas letal que se usó durante la guerra y que es muy parecida a la que hoy cae sobre los cultivos ilícitos en la guerra colombiana contra la droga.

Mientras tanto en Ho Chi Minh City (Saigón), de la calle Catinat del americano impasible de Grahan Greene ya no queda nada. En su lugar, en el corazón de esa ciudad-mastodonte que se extiende desde el mar de China hasta la frontera camboyana, ciudad-océano como casi todas las capitales asiáticas, se levanta una de las torres más altas del sudeste asiático, hecha con capital cien por ciento vietnamita, y las boutiques de Gucci, Louis Vuitton y Loewe abundan en el distrito principal junto a los centros comerciales de lujo en los que sólo puede comprar la nueva burguesía vietnamita –la del partido–, y ciertos turistas rusos. Y en ese mismo escenario, empresarios como el dueño de  una cadena de restaurantes de sopa -el Pho 24- están a punto de dar el salto a Norteamérica para invertir el proceso colonizador tradicional Occidente–Oriente - Norte–Sur, quizá para siempre. Ellos no tienen prisa. Cinco mil años de historia les dan una medida del tiempo que como occidentales no podemos comprender. Y el cronómetro ya se ha echado a andar.

Por eso a Vietnam hay que darle, ahora sí, los buenos días. Pero mejor ir a dárselos personalmente antes de su mediamañana, para cuando la destrucción urbanística habrá conquistado la bahía de Halong, la más hermosa del mundo, y en la que ya se ven, en algunas explanadas, grúas gigantescas que vaticinan la invasión hotelera. Para entonces contaremos por miles los turistas que, desde los juncos que atraviesan el archipiélago, darán la espalda a los desconcertantes chichones-montaña. Y en los brillantes arrozales de las tierras altas de Sapa, las etnias de las montañas serán un nuevo parque temático (si es que no lo son ya).

Este dragón indochino lleva décadas despierto, pero en Occidente seguimos viendo películas de marines en Vietnam, creyendo que la guerra con Estados Unidos fue para ellos la primera, e intentamos explicar que la batalla se perdió por.. por… cuando ellos llevan siglos enfrentándose con los chinos, los jemeres y los mongoles. Casi siempre ganando.

Seguimos sin comprender casi nada. Y los que vamos hasta allí miramos por sus ventanas sin darnos cuenta de que no somos invitados a pasar por la puerta. Nos maravillamos con sus mujeres, sus templos, su comida, sedas y artesanías, pero no comprendemos la sonrisa de aquel conserje de hotel que parecía sacado de un comic de Tintín y que antes de salir la primera mañana del hotel quería advertirnos de algo. Pero nosotros todavía no sabemos leer en sus ojos pequeñitos ni en su mueca ambigua. Y quizá no lo sepamos nunca.

No caer en tentación

“Sentados en silencio en cualquier banco de madera (…) nuestra alma parece desprenderse de todos los lazos terrenos para ver la «belleza» cara a cara” 

 

“Nadie tiene el poder de hacerle apreciar a nadie las bellas artes. No se puede hacer tragar el placer como si se tratase de una píldora" —Stendhal

 

Cuando se llega por primera vez a Florencia lo ideal es no caer en tentación. Rodeados de abundante imaginería religiosa, de cristos que descienden de la cruz, Magdalenas errantes del desierto y vírgenes con el niño en brazos, vale la pena entrar un momento en una iglesia, reposar en un banco cualquiera, cerrar los ojos y pedirle al cielo que no nos deje caer en tentación. En la tentación de querer verlo todo. Una vez hecho este ejercicio, el viajero ya puede emprender el camino. La belleza, entonces, se le irá revelando.

Casi cada piedra de la ciudad en la que nacieron Giotto y Leonardo está señalada en las guías de viaje como «punto de interés», desde la Academia hasta la Plaza de la Signoria, de Santa María Novella al monte que gobierna San Miniato. Por eso lo mejor es olvidarse de ellos. De lo contrario, es más que probable que el visitante se pierda en las prisas de ver, en la abundancia, porque como explica la escritora Mary McCarthy, “hay demasiado Renacimiento en Florencia: demasiado David, demasiada piedra rústica, demasiadas Madonnas con bambino”.

Por eso aunque lo digan las guías no hay que buscar en ningún mapa la habitación en la que Dostoievski terminó de escribir El idiota, ni el Diluvio de Ucello, ni los frescos de Ghirlandaio de la última cena. Allí buscar no es necesario. Hay tanto, y tan excelso, que con un poco de atención lo extraordinario estará ante el viajero sin que tenga que hacer ningún esfuerzo. Esfuerzo físico, está claro, porque los de la emoción y la atención son indispensables: sólo así las piedras de Florencia podrán acelerarle el pulso y no el paso, como bien le sucedió a Stendhal en la iglesia de la Santa Cruz y fue el origen al famoso síndrome. Se sabe que cuando el escritor francés del XIX entró en la Basílica de la Santa Croce sintió que se le alteraba el ritmo cardíaco, tuvo vértigo, confusión y una vez en el médico, este le diagnosticó sobredosis de belleza. A partir de entonces el curioso malestar lleva su nombre.

  

Cúpulas bajo la tormenta

En Florencia la primavera que inmortalizó Botticelli refleja la Toscana en sus mejores días de sol, pero omite la lluvia. Sin embargo, es seguro que en abril, en algún día de mayo y quizá junio, caigan sobre la ciudad goterones tan grandes que hasta se puedan ver, durante esas tormentas, peces en el aire –son peces, aunque parezcas golondrinas-. Y en la estación de Santa María Novella incluso se pasean gaviotas dispuestas a pescar aprovechando la marea alta. Pero en Italia lo bueno que tiene la lluvia es que, aparte de lavar las piedras como en cualquier otro sitio, aquí les devuelve por unos segundos su peculiar brillo original, como les pasa a los espolones cuando las olas en el mar rompen con fuerza contra ellos.

Y no sólo eso. La tormenta que pilla desprevenido al visitante lo obliga a refugiarse de prisa en alguna iglesia desconocida, de aquellas que no salen en las guías, y una vez dentro, como por los efectos de un extraño conjuro del tiempo –que en la ciudad pesa pero no pasa-, lo devuelven a una ceremonia de antaño, como esas en las que Dante buscaba a Beatriz entre la multitud. La iglesia en la que se refugia el viajero está vacía, la oscuridad sólo la rompen los pabilos de unas cuantas velas que iluminan un San Antonio que recibe limosnas, de repente suena un piano invisible con la fuerza de un réquiem a las seis de la tarde y un coro escondido ensaya al unísono cómo elevar su voz por encima de los truenos de la tempestad.

Después viene el silencio. Y con él, la luz. Un sacristán aparece para encender alguna lámpara que deja entrever un descendimiento pintado por algún famoso renacentista, y entonces se les ve: ahí están juntos Dios y la belleza, la experiencia que el viajero ha ido a buscar, esa que no viene indicada en el mapa. No sabe aún que aquella sensación mística difícilmente volverá a sentirla en otra de las grandes iglesias italianas –ni siquiera en San Pedro–, y al salir se da cuenta de que su viaje comienza. Las siete campanas de la torre del Giotto –el Campanone, La Misericordia, Apostíloca, Annunziata, Mater Dei, L’Assunta y L’Immacolata– repican y repican marcando un compás escrito en un pentagrama invisible, tan alto como si de ello dependiera que se mantuvieran en pie las grandes cúpulas florentinas. Afuera ha dejado de llover y unos pocos rayos de sol rebotan sobre las pietra forte y la pietra serena; el mármol verde, gris y rosa con su brillo recobrado. Entonces, toda Florencia podría caber en una foto.

 

Arte = religión

Pasear por la capital del Renacimiento italiano es comprender que allí arte y religión son la misma cosa. En Florencia todo se trata de la Creación, del maestro y de su obra, sea el responsable del Génesis, su único Hijo, o un apóstol; Fra Angélico o Portormo, todos ocupan idénticos pedestales. Allí no es posible distinguir entre dioses y hombres, los artistas están elevados al nivel de los santos, e incluso la multitud los mira con idéntica devoción.

Por eso de pie frente a la Pietá de Miguel Ángel –no la famosa sino otra, la que siempre está sola al final de una escalera en el museo Catedralicio, quizá su mejor Piedad y en la que dejó su autorretrato, la que pergeñó para su propia tumba- se ve a un visitante con la misma cara de asombro que pondría al ver por primera vez las dunas del desierto, un milagro o una puesta de sol, la misma que ponemos los mortales ante lo extraordinario, lo divino, lo que escapa a nuestra humana comprensión. Y ese hombre entonces siente la piedad, no es creyente y, sin embargo, se le ve persignarse.

Y así en toda Florencia. El viajero, al cruzar la galería exterior del Palacio Uffizi, comprende por qué las estatuas de Rafael, Leonardo, Galileo, y hasta la de Américo Vespucio tienen, en la ciudad, las mismas dimensiones y preponderancia que las de los profetas, los héroes y los mártires que ellos mismos esculpieron para un palacio florentino, una fuente, una plaza o la fachada de una catedral.

La escultura es la reina en esta villa toscana porque sigue siendo arte y parte –nunca mejor dicho- del escenario urbano, aún cuando muchas estén hoy en el Bargello y el Museo de las obras del Duomo protegidas del sol y de la lluvia que las atacaban, como si el cielo estuviera celoso porque en Florencia los visitantes habían dejado de mirarle, o porque el artesano había remplazado al Creador y el Hombre había pasado a ser el centro. Es por eso que desde 1300 los atardeceres sobre el ponte Vecchio compiten por ser los más bellos de Italia, como si con ello el cielo intentara recobrar su antigua atención.

Pero las estatuas siguen siendo soberanas incluso aunque la pintura reine en los salones de los museos de la ciudad, porque son ellas las que en la calle conservan las lecciones que los artistas quisieron perpetuar en el tiempo y que tienen que ver con la búsqueda de la perfección. Su arte estaba en las matemáticas, en la exacta proporción. Tanto que Vasari, el biógrafo y contemporáneo de los renacentistas, para explicar la belleza del Duomo comenzaba a recitar sus medidas.

Y es que también el perfecto David «matador de gigantes» de la Academia -ese cuya soberbia incluso es bella-, los relieves de Ghiberti en las puertas del Baptisterio que parecen hechas por una mano divina y los esclavos de Miguel Ángel que intentan liberarse de su cárcel de mármol resumen la esencia de la idea que desde Buonarroti hasta Saint Exupéry circula en el aire como concepción de la creación suprema. Saint Ex decía en Tierra de los hombres en 1938: “parece que la perfección se consigue no cuando ya no queda nada más que añadir, sino cuando no queda nada por suprimir”. Pero Miguel Ángel ya lo había dicho alrededor de 1500, “por escultura entiendo un arte que aparta la materia superflua; por pintura, un arte que obtiene sus resultados a base de añadirla” -hay que recordar que Miguel Ángel desdeñaba la pintura-. Y como también recuerda McCarthy, eso mismo, restar, es lo que hacía Sócrates con su mayéutica, interrogando al interlocutor hasta sacarle la verdad que “ya sabía, pero que no podía percibirla hasta que todo el sobrante que la rodeaba fuera apartado”.

Restar. Liberar la Idea de sus añadidos. Eso fue exactamente lo que consiguió Donatello con su Magdalena errante del desierto, al trasformar un maleable trozo de madera en una mujer raquítica y agonizante cuyo rostro es la imagen misma de la fe y el dolor. Y por eso frente a ella ese viajero que ya conoce la piedad también se estremece, guarda silencio -silencio interior, que es más que silencio porque tiene que ver con la meditación- y hasta le apetece rezar, aunque la que tiene delante para la historia oficial sea la pecadora –más a su favor-.

Mientras tanto afuera, bajo los arcos de la Loggia, otros como él, viajeros viejos, o mujeres o jóvenes, intentan comprender las etapas de la vida frente al Rapto de las Sabinas, ese único bloque de mármol en el que un escultor logró conjugar la virilidad de la juventud, la sabiduría de la vejez y la eterna sensualidad femenina.

Porque todos los grandes artistas del Renacimiento florentino consiguieron representar la Idea primera, lo que muchos han entendido por arte: la capacidad de trasmitir la belleza. Que no copiar la realidad sino expresarla, como decía Klee, haciendo visible lo invisible a través de su representación. Y entonces eso que desde Platón parecía incomunicable no lo fue para estos hombres del trecento y el quattrocento, porque es ahí justamente donde radica la diferencia entre el hombre y el genio: en su capacidad de expresar, o no, lo que tiene delante.

Por eso comprender lo que significan las piedras de Florencia sólo está al alcance de ese viajero que, después de haber visto, sabe cerrar los ojos y retroceder unos pasos. Allí se trata de algo más que la mirada. Y eso lo sabe ese que al caminar por las calles que confluyen en la cúpula perfecta de Brunelleschi se comporta como Santo Tomás, y al ir poniendo el dedo en cada una de las profundas grietas de la ciudad comienza a comprender el milagro, que la perfección era posible, que el hombre, ya para siempre, había venido a reemplazar al santo.

  

Masas y silencio

Un hombre que se encuentra a primera hora de la mañana frente a la Expulsión del paraíso pintada por Masaccio en Santa María del Carmine o en el pequeño claustro viejo del convento de San Marcos en Florencia se sorprende ante el gran silencio que domina esa ciudad en la que los turistas desembarcan por miles todos los días. Y mientras camina extasiado entre las celdas que hoy son museo y antes fueran de monjes dominicos -entre ellas en la que durmió Savonarola antes de ser quemado en la hoguera acusado de herejía- se le anuncia otro de los muchos misterios de la ciudad, como si la Anunciación que pintó Fra Angélico en una de esas paredes ya no le hablara a la virgen sino al visitante.

Ese mutismo misterioso se expande por toda Florencia, en casi todos sus sitios «turísticos», y aunque se podría suponer que la explicación radica en que en su mayoría son lugares de culto religioso, el viajero sabe de sobra que lo uno no implica lo otro. Le basta ver los carteles en museos e iglesias recordándoles a los turistas que no deben entrar sin camisa y que las fotos con flash están prohibidas mientras la mayoría no hace ningún caso. Ahí siguen paseándose con su idea de que vale más hacer la foto desenfocada y de contrabando que perder el tiempo en mirar. Van allí para retratar lo que otros ya han hecho mejor en las postales, pero ellos piensan que ya tendrán tiempo de ver Florencia cuando vuelvan a casa. Lo importante es salir en la fotografía.

Así que quizá la explicación para el silencio es tan elemental como que, con las nuevas tecnologías, los guías de excursión ya no tienen que dar voces para explicar, con su wikicultura, las historietas “Corazón, corazón” de los artistas, como esa de que a Donatello se le cayeron unos huevos que llevaba al ver un cristo tallado por Brunelleschi. Pero, ¿callan los turistas porque escuchan con atención a ese vendedor de anécdotas que los lleva como a ovejas ondeando un pañuelito delante, o simplemente porque no comprenden? De cualquier forma, si hay alguno que se entera, ese no va con el rebaño. Y es él quien percibe el silencio.

Hay en Florencia una sutil contradicción que permite comenzar a resolver el secreto: una arquitectura monumental que empequeñece a los turistas, pero no con barroquismo sino con una sobriedad llamativa que prima en toda la Toscana. Una austeridad que fue heredada de los propios artistas, hombres comunes y solitarios que más bien eran artesanos de lo esencial (la palabra artista se acuñó mucho más adelante).

Y es que ellos mismos picaban las canteras para extraer la piedra que luego modelaban, y en los talleres de los grandes maestros que los habían precedido se formaban unos a otros durante años para luego -y aquí otra contradicción- competir con Dios en monumentalidad y librar entre ellos un duelo solitario por alcanzar la perfección. Tanto, que Ucello terminó enloquecido en los vericuetos de la dolce perspectiva, la linterna del gran duomo aterrorizó a los florentinos de la época por considerar que aquello que conseguía rozar las nubes tentaba a Dios, y Miguel Ángel, al ver que era imperfecto, veteado, el mármol de carrara en el que cincelaba la Piedad para su tumba, arremetió contra ella con su propio martillo, configurando el primer acto de vandalismo de un artista contra su propia obra.

El viajero entonces se da cuenta del contrasentido: artesanos 'humildes' pero sumisos al poder y enfermos de megalomanía. Papas y reyes fueron sus mecenas, y sus creaciones pretendieron competir con la naturaleza. Leonardo quiso volar y Miguel Ángel incluso intentó -literalmente- mover montañas.

Pero de ese duelo florentino quedó nada menos que la modernidad, gracias a una época en la que la principal preocupación de los jóvenes estaba en el diálogo intelectual, en dominar un arte, incluido el del discurso para recitar a Virgilio y así seducir a las mujeres. Fue por eso que coincidieron en esa ciudad, en menos de tres siglos, el hombre que descubrió la perspectiva (Brunelleschi), el primer humanista (Petrarca), el escultor del primer desnudo del Renacimiento (Donatello), el padre de la primera obra maestra en lengua vulgar (la Divina Comedia, que luego sería origen del italiano actual), la primera ópera (Dafne, de Pieri), el primer crítico literario (Bocaccio) el padre de la ciencia política (Maquiavelo) y quien escribiera la primera crítica de arte (Alberti), entre muchas otras primeras cosas, además de Galileo por obvias razones y Vespucio que es el responsable, no por nada, del nombre de América.

Esa genialidad es la responsable del silencio florentino, uno tan desconcertante y a veces incómodo como el que sigue a la muerte de un genio, cuando el mundo entero calla porque se queda sin palabras. Un silencio que lo escucha solo ese viajero que durante el recorrido ha procurado comprender las lecciones de aquellos que conjugaron en el lienzo y en la roca «conocimiento, humanismo y cristianismo», exaltando las tres condiciones esenciales al hombre por excelencia: la verdad, el bien y la belleza. Porque como recuerda una audioguía vaticana, estos artesanos consiguieron que "la palabra de Dios se hiciera carne y viniera a habitar entre nosotros”, como ya había anunciado San Juan en el prólogo de su evangelio.

Quizá entonces el arte era Dios, y no tanto Cristo. O tal vez era en él donde había que buscar –y encontrar también- las verdades esenciales. Aún así, hasta el final de sus vidas, estos genios fueron creyentes y se enterraron, como egipcios, rodeados de monumentalidad y de belleza. Fueron humanos, después de todo. Sin embargo, gracias a ellos, en Florencia el Renacimiento no termina nunca, y el viajero se lleva de la ciudad una sensación de indiscutible autenticidad: salvo la casa de Dante -donde aparte de la cama en la que soñó sus pesadillas y el despacho en el que las escribió todo es falso- en la capital de la Toscana cada piedra está llena de Verdad, de misticismo, con la ventaja de que a ese viajero, de pie frente a Dios y al Arte, siempre le estará permitido dudar.