Pintores

Van Gogh desconocido: el arte contra la locura

43 autorretratos, mÁS de 900 cuadros, 1.600 dibujos y cerca de 800 cartas componen la vida del pintor holandÉS mÁs famoso.

Publicado en el periódico El Colombiano. Agosto 19 de 2018. Descargar PDF

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Quería ser pastor. Un pastor de hombres. En Londres, con 20 años, trabajaba como comerciante de arte y vivía solo, aislado, leyendo libros religiosos. Pero muy pronto perdió interés por su trabajo y dejó las galerías para ir donde aquellos que necesitaban la luz. Se hizo asistente de un predicador. Leía la biblia sin descanso y llegó a pronunciar un sermón. Como su padre, quiso ser teólogo, salvador de almas, visionario entre desvalidos, pobres y prostitutas. “Cuando me encontraba en el púlpito, me sentía como quien desde una oscura cueva vuelve a salir a plena luz. Desde ahora, predicaré el Evangelio por todo el mundo”, escribió en 1876.

Entonces volvió a su tierra, a Holanda. Intentó matricularse en la escuela metodista, pero fue rechazado: no sabía latín ni griego, le costaba hablar en público y su fe rozaba el fanatismo. “Pero no te deshaces de Van Gogh tan fácilmente”, dice Simon Schama, historiador británico del arte: “decide que se va a dedicar a pintar, que va a predicar a través de la pintura. Tiene casi 30 años, nunca ha cogido los pinceles ni tiene ningún entrenamiento formal. Pero no le importa”. El arte va ocupar el papel que no le dio la iglesia: le ofrecerá consuelo y, de algún modo, lo salvará.

La paleta oscura

En París Van Gogh había conocido la pintura de Jean François Millet, célebre por sus retratos realistas de hombres del campo, en tonalidades oscuras. Cuando los vio por primera vez, fue tal su emoción que le escribió a su hermano: “Cuando entré en la sala donde estaban expuestos, sentí algo como: descálzate porque el suelo que pisas es sagrado”.

La segunda mitad del siglo XIX fue el tiempo de la Revolución Industrial, de las primeras migraciones del campo a la ciudad, de Germinal, la novela social, las primeras huelgas, el naturalismo. Y Van Gogh quiso retratar todo eso. Se dedicó a copiar a Millet –La siesta, El Ángelus, El Sembrador– y durante casi 4 años, autodidacta, esbozó escenas y retratos de hombres trabajando: mineros, tejedores, recolectores. Entre el pesimismo y un realismo dignificador, quería ser un pintor de campesinos –que hasta entonces no hacían parte del arte, eran folclor–. Los miraba con nobleza, mientras la industrialización llegaba arrolladora y ellos tenían pocas posibilidades de salir de su condición.

Entonces, su paleta era oscura. Heredero de los artistas del norte de los Países Bajos –de Rembrandt, sobre todo, maestro del claroscuro y los tonos marrones– Van Gogh empieza su carrera con la misma gama de colores terrosos, para retratar, de un modo auténtico, la dignidad de esos hombres. No idealiza su vida. Es severo, dramático, oscuro, como Caravaggio. Se identifica con esos que pinta, incluso se viste como un campesino. Y después de casi 250 dibujos de trabajadores, llega su primera obra maestra, Los comedores de papas, un cuadro que retrata a esos que “han trabajado la tierra, comen el alimento que ellos mismos han cultivado y que meten las manos en el plato. Una pintura de aldeanos que huele a grasa, a humo, al olor de las patatas”, según su propia descripción. Ese cuadro marcará el final de su etapa religiosa y rural. También morirá su padre, y tras salir de la atmósfera calvinista decide ir a Francia, donde todo cambiará.

Y se hizo la luz

Vincent había abandonado su trabajo como comerciante de arte para dedicarse a predicar, pero su hermano seguía trabajando en París. Y Van Gogh, que había oído por él de los impresionistas que triunfaban allí con sus manchas de luz y color, quiso ir a verlos.

Se instaló con Theo en Montmartre y se hizo amigo de Toulouse-Lautrec, Gauguin, Seurat, Signac, Pissarro, Cézanne. Miró sus cuadros y se sintió obsoleto, pasado de moda. Y su pintura, con ayuda de sus amigos impresionistas, se empezó a iluminar. Descubrió la pincelada rápida, el empaste, el puntillismo. Conoció el color y se hizo adicto: todo empezó a ser puntos, juegos de luz. Coleccionaba y copiaba estampas japonesas –de moda desde la Exposición Universal de Londres de 1862– y estudiaba la teoría de los colores complementarios, con la que se obsesionó: experimentaba con las posibilidades expresivas del color, combinando en bolas de lana hilos azules, rojos, naranjas, verdes, rojos y amarillos, entre otras cosas para no gastar sus pinturas, que eran carísimas.

Pero en ese ambiente de bohemia, algo le faltaba. “Como aprendiz de impresionista, hace lo que tenía que hacer. Se iba a las orillas del Sena a capturar la luz. Un día se parece a Pisarro, otro a Seurat, el puntillista, otro a Renoir. Pero, de algún modo, todo eso le parecía decorativo y naif, sentía que se ocultaba al hombre detrás de tanta luminosidad. Su versión de la naturaleza era más terrena, más cruda”, explica Schama. Y además seguía sin vender. Entonces empiezan las crisis. Y en busca de una vida más tranquila, casi monástica, se va al sur.

Pintar como salvación

Van Gogh llegó a Arlés, al sur de Francia, en febrero de 1888. Buscaba paz y soñaba con fundar una comunidad de artistas para convivir y cocrear. Así nace la idea de la Casa Amarilla, a la que invita a sus amigos de París, pero al llamado sólo acude Gauguin. Fue un tiempo prolífico: pintaba compulsivamente al aire libre, recreó nuevamente a Millet –esta vez en colores vivos–, retrataba al cartero del pueblo y a su familia, a campesinos y gitanos que acudían a la vendimia, e hizo su serie famosa de los 5 jarrones con girasoles, destinada a decorar las paredes blancas de la habitación de su amigo. Fue el tiempo de la primera Noche estrellada, una etapa de explosión creativa. Y firmaba sus cuadros como Vincent: son muy pocos los artistas que conocemos por su primer nombre (Miguel Ángel, Rafael, Donatello) y él quería inscribirse en esa tradición.

Pero vino el episodio de la oreja cortada. El Doctor Félix Rey, quien lo trató en el hospital, le diagnosticó una forma de epilepsia causada, en parte, por beber mucho café, alcohol y muy poca comida. Cuando vuelve a casa, Gauguin se ha ido. Los ataques empiezan a multiplicarse, sufre de delirio de persecución y al poco tiempo decide que se internará voluntariamente en el hospital mental de Saint-Rémy de Provence, un antiguo monasterio, a 30 kilómetros de Arlés.

Allí vuelve a imitar a sus maestros, ahora sus escenas religiosas, que en medio del sufrimiento, lo consolaban. Entre ellas, es famosa su recreación de La resurrección de Lázaro, de Rembrandt, cómo si él mismo esperara un renacimiento. El arte como forma de salvación. “Intento recuperarme. Lo estoy intentando”, le escribe a Theo, pero sabía, en el fondo, que no podía ganar. Cada vez más débil, esperaba las embestidas. “Siento mi vida atacada en su raíz”, dice en otra carta. Pocos días después, el 29 de julio de 1890, vino el suicidio, justo cuando su vida empezaba a ser reivindicada. Su hermano había vendido por fin un cuadro suyo, El viñedo rojo, y en el Salón de los Independientes de París exponía diez obras. Sucumbió en la batalla del arte contra la locura.

Pero hay derrotas que son momentáneas. Hoy se le reconoce como padre de las vanguardias y varios ismos del siglo XX –de Kokoschka, De Kooning, Hodgkin, Rothko o Jackson Pollock–. Todos los días crecen las filas para verle en los museos que le exhiben, su imagen se estampa en bolsos, lapiceros, libretas y reproducciones de todo tipo –la más reciente en tenis de una conocida marca de zapatos– y es protagonista de documentales, películas animadas, videoarte y exposiciones interactivas. Ese es el poder del arte: lo imperecedero contra lo efímero, el triunfo sobre la mortalidad.

El misterio de la oreja cortada

Gauguin no llevaba ni dos meses en la casa amarilla y las discusiones entre ambos se multiplicaban. Van Gogh estaba sufriendo. Era epiléptico y sufría de depresiones. Y estaba frustrado porque aún nadie compraba sus pinturas. Posiblemente bipolar y con trastorno obsesivo compulsivo, cambiaba de estado de ánimo todo el tiempo. Nadie puede saber realmente qué sucedió la noche del 23 de diciembre de 1888. Gauguin fue el único testigo y declaró que Van Gogh lo había amenazado con una navaja. A la mañana siguiente, la policía encontró a Van Gogh inconsciente. Cuando sale del hospital, Gauguin ya no está, y él, melancólico, pinta sus famosos autorretratos con la oreja rota.

Remolinos como lucidez

Van Gogh llegó lúcido al psiquiátrico de San-Rémy. Él mismo explicó su diagnóstico. En una de las habitaciones instaló su taller y empezó a referirse a la pintura como “el pararrayos para mi enfermedad”. Los pinceles lo mantenían tranquilo entre ataques. Al pintar sintió que podía evitar volverse loco. Entonces aparecen los característicos remolinos en sus cuadros: torbellinos en los cielos, estrellas que brillan en círculo, tallos torcidos, cipreses. “Su enfermedad era destructora pero también madre de sus obras”, dice Simon Schama: “Esos remolinos no son síntoma de locura sino lo opuesto: su batalla contra la desintegración. Son salvajes, pero también la muestra de un hombre en total control de sus facultades pictóricas. Tenía los pies en la tierra más que nunca”.