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Leer, para qué

Hace un par de días que terminó la Fiesta del Libro y la Cultura. Las cifras oficiales hablan de 420.000 visitantes, 350 invitados, 10 ediciones, 90 expositores, 240 talleres diarios y 110 lanzamientos de libros. No tengo la cifra del número de ejemplares vendidos. Pero tampoco tiene demasiada importancia: la feria se trata sobre todo de acercar a los lectores a nuestros autores conocidos y presentarnos otras voces, despertar la curiosidad sobre las novedades editoriales y recordarnos también las deudas, esos clásicos que siempre están ahí haciéndonos ojitos y hasta levantando la ceja con algo de reproche porque siguen engrosando nuestra lista de lecturas pendientes.

Nunca dejo de ir a una a feria del libro si tengo oportunidad. He celebrado con ganas Saint Jordi por las calles en Barcelona, paseado entre casetas por el Parque del Retiro en Madrid saludando amigos que firman ejemplares y siempre he salido de Corferias cargada de novedades para mi biblioteca. Este año no pude estar en la de Medellín, pero recuerdo con entusiasmo el año pasado cuando me encontraba a mis alumnos de periodismo por los corredores del Jardín Botánico con libros entre las manos o entre el público de algún conservatorio.

Y me acuerdo también de la pregunta que me hacían todos insistentemente, en la feria pero también en el salón de clase, cada que citaba a alguno de mis autores favoritos y les repetía eso de que “hay que amoblar la cabeza”: así como uno decide qué muebles pone en su casa y en qué sofás sienta a sus invitados, del mismo modo hay que elegir con cuidado el conocimiento que almacenamos, todas esas lecturas que terminan por engrosar nuestro repertorio y definir cómo y en qué pensamos. Y lo que somos.

La pregunta parece muy sencilla para alguien que, en teoría, ha leído mucho: ¿qué libros nos recomienda, profe? Pero la respuesta me resulta complejísima. De hecho, soy muy mala para recomendar libros: he terminado por comprender que cada lectura tiene un momento y un lugar, y ninguna, por clásica u obra maestra que sea, le dice lo mismo a todo el mundo, ni siquiera a uno mismo, porque depende siempre del momento vital en el que la abordamos.

Tengo además la sensación de que hoy se lee más que nunca, pero también peor que nunca. Cada vez es más escaso un lector como Montaigne, que se empeñaba en leer precisamente sobre aquello que no conocía –“si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella mi discernimiento”, decía– o como Francis Bacon o Samuel Johnson, que no leían “ni para contradecir ni para impugnar, ni para creer o dar sentido, ni para hallar tema de conversación, sino para sopesar y reflexionar”. Cada vez son más los que se sienten lectores por el número de enlaces que siguen al día, y resulta difícil encontrar, en un círculo “no intelectual”, encontrarte con un amigo que te hable de literatura. Ojo, de literatura, que no de libros. De libros habla todo el mundo. Y sucede que son dos cosas distintas. Porque en formato libro vienen empaquetadas todo tipo de cosas, desde recetas de cocina hasta manuales de marketing digital, cómo hacer los mejores jugos verdes o la tradicional autoayuda.

Y entonces pienso que el consejo que me pedían mis alumnos y ahora sé que la respuesta no tiene que ver con títulos, sino más bien con esa categoría magnífica que es la literatura y que incluye la mejor poesía, el gran teatro, los buenos cuentos y novelas y el gran periodismo narrativo. De Hemingway a Shakespeare, de Stendhal a Borges, de Dostoyevski a Cervantes, pero también de Karen Blixen a Milan Kundera, de Jonathan Franzen a Karl Ove Knausgård, de Martha Gellhorn a Martín Caparrós y Emnanuel Carrère, lo que todos esos autores nos regalan es una posibilidad única: la de conocer a fondo al ser humano con sus luces y sombras. Entendernos mejor a nosotros mismos. Entender algo. Y porque como todo arte, es el camino más corto entre eso que no sabemos muy bien qué es y que llamamos “alma”. Eso que nos explica un poco mejor aquello que nos emociona, nos hace vibrar, nos pone los pelos de punta o nos saca lágrimas.

En palabras de Harold Bloom: “leer porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas. Leer para desarrollar la propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que se comparte con personajes, con historias y sentimientos en ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en fin, por el simple y egoísta placer de la lectura”.

Del no placer de la lectura

En tiempos de Sant Jordi y ferias del libro se habla mucho del placer de la lectura. Los expertos proponen soluciones para darle la vuelta a los precarios índices de lectura en nuestros países. Los profesores ya no saben cómo conseguir que sus alumnos ojeen siquiera los libros previstos en los planes de estudio. Los padres se preguntan qué hacer para que sus hijos lean.

Leer es importante, eso ya lo sabemos, y lo formulamos siempre con grandes palabras: que es la condición misma de la libertad porque despierta la curiosidad y la imaginación; que es un modo de estar menos solos, que la literatura nos regala un montón de mundos posibles que sólo existen gracias ella. Está claro que a una persona que haya leído a Stendhal, a Camus, a Salinas, Conrad, Zweig o a D.H. Lawrence pronto se le quedan muy pequeñas las telenovelas, los libros de autoayuda, las 50 sombras de Grey y las frasecitas resultonas que se publican por miles en las redes sociales, adornadas con tipografías infantiles y dibujitos. 

Pero, ¿qué tal si dejamos el paternalismo, de llevarnos indignados las manos a la cabeza, y empezamos la discusión por aceptar que la lectura es un hábito difícil, que requiere un entrenamiento serio, y que no es necesariamente un acto placentero? Balzac leía de pie, por ejemplo, para no perder la concentración. Hay quien se levanta de madrugada para que la rutina no les robe un mínimo de cincuenta páginas al día. Hay libros que nadie debería leer sin estar preparado, como decía Pérez Reverte este fin de semana en un periódico español, porque la lectura es peligrosa al punto de que puede hacernos perder la fe en los hombres –pensemos en los Relatos de Kolimá, de Shalámov, sin ir más lejos–. 

Por eso no se trata de obligar a los jóvenes con serie de libros que, a pesar de su valor indiscutible, pueden castrarles muy pronto el gusto por la lectura. Como decía Stendhal, nadie puede hacerle tragar a nadie las bellas artes como si se tratase de una píldora. Como sabe cualquier lector, cada libro tiene su momento, y requiere toda una preparación para entrar en él realmente.

Leer es como correr. Es un proceso que implica una necesaria inversión de tiempo, disposición y energía. Tener que leer la Divina Comedia de Dante en el bachillerato equivale a un corredor novato a quien sacan el primer día a competir en la maratón de Nueva York: lo más probable es que no vuelva a correr en su vida. Hay quien defiende los libros de autoayuda como forma de entrenar el hábito –es común escuchar eso de: “que lean así sea a Coelho, pero que lean”–. Pero eso equivale a correr en bajada. Si un atleta entrena todos los días cuesta abajo, lo más probable es que un tiempo después se haya lesionado las rodillas. Y de una lesión cuesta mucho recuperarse. Si siempre trota en bajada, cuando quiera conquistar una cuesta ya no tendrá piernas para la subida. Hay que leer de forma sistemática y con un esfuerzo específico para desarrollar ese músculo, igual que un Ironman empieza su carrera de fondista con unos pocos kilómetros al día.   

Leer suele ser, además, un acto de imitación. Ver a alguien fascinado con un libro, que se ríe a carcajadas en una playa, suspira en el vagón del metro mientras pasa las páginas o que sortea feliz el aburrimiento en unas vacaciones largas, es uno de los motores más poderosos para que alguien quiera hacer lo mismo. Por eso, a todos esos padres y profesores que se preguntan cómo hacer para que sus hijos y alumnos se entusiasmen con las letras –ah, ese depósito de frustraciones que suelen ser los hijos y los estudiantes–, hay que decirles que suele bastar con que ellos los vean leyendo, y con que en la casa exista una buena biblioteca –de libros de verdad, no colecciones regaladas por instituciones, catálogos y revistas de peluquería–. Menos diagnóstico y más ejemplo.

El que corre no lo hace para llegar físicamente a ningún lugar. Igual el lector, como sabía Flaubert, no lee como lo hacen los niños, para divertirse, ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. Lee para vivir.