Samuel Johnson

Leer, para qué

Hace un par de días que terminó la Fiesta del Libro y la Cultura. Las cifras oficiales hablan de 420.000 visitantes, 350 invitados, 10 ediciones, 90 expositores, 240 talleres diarios y 110 lanzamientos de libros. No tengo la cifra del número de ejemplares vendidos. Pero tampoco tiene demasiada importancia: la feria se trata sobre todo de acercar a los lectores a nuestros autores conocidos y presentarnos otras voces, despertar la curiosidad sobre las novedades editoriales y recordarnos también las deudas, esos clásicos que siempre están ahí haciéndonos ojitos y hasta levantando la ceja con algo de reproche porque siguen engrosando nuestra lista de lecturas pendientes.

Nunca dejo de ir a una a feria del libro si tengo oportunidad. He celebrado con ganas Saint Jordi por las calles en Barcelona, paseado entre casetas por el Parque del Retiro en Madrid saludando amigos que firman ejemplares y siempre he salido de Corferias cargada de novedades para mi biblioteca. Este año no pude estar en la de Medellín, pero recuerdo con entusiasmo el año pasado cuando me encontraba a mis alumnos de periodismo por los corredores del Jardín Botánico con libros entre las manos o entre el público de algún conservatorio.

Y me acuerdo también de la pregunta que me hacían todos insistentemente, en la feria pero también en el salón de clase, cada que citaba a alguno de mis autores favoritos y les repetía eso de que “hay que amoblar la cabeza”: así como uno decide qué muebles pone en su casa y en qué sofás sienta a sus invitados, del mismo modo hay que elegir con cuidado el conocimiento que almacenamos, todas esas lecturas que terminan por engrosar nuestro repertorio y definir cómo y en qué pensamos. Y lo que somos.

La pregunta parece muy sencilla para alguien que, en teoría, ha leído mucho: ¿qué libros nos recomienda, profe? Pero la respuesta me resulta complejísima. De hecho, soy muy mala para recomendar libros: he terminado por comprender que cada lectura tiene un momento y un lugar, y ninguna, por clásica u obra maestra que sea, le dice lo mismo a todo el mundo, ni siquiera a uno mismo, porque depende siempre del momento vital en el que la abordamos.

Tengo además la sensación de que hoy se lee más que nunca, pero también peor que nunca. Cada vez es más escaso un lector como Montaigne, que se empeñaba en leer precisamente sobre aquello que no conocía –“si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella mi discernimiento”, decía– o como Francis Bacon o Samuel Johnson, que no leían “ni para contradecir ni para impugnar, ni para creer o dar sentido, ni para hallar tema de conversación, sino para sopesar y reflexionar”. Cada vez son más los que se sienten lectores por el número de enlaces que siguen al día, y resulta difícil encontrar, en un círculo “no intelectual”, encontrarte con un amigo que te hable de literatura. Ojo, de literatura, que no de libros. De libros habla todo el mundo. Y sucede que son dos cosas distintas. Porque en formato libro vienen empaquetadas todo tipo de cosas, desde recetas de cocina hasta manuales de marketing digital, cómo hacer los mejores jugos verdes o la tradicional autoayuda.

Y entonces pienso que el consejo que me pedían mis alumnos y ahora sé que la respuesta no tiene que ver con títulos, sino más bien con esa categoría magnífica que es la literatura y que incluye la mejor poesía, el gran teatro, los buenos cuentos y novelas y el gran periodismo narrativo. De Hemingway a Shakespeare, de Stendhal a Borges, de Dostoyevski a Cervantes, pero también de Karen Blixen a Milan Kundera, de Jonathan Franzen a Karl Ove Knausgård, de Martha Gellhorn a Martín Caparrós y Emnanuel Carrère, lo que todos esos autores nos regalan es una posibilidad única: la de conocer a fondo al ser humano con sus luces y sombras. Entendernos mejor a nosotros mismos. Entender algo. Y porque como todo arte, es el camino más corto entre eso que no sabemos muy bien qué es y que llamamos “alma”. Eso que nos explica un poco mejor aquello que nos emociona, nos hace vibrar, nos pone los pelos de punta o nos saca lágrimas.

En palabras de Harold Bloom: “leer porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas. Leer para desarrollar la propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que se comparte con personajes, con historias y sentimientos en ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en fin, por el simple y egoísta placer de la lectura”.