Literatura experimental

Leviatán

Quizá es porque casi nació en el agua. O por una ballena que pintó su abuelo en su bañera cuando era niño. Phillip Hoare tiene 57 años, vive en Southampton (Inglaterra) y planifica sus días según las mareas. Es un hombre que siente claustrofobia si pasa mucho tiempo lejos del mar y que aprendió a nadar a los 25 años. Él es el autor de un libro emocionante: Leviatán o la ballena, editado por Ático de los libros.

Las ballenas, escribe Hoare, están hechas del material de los sueños porque existen en ese otro mundo, casi alienígena, que es el océano. Y son fascinantes: siguen campos magnéticos invisibles, ven a través del sonido y escuchan a través de sus cuerpos –son capaces de escanear a su presa y ver su interior para saber si está embarazada–. Las ballenas se comunican de un extremo al otro del mundo, tan fuerte que cuando los científicos las oyeron por primera vez pensaron que se trataba de terremotos marinos. Hay estudios que demuestran que son capaces de resolver problemas, utilizar herramientas y que viven en sociedades complejas. Pueden exhibir alegría y dolor: saltan por puro placer, como niños jugando entre las olas. Tienen talentos desconocidos para nosotros y almacenan recuerdos sobre hábitats y rutas marinas que transmiten como herencia cultural a sus crías. Con ellas la ciencia intenta demostrar que la cultura no es exclusiva al hombre y que incluso desarrollan lenguajes distintos de una latitud a otra, igual que nuestros acentos.

Pero a estos seres inmensos, aerodinámicos, joyas de la ingeniería animal, los hemos matado sin piedad. La gran cantidad de aceite que tienen en su cabeza –una grasa que aún no se sabe si sirve para su flotabilidad o si es parte de su sistema sónico (como un altavoz por el que comunican su presencia y leen a sus presas)–, las convirtió en blanco de una industria global. Entre los siglos XVIII y XIX aquello fue una carnicería monstruosa en los mares del norte y el sur. Una industria tan poderosa que, de hecho, fue la primera con la que Estados Unidos se abrió al mundo y exportó su cultura e ideas. Incluso fue en Nantucket, el corazón del negocio ballenero –el equivalente hoy al petróleo– donde surgieron las primeras fortunas industriales de Norteamérica. 

No hay nombre para lo que el hombre ha hecho con estos animales, sólo porque expulsan tesoros de su cuerpo: el aceite de ballena que hace 200 años se utilizaba para hacer velas e iluminar ciudades –Londres prendió sus farolas con su aceite hasta que apareció la bombilla– todavía se usa en la industria cosmética. Su grasa es parte de la fórmula de remedios para la artritis y de motores, ceras para cuero, pinturas, barniz, detergentes y lubricantes de relojes –de los suizos al astronómico de la catedral de Estrasburgo–. En países como Japón se vende su carne para alimento humano o de mascotas. Y marcas como Yves Saint Laurent, Givenchy y Cristian Dior usan su famoso ámbar gris como pieza clave en su perfumería. Sólo hasta hace 30 años entró en vigor la moratoria que prohibía su caza indiscriminada, pero los barcos balleneros continúan su trabajo en distintos puntos del mar.

Y no sólo las cazamos sin piedad. También mueren por el ruido y los desechos: la contaminación acústica las ensordece, tragan desperdicios de plástico por error, el hueco en la capa de ozono les causa cáncer de piel y el calentamiento global afecta sus zonas de alimentación. Quedan atrapadas en redes de pesca, chocan con barcos y se varan en las costas porque hemos distorsionado su paisaje sonoro: se despistan con el ruido de los sonares submarinos y el martilleo de las plataformas petroleras. 

Todo esto lo cuenta Hoare en Leviatán, pero este libro no es, ni mucho menos, un tratado sobre ballenas. Es un ensayo experimental que recuerda Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, los ensayos viajados de Martín Caparrós o las Librerías de Jorge Carrión por su mezcla de géneros. Es autobiografía: habla de su infancia, su relación con el agua y las ballenas desde que era niño, incluso de sus días en el hospital antes de la muerte de su madre. Es divulgación científica sobre cachalotes, sus medidas, hábitos, historia y evolución. Es una oda a Moby Dick que al mismo tiempo es reseña, comentario de texto y biografía comentada de Melville. Y además, un fabuloso libro de viajes. Un texto imprescindible, misterioso. Y como siempre que se habla de ballenas, casi místico.

Publicado en el periódico El Mundo. Agosto 27 de 2015.

Jugar

Conocí en estos días a un par de hermanos que no sabían jugar Nintendo. Me llamó la atención. No sabían coger el control ni dominaban los botones para saltar, correr, ir hacia adelante o atrás. Al rato, cuando unos primos suyos llegaron con tabletas y iPhones, vi cómo estos hermanos los miraban entre envidiosos y desconcertados. Me enteré de que su mamá no los dejaba jugar con estos aparatos: defensora de los libros, tenía vetados cualquier tipo de videojuegos en su casa. 

Esa madre y esos niños me recordaron esa especie de superioridad moral que se suelen endilgar todos los que se jactan de no jugar a nada. Pues yo digo que habría que desconfiar de los que no quieren jugar –no hay ninguna superioridad en ello– y compadecer a quienes no saben hacerlo. El juego es uno de los primeros soportes de la fantasía y la imaginación. ¿Cómo, si no con nuestros primeros juguetes, conocemos la ficción y los mundos imaginarios? ¿No es jugando con nuestros pies y manos que nos descubrimos el cuerpo y más adelante, de adultos, con juegos ya menos inocentes, exploramos nuestro propio placer? Con ciertos videojuegos desarrollamos la capacidad de atención, de reacción y aprendemos a resolver problemas: todos los que hemos pasado horas frente a uno conocemos el placer que supone superar un reto después de muchos intentos y lo que es no poder irse a la cama sin habernos vencido, sobre todo, a nosotros mismos.

El juego entrena la memoria, agita la curiosidad e invita a la superación del obstáculo: siempre queremos saber qué hay en el siguiente nivel, derrotar enemigos cada vez más difíciles. De hecho, gracias a que fallamos muchas veces, fortalecemos nuestra tolerancia al fracaso.  

El hombre, además de sapiens y faber, es homo ludens, como explicó el filósofo Johan Huizinga hace más de ochenta años. Es necesario el juego para que exista la cultura y casi se puede decir que no hay una obra de arte que no sea también juego: Mallarmé y los escritores del Oulipo jugaron con las palabras para hacer gran literatura: Rayuela fue el resultado de un sofisticado juego de Cortázar, Perec jugó a esconder las letras para contar nuevas historias y Queneau elevó a la categoría de arte el juego de los ejercicios de estilo. Duchamp jugaba con urinarios y Chema Madoz lo hace hoy con objetos cotidianos para componer metáforas visuales, en un intento de recuperar su mirada de niño. 

Huizinga define el juego como un escenario en el que reina el entusiasmo, que se desarrolla dentro de ciertos límites de lugar, de tiempo y voluntad, y en el que se siguen unas reglas libremente consentidas, sin que medie una utilidad o necesidad. Así, el deporte, las actividades al aire libre como correr, el buceo, el kitesurf, el parapente y también el viaje e incluso el amor son formas que encontramos los adultos de seguir jugando. Como terrenos de creación y descubrimiento, parten también de la curiosidad, y son un marco infinito de libertad y expresión. Constituyen la posibilidad de inventarnos, de construir un personaje –como cuando niños– y de explorar otros mundos posibles. Hace poco leía que en las sociedades escandinavas se privilegia el juego y la creatividad por encima de las calificaciones numéricas hasta quinto de primaria: el ingenio por encima de la competencia. 

Me interesa el juego porque detrás suyo siempre hay una metáfora, que es el reflejo mismo de la abstracción. Y en una sociedad que sufre hoy de literalidad, que ve atrofiado su pensamiento complejo al punto de que un académico de la lengua se plantea reducir el Quijote para que lo entiendan los adolescentes –¿qué ha pasado tan grave en el camino para que un joven de hoy no entienda lo que sí un contemporáneo suyo hace 50 años?– es necesario tomarse el juego en serio. El desafío no es sólo que esos chicos que sostienen en sus manos muchas horas Ipads y Playstations puedan pasar el mismo tiempo con un libro –hay que explicarle a la mamá de esos hermanos de los que hablaba al principio que esas actividades son complementarias y no incompatibles–. Pero se trata también, en últimas, de que el juego es el que posibilita la experimentación, condición necesaria para que exista el arte, el hallazgo científico, la gran literatura. Ahí está la vía de la evocación y la sugerencia; el método para salir de las formas tradicionales y explorar otras nuevas, el camino seguro para ir de lo obvio a lo inesperado, la principal atrofia que padecemos hoy en día.