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Jugar

Conocí en estos días a un par de hermanos que no sabían jugar Nintendo. Me llamó la atención. No sabían coger el control ni dominaban los botones para saltar, correr, ir hacia adelante o atrás. Al rato, cuando unos primos suyos llegaron con tabletas y iPhones, vi cómo estos hermanos los miraban entre envidiosos y desconcertados. Me enteré de que su mamá no los dejaba jugar con estos aparatos: defensora de los libros, tenía vetados cualquier tipo de videojuegos en su casa. 

Esa madre y esos niños me recordaron esa especie de superioridad moral que se suelen endilgar todos los que se jactan de no jugar a nada. Pues yo digo que habría que desconfiar de los que no quieren jugar –no hay ninguna superioridad en ello– y compadecer a quienes no saben hacerlo. El juego es uno de los primeros soportes de la fantasía y la imaginación. ¿Cómo, si no con nuestros primeros juguetes, conocemos la ficción y los mundos imaginarios? ¿No es jugando con nuestros pies y manos que nos descubrimos el cuerpo y más adelante, de adultos, con juegos ya menos inocentes, exploramos nuestro propio placer? Con ciertos videojuegos desarrollamos la capacidad de atención, de reacción y aprendemos a resolver problemas: todos los que hemos pasado horas frente a uno conocemos el placer que supone superar un reto después de muchos intentos y lo que es no poder irse a la cama sin habernos vencido, sobre todo, a nosotros mismos.

El juego entrena la memoria, agita la curiosidad e invita a la superación del obstáculo: siempre queremos saber qué hay en el siguiente nivel, derrotar enemigos cada vez más difíciles. De hecho, gracias a que fallamos muchas veces, fortalecemos nuestra tolerancia al fracaso.  

El hombre, además de sapiens y faber, es homo ludens, como explicó el filósofo Johan Huizinga hace más de ochenta años. Es necesario el juego para que exista la cultura y casi se puede decir que no hay una obra de arte que no sea también juego: Mallarmé y los escritores del Oulipo jugaron con las palabras para hacer gran literatura: Rayuela fue el resultado de un sofisticado juego de Cortázar, Perec jugó a esconder las letras para contar nuevas historias y Queneau elevó a la categoría de arte el juego de los ejercicios de estilo. Duchamp jugaba con urinarios y Chema Madoz lo hace hoy con objetos cotidianos para componer metáforas visuales, en un intento de recuperar su mirada de niño. 

Huizinga define el juego como un escenario en el que reina el entusiasmo, que se desarrolla dentro de ciertos límites de lugar, de tiempo y voluntad, y en el que se siguen unas reglas libremente consentidas, sin que medie una utilidad o necesidad. Así, el deporte, las actividades al aire libre como correr, el buceo, el kitesurf, el parapente y también el viaje e incluso el amor son formas que encontramos los adultos de seguir jugando. Como terrenos de creación y descubrimiento, parten también de la curiosidad, y son un marco infinito de libertad y expresión. Constituyen la posibilidad de inventarnos, de construir un personaje –como cuando niños– y de explorar otros mundos posibles. Hace poco leía que en las sociedades escandinavas se privilegia el juego y la creatividad por encima de las calificaciones numéricas hasta quinto de primaria: el ingenio por encima de la competencia. 

Me interesa el juego porque detrás suyo siempre hay una metáfora, que es el reflejo mismo de la abstracción. Y en una sociedad que sufre hoy de literalidad, que ve atrofiado su pensamiento complejo al punto de que un académico de la lengua se plantea reducir el Quijote para que lo entiendan los adolescentes –¿qué ha pasado tan grave en el camino para que un joven de hoy no entienda lo que sí un contemporáneo suyo hace 50 años?– es necesario tomarse el juego en serio. El desafío no es sólo que esos chicos que sostienen en sus manos muchas horas Ipads y Playstations puedan pasar el mismo tiempo con un libro –hay que explicarle a la mamá de esos hermanos de los que hablaba al principio que esas actividades son complementarias y no incompatibles–. Pero se trata también, en últimas, de que el juego es el que posibilita la experimentación, condición necesaria para que exista el arte, el hallazgo científico, la gran literatura. Ahí está la vía de la evocación y la sugerencia; el método para salir de las formas tradicionales y explorar otras nuevas, el camino seguro para ir de lo obvio a lo inesperado, la principal atrofia que padecemos hoy en día.

Del no placer de la lectura

En tiempos de Sant Jordi y ferias del libro se habla mucho del placer de la lectura. Los expertos proponen soluciones para darle la vuelta a los precarios índices de lectura en nuestros países. Los profesores ya no saben cómo conseguir que sus alumnos ojeen siquiera los libros previstos en los planes de estudio. Los padres se preguntan qué hacer para que sus hijos lean.

Leer es importante, eso ya lo sabemos, y lo formulamos siempre con grandes palabras: que es la condición misma de la libertad porque despierta la curiosidad y la imaginación; que es un modo de estar menos solos, que la literatura nos regala un montón de mundos posibles que sólo existen gracias ella. Está claro que a una persona que haya leído a Stendhal, a Camus, a Salinas, Conrad, Zweig o a D.H. Lawrence pronto se le quedan muy pequeñas las telenovelas, los libros de autoayuda, las 50 sombras de Grey y las frasecitas resultonas que se publican por miles en las redes sociales, adornadas con tipografías infantiles y dibujitos. 

Pero, ¿qué tal si dejamos el paternalismo, de llevarnos indignados las manos a la cabeza, y empezamos la discusión por aceptar que la lectura es un hábito difícil, que requiere un entrenamiento serio, y que no es necesariamente un acto placentero? Balzac leía de pie, por ejemplo, para no perder la concentración. Hay quien se levanta de madrugada para que la rutina no les robe un mínimo de cincuenta páginas al día. Hay libros que nadie debería leer sin estar preparado, como decía Pérez Reverte este fin de semana en un periódico español, porque la lectura es peligrosa al punto de que puede hacernos perder la fe en los hombres –pensemos en los Relatos de Kolimá, de Shalámov, sin ir más lejos–. 

Por eso no se trata de obligar a los jóvenes con serie de libros que, a pesar de su valor indiscutible, pueden castrarles muy pronto el gusto por la lectura. Como decía Stendhal, nadie puede hacerle tragar a nadie las bellas artes como si se tratase de una píldora. Como sabe cualquier lector, cada libro tiene su momento, y requiere toda una preparación para entrar en él realmente.

Leer es como correr. Es un proceso que implica una necesaria inversión de tiempo, disposición y energía. Tener que leer la Divina Comedia de Dante en el bachillerato equivale a un corredor novato a quien sacan el primer día a competir en la maratón de Nueva York: lo más probable es que no vuelva a correr en su vida. Hay quien defiende los libros de autoayuda como forma de entrenar el hábito –es común escuchar eso de: “que lean así sea a Coelho, pero que lean”–. Pero eso equivale a correr en bajada. Si un atleta entrena todos los días cuesta abajo, lo más probable es que un tiempo después se haya lesionado las rodillas. Y de una lesión cuesta mucho recuperarse. Si siempre trota en bajada, cuando quiera conquistar una cuesta ya no tendrá piernas para la subida. Hay que leer de forma sistemática y con un esfuerzo específico para desarrollar ese músculo, igual que un Ironman empieza su carrera de fondista con unos pocos kilómetros al día.   

Leer suele ser, además, un acto de imitación. Ver a alguien fascinado con un libro, que se ríe a carcajadas en una playa, suspira en el vagón del metro mientras pasa las páginas o que sortea feliz el aburrimiento en unas vacaciones largas, es uno de los motores más poderosos para que alguien quiera hacer lo mismo. Por eso, a todos esos padres y profesores que se preguntan cómo hacer para que sus hijos y alumnos se entusiasmen con las letras –ah, ese depósito de frustraciones que suelen ser los hijos y los estudiantes–, hay que decirles que suele bastar con que ellos los vean leyendo, y con que en la casa exista una buena biblioteca –de libros de verdad, no colecciones regaladas por instituciones, catálogos y revistas de peluquería–. Menos diagnóstico y más ejemplo.

El que corre no lo hace para llegar físicamente a ningún lugar. Igual el lector, como sabía Flaubert, no lee como lo hacen los niños, para divertirse, ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. Lee para vivir.