Periodismo

El Bosco, 500 años de metáforas y enigmas

El Jardín de las Delicias del pintor flamenco hace parte de las joyas de la colección del Museo del Prado que este año celebra sus 200 años. ¿Qué hace esta obra una de las más famosas del mundo?

Publicado el 23 de diciembre de 2018 en El Colombiano.

El Jardín, como toda la obra del Bosco, está lleno de sátira y simbolismo. Sus temas son los excesos de la conducta humana –gentes sin dios ni ley, entregadas a los placeres–, el pecado y los castigos por venir.

El Jardín, como toda la obra del Bosco, está lleno de sátira y simbolismo. Sus temas son los excesos de la conducta humana –gentes sin dios ni ley, entregadas a los placeres–, el pecado y los castigos por venir.

Pintaba al mismo tiempo que Da Vinci y Miguel Ángel. Pero en un mundo artístico dominado por la perspectiva matemática, el estudio anatómico del cuerpo y la tradición clásica, el pintor de una pequeña ciudad holandesa podría haber pasado desapercibido.

Para finales del siglo XV, el Renacimiento florecía en Europa, sobre todo en Italia. El humanismo, la razón y la ciencia empezaban a desplazar a la superstición. Pero en el Norte, el espíritu de la Edad Media aún dominaba la vida. La Parusía –el advenimiento glorioso de Jesús al final de los tiempos– y el Apocalipsis, eran el tema de las predicaciones. Todo debía ser interpretado como un signo de Dios o del diablo. Y en ese mundo entendido como campo de batalla entre el bien y el mal –carne-alma, muerte-vida, día-noche, infierno-paraíso– un pintor decidió no calcar la naturaleza sino retratar los miedos, las locuras, los pecados. Quería advertir sobre ellos. Y de una mezcla entre pensamiento religioso y folclor de la época nació una obra que no dejaría a nadie indiferente, firmada por Jheronimus van Aken, El Bosco.

 Una vida desconocida

A diferencia de Durero y Leonardo, que escribieron diarios, cartas y libretas, El Bosco no dejó nada escrito. Lo que se conoce de su vida y su actividad artística se ha recogido de escuetas referencias en los archivos de s’Hertogenbosch –la ciudad donde nació, en la frontera con Bélgica– y de los libros de la Hermandad de Nuestra Señora, a la que pertenecía. Esos registros no aportan casi ningún dato, ni siquiera la fecha de su nacimiento. Solo dan a entender que era pudiente y culto, que se casó con la hija de un comerciante rico –lo que le facilitó el ascenso social y le dio libertad creativa, para no depender de encargos– y que tenía dos hermanos y una hermana: el mayor era pintor, como su padre, y a su muerte sólo el primogénito podía usar el apellido familiar, Van Aken. Por eso Jheronimus, para diferenciarse, latinizó su nombre y tomó el de su pueblo, Den Bosch, como distintivo.

Se formó en el taller de su familia. Así como Leonardo fue al taller de Andrea Verrocchio –pintores y escultores comenzaban sus carreras como aprendices de otros maestros– el Bosco lo hizo con sus parientes. Se sabe que pasó por Venecia y que volvió luego a su ciudad, donde trabajó hasta su muerte el 9 de agosto de 1516, como se lee en el libro de los hermanos fallecidos de la cofradía. Allí, en una línea, aparece el apelativo de “pintor insigne”.

Al Bosco se le pueden atribuir con certeza apenas una treintena de cuadros y 21 dibujos. Sin embargo, resulta difícil determinar con precisión la cronología de esas pinturas. Ninguna tiene fecha y muchas están deterioradas. Y eso, sumado al misterio de su vida, complica su interpretación.

Un  hombre medieval

Para el año 1500, Europa estaba lista para dejar atrás la Edad Media. Aún así, intelectuales y artistas continuaban basando su trabajo en la Biblia y el libro de la naturaleza, ambos creados por Dios. “Las palabras eran los seres, los animales, las plantas, los hombres. Todo tenía la huella del creador”, explica el historiador francés Jacques Le Goff.

En esa lectura, los animales se clasificaban como buenos y malos: el ganado, positivo: el cordero, el caballo, el buey. El pez, símbolo de Cristo. Los carnívoros, roedores, insectos y reptiles, malos en general. También la lechuza, compañera de los pecadores en el purgatorio: “Sus casas serán habitadas por tristes criaturas y las lechuzas harán allí sus nidos”. El búho, además, atrae a sus presas con un señuelo, hasta atraparlas, y ese comportamiento se leía como metáfora del demonio que atrae a los hombres con cantos de sirena. Los pájaros eran símbolos del alma.

Gonzalo Soto, medievalista colombiano, explica que ese pensamiento favoreció los teratomorfismos, criaturas fantásticas o monstruosas producto del cruce entre distintos seres, que a su vez representaban vicios y virtudes. Las sirenas, por ejemplo, mezcla de pez y mujer, se usaban como símbolo de la lujuria, el deseo y el pecado carnal.

A esos bestiarios medievales se sumaban las representaciones de los pecados capitales en columnas, gárgolas, frescos, miniaturas, márgenes de los manuscritos iluminados y las misericordias de los coros de las iglesias. La lujuria, la blasfemia, la avaricia, la calumnia, la ira, la pereza y la gula eran tema recurrente y favorito.

Por eso no es posible entender al Bosco sin ese contexto, el de una sociedad que organizaba todas sus creencias alrededor del cielo y el infierno, la esperanza de la salvación y el miedo a la condena. La muerte era cotidiana. La peste, corriente. No había medicinas ni especialistas. La expectativa de vida era de 35 años. Y algo tan simple como el sarampión podía ser mortal. Por eso morir no era el problema, sino el infierno, que los hombres medievales entendían como un lugar físico, de sufrimiento corporal y eterno, al que debían temer. Y todo eso fue lo que El Bosco pintó sobre tablas de madera: infiernos, paraísos, purgatorios (la iglesia había ideado este lugar intermedio alrededor del siglo XII), santos, pecadores y animales como símbolos.

En su obra nada es fortuito. Y cada detalle tiene su interpretación. Pero más que espiritual, todo es alegórico. El problema es que esos símbolos, que sus contemporáneos entendían con facilidad, se basan en una retórica que se aleja de la tradición moderna, como explica Alejandro Vergara, jefe de conservación de pintura del Museo del Prado. Ahí radica nuestra dificultad para entenderle: carecemos del “ojo de la época” y ya no podemos leer sus imágenes como lo haría un hombre de su tiempo: “hemos vivido desde el siglo XIX en una cultura que se interesa más por la forma que por el contenido y que se ha olvidado de la profunda verdad que hay en los mitos, que lo fabuloso es también real”. 

El jardín más famoso

El Bosco no contaba con demasiadas fórmulas ni esquemas para representar los temas que le interesaban, pero aunque las hubiera tenido, no las hubiera empleado. “Del espíritu mezquino es propio emplear solo estereotipos y nunca ideas propias”, escribió en uno de sus dibujos, y eso ayuda a explicar la originalidad de toda su obra.

Pero además de poner en marcha su genio creativo para inventar monstruos, pájaros antropomorfos o demonios de todo tipo, se preocupó por dominar la representación del paisaje –un rasgo típico de la pintura flamenca–, así como por dominar el oleo y especializarse en los detalles, razón por la que pintaba con lupa y pinceles finísimos. “El Bosco dibuja como pintor y pinta como dibujante”, dice Pilar Silva, curadora del Museo del Prado, y sus dibujos demuestran que no dejaba nada al azar.

Por eso la cima de su obra está en El jardín de las delicias, ese tríptico misterioso que recoge todos sus temas recurrentes y preocupaciones. En el Jardín hay ironía, sátira, pecado. El mal es feo y el bien es bello en la Edad Media, y así los pinta El Bosco. Mezcla historia sagrada con imaginación, su conocimiento de la literatura y la cultura popular. Deja claro que es un gran observador y estudioso de la naturaleza, como Durero o Leonardo, y eso se ve en cada animal, cada flor y fruto, cada figura: en el cuadro hay, por ejemplo, más de 10 especies de pájaros identificables. Y no solo recurre a la iconografía conocida, sino que inventa una propia –no hay que olvidar que mientras él pinta su jardín en el Norte, Miguel Ángel decora la Capilla Sixtina–.

El Jardín de las Delicias “es algo casi teatral”, dice Ludovico Einaudi, compositor italiano, un espectáculo que comienza cuando se corre el telón que es la grisalla –la parte exterior del cuadro cuando está cerrado el tríptico–. Entonces comienza la función. “Y se hizo la luz”, parece que dice el cuadro cuando se abre y la escala de grises da paso al colorido y la exuberancia exterior.

El Bosco se preocupó por representar los pecados en todas sus obras, pero aquí se concentró en la lujuria. El búho y los bichos que salen del agua de la fuente del panel izquierdo indican que algo no está bien en el paraíso. Luego tiene lugar la caída del hombre –que pintó varias veces antes– y en el centro está el pecado y no la imagen del santo, como era tradición.

Es una pintura narrativa, que cuenta historias. Casi cinematográfica, porque los trípticos siempre tienen esa característica: narraciones organizadas que se leen de izquierda a derecha. Y también “como un comic”, según Max, caricaturista. A veces incluso humorística. Sus pecadores causan más gracia que miedo. El humor prevalece sobre el horror.

Una de las curiosidades del cuadro es que hay demasiadas inversiones: pájaros en el agua, peces en el aire, hombres al revés, malabares y equilibrios. Los pájaros son más grandes que los hombres, las frutas son gigantes. Hay un cambio de escala: el mundo está al revés. Las cosas no son como deberían ser. Los hombres sobre bestias indican que la pérdida del juicio. Y en una especie de piscina central solo hay mujeres, como una discoteca moderna, con hombres alrededor como en trencito.

Hay tantos frutos rojos –alusivos al pecado– que el cuadro se conoció primero como el Cuadro de las fresas o del madroño. También como el Cuadro de la variedad del mundo. Representan el carácter efímero de los placeres. Y como ha dicho el artista Michel Barceló, cada fruta roja parece el boleto al averno. Las conchas son símbolo de lo venéreo y de Venus, diosa de la belleza y del deleite sexual. La presencia del unicornio responde a los bestiarios medievales que hacían parte del imaginario de la época, así como el hecho de que sea un jardín, un tema también muy popular entonces: los jardines eran el escenario del amor cortés y del encuentro de los amantes, con significado muy positivo.  

Muchas capas de significado

Pero con El Bosco se necesita siempre una segunda mirada. Retiene mucho tiempo al espectador frente al cuadro y mientras más se mira, las capas de lectura se multiplican. Su genio radicó en que nunca se había visto nada parecido. Ningún artista había representado así el infierno, el pecado y la condena, y muy pocos lo han hecho después. Por eso el impacto que producen esas escenas no ha desaparecido.

Como toda su obra, El Jardín es un cuadro polisémico, divertido, bufonesco, entretenido, moralizante. Fue un encargo de Engelbert II de Nassau, tutor de Enrique III y Felipe el Hermoso, para la educación de los jóvenes y su entretenimiento. Entonces era común el debate sobre el amor, el comportamiento cortesano, los placeres, pecados, vicios y virtudes. Discutir de temas importantes era algo serio. Luego, en 1591, Felipe II lo compró para llevarlo al Escorial, a sus habitaciones privadas. Era un hombre muy devoto y pensaba que del cuadro, que lo acompañó hasta su lecho de muerte, podían extraerse innumerables lecciones. Fue él quien le aconsejó a sus herederos cuidar ese legado y por eso hoy es parte del Patrimonio Nacional Español.

Es un tríptico tan aleccionador que todos los pecados están presentes y tienen su castigo. El Bosco pintó de rosa lo sagrado, como ya había hecho antes, y azul lo terreno. Pero como explica Reinert Falkenburg, uno de los mayores especialistas en la obra de El Bosco, él nos enseñó que no hay quedarse en las apariencias. Es una obra en la que es fundamental que el espectador se involucre y aporte su interpretación. Ahí radica el placer que sigue generando, en que nunca se descifra del todo. El juego que el pintor propuso no termina. El misterio permanece. Es un cuadro de mil historias. Un cuadro universo. En la línea de la multiplicidad de Ítalo Calvino, es casi una enciclopedia de las pasiones, de los hombres, del bien, el mal y el deseo. Y un artista triunfa cuando consigue retratar un mundo y, con él, el mundo.

Pero más allá de la “fantasía dionisiaca” que es el cuadro, como lo llama Nélida Piñón, hay algo más que siempre se nos escapa. Todos vemos el cuadro de una forma distinta. No lo mira igual un contemporáneo del Bosco que nosotros en el siglo XXI. La pintura sigue igual, intacta, oleo sobre madera. Pero como dice el escritor Cees Nooteboom, el Jardín siempre es el mismo pero nosotros no. Llevamos al cuadro, cuando lo miramos, nuestra experiencia, conocimiento y biografía. Entonces, al ver las pinturas del Bosco, no vemos lo que él pintó, nos vemos a nosotros mismos.

 

RECUADRO 1 Ni loco ni drogado

Quienes aseguran que El Bosco estaba loco, que pintó bajo efectos alucinógenos o visiones psicodélicas, se equivocan. Creativo y original, vivía de encargos privados y para su hermandad, lo que demuestra que su estilo era aceptado y popular. Era intelectual y educado, iba a la biblioteca, leía los manuscritos iluminados y discutía sobre ellos. Por eso las fuentes de sus cuadros hay que buscarlas en la biblia, en los libros y la cultura de su época. El Bosco era un hombre piadoso, que señalaba cómo se debía vivir para alejarse de las tentaciones y llevar una vida devota. Cristiano y moralista. Como Van Gogh, era casi  un predicador con su pintura. Por eso no hay que buscar significados ocultos en sus cuadros ni entenderlos como excentricidades arbitrarias. Lo que él hizo fue llenar sus referentes de modernidad. 

RECUADRO  2 Un pintor moderno y de vanguardia

El Bosco fue precursor de la pintura de género, el retrato de escenas cotidianas que luego tuvieron su época dorada en el siglo XVII en Holanda y con el realismo del siglo XIX. Fue padre de Patinir y de Pieter Brueghel, el viejo. Pero tras su muerte en 1516, la visión científica y racional del Renacimiento se impuso sobre la metáfora. Hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que el terreno de los sueños volviera a tener presencia, con Goya, sus pinturas negras y los Caprichos.

400 años antes que Dalí y los surrealistas, El Bosco propuso las formas antropomórficas del paisaje y la pintura de las visiones, los sueños y las pesadillas. Los elementos futuristas del cuadro son fascinantes –y las construcciones parecen hechas por Gaudí–. Como todos los grandes artistas, su arte trasciende su tiempo y permanece interesante, motivo de estudio e invitación permanente a la curiosidad.

Van Gogh desconocido: el arte contra la locura

43 autorretratos, mÁS de 900 cuadros, 1.600 dibujos y cerca de 800 cartas componen la vida del pintor holandÉS mÁs famoso.

Publicado en el periódico El Colombiano. Agosto 19 de 2018. Descargar PDF

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Quería ser pastor. Un pastor de hombres. En Londres, con 20 años, trabajaba como comerciante de arte y vivía solo, aislado, leyendo libros religiosos. Pero muy pronto perdió interés por su trabajo y dejó las galerías para ir donde aquellos que necesitaban la luz. Se hizo asistente de un predicador. Leía la biblia sin descanso y llegó a pronunciar un sermón. Como su padre, quiso ser teólogo, salvador de almas, visionario entre desvalidos, pobres y prostitutas. “Cuando me encontraba en el púlpito, me sentía como quien desde una oscura cueva vuelve a salir a plena luz. Desde ahora, predicaré el Evangelio por todo el mundo”, escribió en 1876.

Entonces volvió a su tierra, a Holanda. Intentó matricularse en la escuela metodista, pero fue rechazado: no sabía latín ni griego, le costaba hablar en público y su fe rozaba el fanatismo. “Pero no te deshaces de Van Gogh tan fácilmente”, dice Simon Schama, historiador británico del arte: “decide que se va a dedicar a pintar, que va a predicar a través de la pintura. Tiene casi 30 años, nunca ha cogido los pinceles ni tiene ningún entrenamiento formal. Pero no le importa”. El arte va ocupar el papel que no le dio la iglesia: le ofrecerá consuelo y, de algún modo, lo salvará.

La paleta oscura

En París Van Gogh había conocido la pintura de Jean François Millet, célebre por sus retratos realistas de hombres del campo, en tonalidades oscuras. Cuando los vio por primera vez, fue tal su emoción que le escribió a su hermano: “Cuando entré en la sala donde estaban expuestos, sentí algo como: descálzate porque el suelo que pisas es sagrado”.

La segunda mitad del siglo XIX fue el tiempo de la Revolución Industrial, de las primeras migraciones del campo a la ciudad, de Germinal, la novela social, las primeras huelgas, el naturalismo. Y Van Gogh quiso retratar todo eso. Se dedicó a copiar a Millet –La siesta, El Ángelus, El Sembrador– y durante casi 4 años, autodidacta, esbozó escenas y retratos de hombres trabajando: mineros, tejedores, recolectores. Entre el pesimismo y un realismo dignificador, quería ser un pintor de campesinos –que hasta entonces no hacían parte del arte, eran folclor–. Los miraba con nobleza, mientras la industrialización llegaba arrolladora y ellos tenían pocas posibilidades de salir de su condición.

Entonces, su paleta era oscura. Heredero de los artistas del norte de los Países Bajos –de Rembrandt, sobre todo, maestro del claroscuro y los tonos marrones– Van Gogh empieza su carrera con la misma gama de colores terrosos, para retratar, de un modo auténtico, la dignidad de esos hombres. No idealiza su vida. Es severo, dramático, oscuro, como Caravaggio. Se identifica con esos que pinta, incluso se viste como un campesino. Y después de casi 250 dibujos de trabajadores, llega su primera obra maestra, Los comedores de papas, un cuadro que retrata a esos que “han trabajado la tierra, comen el alimento que ellos mismos han cultivado y que meten las manos en el plato. Una pintura de aldeanos que huele a grasa, a humo, al olor de las patatas”, según su propia descripción. Ese cuadro marcará el final de su etapa religiosa y rural. También morirá su padre, y tras salir de la atmósfera calvinista decide ir a Francia, donde todo cambiará.

Y se hizo la luz

Vincent había abandonado su trabajo como comerciante de arte para dedicarse a predicar, pero su hermano seguía trabajando en París. Y Van Gogh, que había oído por él de los impresionistas que triunfaban allí con sus manchas de luz y color, quiso ir a verlos.

Se instaló con Theo en Montmartre y se hizo amigo de Toulouse-Lautrec, Gauguin, Seurat, Signac, Pissarro, Cézanne. Miró sus cuadros y se sintió obsoleto, pasado de moda. Y su pintura, con ayuda de sus amigos impresionistas, se empezó a iluminar. Descubrió la pincelada rápida, el empaste, el puntillismo. Conoció el color y se hizo adicto: todo empezó a ser puntos, juegos de luz. Coleccionaba y copiaba estampas japonesas –de moda desde la Exposición Universal de Londres de 1862– y estudiaba la teoría de los colores complementarios, con la que se obsesionó: experimentaba con las posibilidades expresivas del color, combinando en bolas de lana hilos azules, rojos, naranjas, verdes, rojos y amarillos, entre otras cosas para no gastar sus pinturas, que eran carísimas.

Pero en ese ambiente de bohemia, algo le faltaba. “Como aprendiz de impresionista, hace lo que tenía que hacer. Se iba a las orillas del Sena a capturar la luz. Un día se parece a Pisarro, otro a Seurat, el puntillista, otro a Renoir. Pero, de algún modo, todo eso le parecía decorativo y naif, sentía que se ocultaba al hombre detrás de tanta luminosidad. Su versión de la naturaleza era más terrena, más cruda”, explica Schama. Y además seguía sin vender. Entonces empiezan las crisis. Y en busca de una vida más tranquila, casi monástica, se va al sur.

Pintar como salvación

Van Gogh llegó a Arlés, al sur de Francia, en febrero de 1888. Buscaba paz y soñaba con fundar una comunidad de artistas para convivir y cocrear. Así nace la idea de la Casa Amarilla, a la que invita a sus amigos de París, pero al llamado sólo acude Gauguin. Fue un tiempo prolífico: pintaba compulsivamente al aire libre, recreó nuevamente a Millet –esta vez en colores vivos–, retrataba al cartero del pueblo y a su familia, a campesinos y gitanos que acudían a la vendimia, e hizo su serie famosa de los 5 jarrones con girasoles, destinada a decorar las paredes blancas de la habitación de su amigo. Fue el tiempo de la primera Noche estrellada, una etapa de explosión creativa. Y firmaba sus cuadros como Vincent: son muy pocos los artistas que conocemos por su primer nombre (Miguel Ángel, Rafael, Donatello) y él quería inscribirse en esa tradición.

Pero vino el episodio de la oreja cortada. El Doctor Félix Rey, quien lo trató en el hospital, le diagnosticó una forma de epilepsia causada, en parte, por beber mucho café, alcohol y muy poca comida. Cuando vuelve a casa, Gauguin se ha ido. Los ataques empiezan a multiplicarse, sufre de delirio de persecución y al poco tiempo decide que se internará voluntariamente en el hospital mental de Saint-Rémy de Provence, un antiguo monasterio, a 30 kilómetros de Arlés.

Allí vuelve a imitar a sus maestros, ahora sus escenas religiosas, que en medio del sufrimiento, lo consolaban. Entre ellas, es famosa su recreación de La resurrección de Lázaro, de Rembrandt, cómo si él mismo esperara un renacimiento. El arte como forma de salvación. “Intento recuperarme. Lo estoy intentando”, le escribe a Theo, pero sabía, en el fondo, que no podía ganar. Cada vez más débil, esperaba las embestidas. “Siento mi vida atacada en su raíz”, dice en otra carta. Pocos días después, el 29 de julio de 1890, vino el suicidio, justo cuando su vida empezaba a ser reivindicada. Su hermano había vendido por fin un cuadro suyo, El viñedo rojo, y en el Salón de los Independientes de París exponía diez obras. Sucumbió en la batalla del arte contra la locura.

Pero hay derrotas que son momentáneas. Hoy se le reconoce como padre de las vanguardias y varios ismos del siglo XX –de Kokoschka, De Kooning, Hodgkin, Rothko o Jackson Pollock–. Todos los días crecen las filas para verle en los museos que le exhiben, su imagen se estampa en bolsos, lapiceros, libretas y reproducciones de todo tipo –la más reciente en tenis de una conocida marca de zapatos– y es protagonista de documentales, películas animadas, videoarte y exposiciones interactivas. Ese es el poder del arte: lo imperecedero contra lo efímero, el triunfo sobre la mortalidad.

El misterio de la oreja cortada

Gauguin no llevaba ni dos meses en la casa amarilla y las discusiones entre ambos se multiplicaban. Van Gogh estaba sufriendo. Era epiléptico y sufría de depresiones. Y estaba frustrado porque aún nadie compraba sus pinturas. Posiblemente bipolar y con trastorno obsesivo compulsivo, cambiaba de estado de ánimo todo el tiempo. Nadie puede saber realmente qué sucedió la noche del 23 de diciembre de 1888. Gauguin fue el único testigo y declaró que Van Gogh lo había amenazado con una navaja. A la mañana siguiente, la policía encontró a Van Gogh inconsciente. Cuando sale del hospital, Gauguin ya no está, y él, melancólico, pinta sus famosos autorretratos con la oreja rota.

Remolinos como lucidez

Van Gogh llegó lúcido al psiquiátrico de San-Rémy. Él mismo explicó su diagnóstico. En una de las habitaciones instaló su taller y empezó a referirse a la pintura como “el pararrayos para mi enfermedad”. Los pinceles lo mantenían tranquilo entre ataques. Al pintar sintió que podía evitar volverse loco. Entonces aparecen los característicos remolinos en sus cuadros: torbellinos en los cielos, estrellas que brillan en círculo, tallos torcidos, cipreses. “Su enfermedad era destructora pero también madre de sus obras”, dice Simon Schama: “Esos remolinos no son síntoma de locura sino lo opuesto: su batalla contra la desintegración. Son salvajes, pero también la muestra de un hombre en total control de sus facultades pictóricas. Tenía los pies en la tierra más que nunca”.

No morir, como el pequeño príncipe

El principito vectores

Se cumplen 118 años del nacimiento de Antoine de Saint-Exupéry y 75 de la primera edición de El Principito. Un ícono, una industria, un clásico.

Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 1 de julio de 2018.

El 31 de julio de 1944, el escritor y piloto más famoso de Francia desapareció igual que el personaje de su libro más vendido, sin dejar rastro. Como el principito, un día abandonó nuestro planeta para volver al suyo. No se supo de su paradero y su madre llegó a pensar que se había refugiado en un monasterio. Hasta que en 2000 un buzo halló los restos de su avión en una bahía de Marsella.

Fue piloto de guerra, responsable del correo postal entre Europa y el norte de África, escritor celebrado desde sus primeras novelas, autor de una obra maestra, Tierra de los hombres, héroe y leyenda desde antes de morir, inventor (registró patentes de mejoras para aviones), conde, dibujante, periodista, viajero, violinista de joven, casi filósofo, nadador, hábil matemático, extraordinario conversador –se dice que en los restaurantes la gente de otras mesas se iba callando, para oírle–, celoso, encantador de mujeres, amante de los animales, gran amigo.

Saint-Exupéry, sin embargo, ha sido eclipsado por un joven príncipe que aterriza desde un planeta no más grande que una casa, en el que habita con una rosa, crecen los baobabs y es posible disfrutar de largas puestas de sol. Es el libro francés más leído y el más traducido del mundo, después de la biblia.

Se suele decir que él fue siempre un poco niño: conservaba esa mirada infantil a la que alude en El Principito, era vulnerable, necesitado de altas dosis de afecto y le gustaban los juegos, los naipes, los aviones de papel y los animales, como las ardillas con las que jugaba en el Central Park cuando vivía en Nueva York. Tenía un don para los niños. Era tierno, nada tosco y su preocupación por las preguntas esenciales, con su permanente búsqueda de respuestas, lo asemejaban a los chicos.

Además, sus recuerdos de infancia siempre estuvieron presentes en su obra, una etapa luminosa en un castillo familiar entre Lyon y Ginebra en el que creció libre y rodeado de mujeres: su madre, tres hermanas y una tía, además de un hermano que murió muy joven. En su trabajo como piloto, a veces se desviaba para sobrevolar ese territorio de infancia. Así lo cuenta en Vuelo de noche, en el que escribe tras ver su casa desde el aire: “¿De dónde somos? Somos de nuestra infancia”.

En 1942, después de unos años difíciles, el escritor vivía exiliado en Estados Unidos. Se había negado a tomar partido entre dos bandos con los que no simpatizaba (ya en la Guerra Civil Española había aprendido que las etiquetas políticas reducen a bandos a hombres valiosos) y Charles de Gaulle y sus simpatizantes lo llamaban cobarde y colaboracionista con el régimen de Vichy, una acusación del todo falsa. ¡Un humanista como él señalado de simpatizar con los nazis! También las peleas con su mujer, la muerte de varios amigos, el estar lejos de todo lo que quería, incluso de volar, el desasosiego de la guerra y estar sumido en un ocio que no deseaba, agudizaban su melancolía.

Ya entonces era inmensamente famoso. Vuelo de noche, Piloto de guerra o Tierra de los hombres habían recibido grandes galardones literarios y eran primeros en las listas de ventas. Entonces, su editor en Nueva York le hizo un encargo para la campaña de Navidad, tras el éxito de Mary Poppins. Él aceptó y lo escribió como parte de esa melancolía que sentía, poniendo como protagonista a un pequeño niño que ya dibujaba a menudo en los márgenes de las cartas para sus amigos lejanos, a veces con alas o sobre una nube, rubio como una muñeca que vio en la casa de su amante neoyorquina y con silueta de príncipe. Y quién es el principito sino un ser lleno de nostalgia.

Un libro autobiográfico

Saint-Exupéry había tenido, en su trayectoria como piloto, varios accidentes en el desierto, el más famoso, relatado en Tierra de los hombres, cuando con su compañero de vuelo André Prévot realizó un aterrizaje forzoso en el Sahara libio, camino a Saigón. También había vivido una temporada entre las dunas, en Cabo Juby, como jefe de una base aérea donde negociaba la liberación de pilotos secuestrados por saharauis revolucionarios, allí donde descubrió la soledad y se hizo escritor. El desierto era su escenario.

El Principito es un libro autobiográfico, explica el escritor Pedro Sorela. “Todos caímos un día en este planeta desconocido”, dice en Correo sur. Había visto los volcanes en Centroamérica, los baobabs en África (podrían ser también una alegoría de los nazis) y el zorro fue uno que él

mismo domesticó en su estancia en la base del Sáhara. El tigre era un bóxer que le habían regalado; el asteroide, el avión que aparece en su novela Correo Sur: b-612, y el protagonista, además de alter ego del escritor, es una versión femenina de La Sirenita, su clásico favorito de Cristian Andersen, que fue el primer libro que leyó completo de niño y releyó en Estados Unidos mientras se recuperaba de un accidente aéreo en Guatemala.

“Nuestro planeta, el único verdadero, es el que contiene nuestros paisajes familiares, nuestras casas cálidas, nuestras ternuras”, escribió en Tierra de los hombres. Él, en el exilio, necesitaba volver a su casa, igual que el pequeño príncipe quería regresar a su asteroide y a su rosa.

El libro lo terminó en tres meses, con enormes dosis de café y coca cola. Y todos los dibujos son suyos, acuapasteles que hoy se venden en subastas y se exhiben en museos, pero que más que ilustraciones son escritura en sí misma (el libro no sería lo que es sin ellos). Tras su publicación, solo se mantuvo una semana en la listas de bestsellers del New York Times. Su éxito vendría después, mal entendido como un cuento para niños o una carta de amor a su mujer, Consuelo, una millonaria salvadoreña que amaba, pero que fue también su tormento, vanidosa como la rosa del libro, resabiada, con espinas que lo lastimaban –el libro es, entre otras, “una melancólica reflexión sobre un matrimonio fracasado”, dice Sorela–.

Es algo que suele ocurrir con las grandes fábulas: Los viajes de Gulliver se da a leer a los niños cuando es una sátira política, y Robinson Crusoe, la proeza de la supervivencia de un hombre y alegoría del triunfo de una clase social que surgía por sus esfuerzos, se confunde con una aventura para adolescentes.

No es grave. Eso son los clásicos: libros con muchas capas de lectura, en los que cada uno, sin edad, puede encontrar metáforas necesarias. Como explicó Ítalo Calvino, los clásicos son obras ante las que no es posible ser indiferente, que nos sirven para definirnos, se asemejan a los antiguos talismanes porque se vuelven casi tótems, ídolos, de las que siempre oímos hablar y resultan todavía más inesperadas al leerlas en serio, que son una huella en la cultura, se imponen por inolvidables, se asientan en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual y nunca terminan de decir todo lo que tienen para decir. Eso no lo cambia el hecho de haberse convertido en industria, en lugar común, en parques temáticos, en lapiceros, relojes o stickers; en merchandising. Así son de grandes.

¿Desaparecer?

La mañana en la que SaintExupéry despegó en su viaje, en su última misión como piloto de guerra, el cielo era azul. Las condiciones de vuelo, inmejorables, pero él estaba magullado a causa de viejos accidentes. Le dolía incluso ponerse el uniforme o sentarse a escribir. Sufría de insomnio, de fiebres que lo despertaban de madrugada, del hígado, y en especial de melancolía, una dolencia que lo había acompañado toda su vida.

Acumulaba tristezas a causa de su mujer, con quien tenía una relación tormentosa. Nunca había superado las acusaciones de colaboracionista por parte de Gaulle y los suyos –que lo detestaban, entre otras cosas, porque su libro Piloto de guerra era un reportaje sobre el fracaso de Francia antes del Armisticio, que ellos habían comandado–.

Veía con dolor cómo la aviación dejaba de ser épica para volverse comercial. Ya no le interesaba el mundo en el que vivía –el de las máquinas, el teléfono, el de los hombres condenados al “hormiguero”, a la masa, sin individualidad–, ni el que veía venir tras la guerra. “Tengo la impresión de estar acercándome a la época más sombría de la historia del mundo. Me da igual morir en la guerra”; “Tengo tantas ganas de dejarlos a todos. ¿Qué tengo que hacer aquí en este planeta?” “Si me derriban, no lo lamentaré”.

A los 44 años –una cifra que presagian las 44 puestas de sol de El Principito, decía Pedro Sorela– el escritor y piloto no regresó de su misión de reconocimiento. Nadie

supo nada hasta que en 2000 un buzo halló los restos de su avión. Pero estos nunca han sido identificados y las causas de su colisión siguen sin resolverse. No se sabe si se trató de un mal funcionamiento de la aeronave, si se distrajo o si murió por falta de oxígeno en esos tiempos en los que los aviones no estaban presurizados y el viento les silbaba a los pilotos en los oídos muchas horas después del aterrizaje. Esa melancolía que lo acompañaba hace especular a los especialistas y allegados con la posibilidad de que atentara contra su vida, entre ellos su amigo León Werth, a quien está dedicado El Principito.

Escritor de su propia vida, quizá su muerte también fue una línea escrita con su mano. O pudo morir a causa del fuego enemigo, una hipótesis que cobró fuerza en 2008 cuando el excombatiente alemán Horst Rippert, a sus 86 años, aseguró haber derribado el Lightning P-38 que Saint-Ex pilotaba. Sin embargo, archivos recién conocidos indican que el avión abatido por Rippert era estadounidense.

Saint-Ex “era más grande que la vida, más grande que su desaparición”, dice uno de sus biógrafos. “Era un gigante que no se encontraba firme sobre la tierra”, escribió Sorela, autor del mejor ensayo en español sobre su figura.

No hay tumba posible para un héroe, porque en realidad no mueren nunca. Hay cientos de estatuas suyas y un muro en su honor en el Panteón de París, ese monumento que los franceses han levantado para honrar a sus grandes hombres (habla muy bien de una civilización que su monumento más importante no sea a sus militares sino a escritores, intelectuales y artistas).

“A mí hay que buscarme en lo que escribo, que es un resultado escrupuloso y pensado de lo que pienso y veo” le comentó a su madre en una carta mucho antes de morir. Ya se sabe: a un escritor no hay que buscarlo en las piedras. Está en sus libros.

Incomprendido y mal traducido

El escritor Pedro Sorela, autor del mejor ensayo en español sobre el autor, explica que Saint-Exupéry no fue del todo comprendido: los gaullistas llegaron a decir que El Principito era un libro monárquico. Vuelo de noche se entendió como una novela de héroes, cuando trata, de un modo profundo, sobre la conquista de la noche. Piloto de guerra se malentendió como un reportaje sobre la derrota de Francia antes del Armisticio y a Tierra de los hombres le suprimieron la primera página de pensamiento Santi-Exuperiano porque no se correspondía con un libro de "aventuras", cuando todo el texto es una reflexión humanista.

Pasa igual con las traducciones. "Debería ser Correo sur, y no Correo del Sur. Vuelo de noche, no Vuelo nocturno. Tierra de los hombres, no Tierra de hombres, que suena a canción de machos y no a su espíritu humanista. Y asimismo El pequeño príncipe, no El principito, porque no existen los diminutivos en francés y es una cursilería que no tiene que ver con el libro".

Elogio a Marco Polo y sus viajes

Ilustración: Esteban París. 

Ilustración: Esteban París. 

Hace 720 años que el mercader más famoso de todos los tiempos descubrió el Oriente lejano para sus contemporáneos, de Constantinopla hasta Pekín. Pocos lo saben pero, aparte de traer las noticias de un mundo desconocido, le debemos uno de los hechos más decisivos: Colón no hubiera descubierto América de no haber leído a Marco Polo.

Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 1 de julio de 2018.

Corría el año 1298. Con 44 años, Marco Polo, mercader y viajero, estaba preso. Había regresado a Venecia tres años antes, después de 26 años en el reino de Yuan, a las órdenes del gran Kublai Khan, señor de los mongoles. Pero en una batalla por el dominio del Mediterráneo, al mando de un barco de guerra, cayó prisionero. Fue en ese cautiverio donde dictó sus recuerdos asiáticos, en una fortaleza de Génova que compartía con Rustichello de Pisa, un célebre escritor de novelas de caballería que terminaría siendo su escribano.

Desde Heródoto, que en el siglo V a. C. describió los territorios más allá de Grecia, y de los tiempos de los cronistas de Alejandro Magno que relataron las costumbres de Egipto, Asia Menor, Persia y los confines de la India, ningún viajero había ido tan lejos ni viajado tanto tiempo. Poco antes que Marco Polo, un fraile italiano y un embajador francés se habían adentrado en tierras mongolas. Pero sólo su testimonio gozó de una difusión tan exitosa: entre los siglos XIII y XIV, hubo una auténtica industria para distribuirlo. Aparecieron 85 versiones y fue traducido al latín, al alemán y al español. Esos libros eran manuscritos. Para tener un ejemplar, había que copiarlo del original o de reproducciones. Por eso, el contenido variaba de ejemplar en ejemplar, y se conocía con varios títulos: La descripción del mundo, El libro de las maravillas o Il Millione, que se usaba como sinónimo de exageración, porque el veneciano todo lo contaba en cientos y miles: el gran Khan tenía diez mil hombres a sus órdenes, miles eran los invitados a los banquetes y miles los puentes y edificios. Sus contemporáneos pasaron del asombro a la desconfianza, y la autenticidad de sus viajes todavía está en discusión.

La partida

Viajar, hoy, es un hecho natural, así como el relato de un viaje a Oriente o a cualquier lugar. Pero en aquel entonces, era en extremo difícil y estaba reservado a los pocos intrépidos que se arriesgaban a la aventura. Como explica el helenista Carlos García Gual, salir de los límites de Europa era enfrentarse a lo desconocido, tratar con gentes bárbaras que no hablaban el mismo idioma y tenían costumbres peculiares; una lejanía que, según la creencia general, estaba poblada de gigantes, unicornios, basiliscos, hombres con un solo pie o cabeza de perro. El itinerario debía trazarse a medida que el viaje progresaba. No había guías, los peligros eran cientos –asaltantes, pestes, guerras, hambre, climas inhóspitos– y era usual hacer un testamento antes de partir porque lo normal era que quienes se iban no volvieran nunca.

Así había sido el viaje desde la antigüedad y continuaba siéndolo cuando, en plena Edad Media, Marco Polo se aventuró hacia tierras asiáticas en compañía de su padre y su tío, que ya habían visitado Karakorum para establecer relaciones comerciales. Allí trabaron amistad con el soberano, que los mandó de vuelta a Occidente como emisarios ante el Papa Gregorio: el Khan quería que éste le enviara cien vicarios, expertos en las siete artes, para que fueran administradores en su gobierno y le demostraran por qué la cristiana era la mejor de las religiones. También quería que volvieran con aceite de la lámpara del santo sepulcro, por el que sentía devoción. Y los venecianos, tras cumplir su embajada, partieron de nuevo hacia el Oriente lejano en 1271, esta vez en compañía del joven Marco que acababa de conocer a su padre y tenía 17 años.

La travesía

Las cruzadas habían alentado la imagen de Oriente como un territorio de ensueño, rico en marfil, porcelana, alfombras, seda, especias, piedras preciosas, al tiempo que amenazador porque allí habitaban hechiceros, dragones, idólatras, invasores y herejes. Pero los Polo conocían las ventajas comerciales de la zona.

Así, y gracias a la Pax Mongólica –el periodo de estabilidad que atravesaron los territorios de Eurasia bajo el dominio mongol–, los venecianos partieron con destino a Ormuz, donde los barcos zarpaban del océano Índico hacia China. Pero una vez en el puerto, al constatar lo frágiles que eran las embarcaciones, prefirieron hacer el recorrido por tierra. Era el camino de la Ruta de la Seda, y lo emprendieron a pie, a lomo de burros, caballos y camellos. A veces viajaban con otros mercaderes, por seguridad. Hacían jornadas de hasta de 30 km a pie. Llevaban alimentos, cacerolas, cebollas, ajos, carne salada, quesos, agua, vino, harina para hacer pan. Y dormían en caravasares o tiendas de campaña hechas con pieles de animal, típicas de los mongoles.

En Bagdad, fueron atacados por bandidos. En Armenia, Marco se fascinó con las alfombras, “las más finas y hermosas del mundo”. En Irak lo sorprendieron los distintos credos que convivían pacíficamente y, en tierras persas, conoció la historia de los tres reyes magos que, según contó, estaban enterrados allí en cenotafios magníficos, en una región donde eran adoradores del fuego y profesaban el zoroastrismo.

Cada cosa era un descubrimiento, y todo eso fue lo que luego incluyó en su libro: las cumbres nevadas del Pamir, los budas gigantes del Tíbet, las minas de plata cerca de Tayikistán. Lo sorprendieron la costumbre de ciertos pueblos que incineraban a sus muertos (es normal que se escandalizara. Cristiano de la Edad Media, creía en la importancia del cuerpo para la resurrección). En Irán descubrió las piedras turquesa y lo sedujeron los cojines bordados de seda, cubiertos de flores y de pájaros. Cayó enfermo tras cruzar los vastos desiertos de sal en Afganistán y fue el primer europeo en intuir que las montañas más altas del mundo están en el Himalaya. Describió espléndidas ciudades antiguas, los oasis y desiertos del Taklamakán, de Gobi, las montañas bandadas de colores en Kashgar, el jade en Kotán. Nada de eso conocían sus contemporáneos. Eran las primeras noticias de todo aquello para los europeos. Hoy, 700 años más tarde, estas regiones siguen siendo desconocidas para la mayoría.

Verdades o mentiras

En el prólogo del Libro de las maravillas, Marco Polo asegura que sólo dice la verdad. Pero hay quienes ponen en duda su testimonio, como la británica Francis Wood, quien en su libro Did Marco Polo go to China? califica de sospechoso que no hubiera mencionado la ceremonia del té en China, la gran muralla, la costumbre de vendarles los pies a las mujeres, o que ningún archivo oficial del imperio mongol mencionara su nombre.

El libro incluye anécdotas inverosímiles. Como la del viejo de la montaña, que vive en un edén con ríos de vino, miel, leche, agua y mujeres hermosas. O su alusión al Preste Juan, un mítico patriarca de Oriente del que nunca se ha comprobado su existencia. Habla de dunas cantoras que interrumpen el silencio del desierto, de unicornios en Java y de la tumba de Adán en Ceilán. Camino de Kurdistán, pasa por el monte Ararat, donde asegura haber visto a lo lejos los restos del arca de Noé. En Madagascar, además de leones y leopardos, dice que habitan los grifos, pero los reduce a aves gigantes. Cuenta de pueblos antropófagos y de otros que prestan sus mujeres a los extranjeros y hacen sacrificios humanos. En Andamán ubica los hombres con cabeza de perro.

Pero hay quienes lo justifican. Borges decía que, así como no hay camellos en el Corán, por ser una presencia cotidiana, puede que a Marco le pasara lo mismo con la muralla, y describirla le resultara un pleonasmo. El geógrafo español Eduardo Martínez de Pisón explica que no pudo verla porque fue a Pekín desde el suroeste. Además, en el siglo XIII, estaba en ruinas, y la estructura actual es obra de la dinastía Ming, del siglo XVI. De hecho, tampoco la mencionan otros viajeros que luego recorrieron esa zona.

Con el tiempo, sus historias más bien se confirman. El aceite negro que describió en Asia Central, “que no sirve para cocinar, pero sí para quemar”, es el petróleo de Bakú, pozos de los que todavía se extrae hidrocarburo. Descubrió el valor de “las piedras negras que arden”, el carbón. Los animales con cuerno en la frente sí existían, eran rinocerontes, así como los hombres que vivían en el mar, que no eran sirenas sino pescadores de perlas entrenados en apnea. Hasta las dunas cantoras se han confirmado: hay desiertos que emiten fuertes sonidos, cuando chocan sus granos de arena y entran en resonancia. Y también es posible que Rustichello, su escribano, incluyera la ficción. Al fin y al cabo, era un fabulador profesional.

En últimas, es un libro de Maravillas, como era habitual en la Edad Media, pero también una estupenda guía del mundo. Pero aún en el lecho de muerte, lo seguían acusando de mentir. Cuando sus amigos le dijeron que era su última oportunidad de confesarlo todo, contestó: “No conté ni la mitad de lo que vi”.

América por Marco Polo

Hubo un hombre que sí creyó cada letra que había escrito el mercader; un almirante nacido casi 200 años después en la ciudad donde Marco había estado preso. La pax mongólica había terminado. Los otomanos habían tomado el control de Constantinopla y el comercio terrestre de los productos asiáticos dependía de costosos intermediarios en Oriente Medio. Por eso era urgente establecer una ruta marítima para ese mercado, una vía directa entre las costas de Europa y Asia. Y Colón salió a establecer esa ruta.

El genovés, último viajero medieval, se documentó con relatos antiguos, de viajeros y cruzadas. Libros que mezclaban realidad y fantasía, pero para él todo era información. Había leído especialmente Il Millione y así partió rumbo a las Indias, en busca de los tesoros que había descrito Marco Polo. Su ejemplar anotado en los márgenes reposa en el Archivo de Indias de Sevilla, y en cada página, como si se tratara de una Lonely Planet, señalaba los tesoros a encontrar: unicornios, grifos, elefantes. Lapislázuli, perlas, marfil, turquesas. Y en ese intento de llegar hasta Catai, Mangi y Cipango (Japón), descritas por el veneciano como ricas en oro y piedras preciosas, se topó con América.

El descubrimiento marcó una nueva era, “del tiempo del Este al tiempo del Oeste, del tiempo de las caravanas al de las carabelas”. Pero no hubiera habido hallazgo si dos siglos antes, un comerciante en Venecia no hubiera dictado sus viajes maravillosos.

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Un visionario gran señor

Kublai Khan, el soberano que recibió a los Polo, “no era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado; rostro muy blanco, adecuadas facciones y mejillas del color de la rosa”. Convirtió una dinastía guerrera en epicentro del comercio y el saber. Unificó Asia bajo sus dominios, su imperio de 60 millones de súbitos contaba con un sistema de seguridad social que proveía comida y vestido a los pobres, canales que comunicaban el norte y el sur, postas que permitían el correo en toda Asia y papel moneda: Marco fue el primer occidental en hacer referencia al uso de billetes, que se implementó en Europa apenas cuatro siglos después. 

Nieto de Gengis Khan, fue también un hombre educado en la filosofía de Confucio, que comprendió que la guerra suponía un daño irreparable para la agricultura y traía pobreza y disturbios. Por eso, en lugar de fortalecer el ejército e incentivar el gasto militar, se dedicó a mejorar el agro, la infraestructura y a apoyar la cultura. Respetaba todos los credos e invitaba sabios para que lo asesoraran en las materias que desconocía y necesitaban atención.

Nuestras deudas con el mercader

Gracias a Marco Polo, Occidente conoció la fisonomía y las costumbres de las ciudades de Asia Central, sus gobernantes y guerras, los grandes palacios de Xanadú y Cambaluc ­­–actual ­Pekín–, el interior de China con sus ríos Azul y Amarillo, las costas asiáticas, las del golfo de Bengala, las africanas e incluso las tierras escandinavas y rusas que habían conocido su padre y su tío. Habló de grandes cachalotes que atacaban barcos y de la pesca de ballenas; de panteras negras, el ébano, los bosques de bambú del oso panda, la recolección de la pimienta, el uso de mosquiteros en la India, la leyenda de Buda, la meditación  y ascetismo de los monjes tibetanos, los brahmanes y los yoguis, los rituales que inspiraron a los misioneros cristianos a idear el Rosario, las primeras descripciones de Sumatra y de un rumiante con cuernos gigantes que hoy se conoce como carnero Marco Polo.

Y no sólo inspiró a Colón. Su relato es el referente de Julio Verne para Claudio Bombarnac, de Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles, de Umberto Eco en Baudolino y de Oscar Wilde en El retrato de Dorian Grey. También, al parecer, Shakespeare se inspiró en un pasaje de su libro para Macbeth.

La diáspora intelectual venezolana

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Escritores, músicos, comunicadores y artistas emigran de Venezuela porque en el régimen de Nicolás Maduro solo el oficialismo tiene voz, y ellos no quieren guardar silencio.

No me despedí de nadie”, dice Lisa Marcela Mata, profesora de Historia y Geografía. Vive en Medellín tras haberse vuelto incómoda para el gobierno de Nicolás Maduro. Trabajaba en el Liceo Andrés Bello, uno de los principales centros educativos de Caracas. Pero cuando cuestionó las políticas que convertían al liceo en una especie de conejillo de Indias del régimen, pasó de docente a opositora, el término más usado en Venezuela para designar a todo aquel que alza la voz contra el oficialismo.

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Lo mismo les pasó a varios actores venezolanos de la serie El comandante, que hoy viven en Bogotá. Interpretar la historia de Hugo Chávez les costó la incertidumbre de no saber si podían regresar. No hay una medida oficial que vete su entrada, pero el segundo del régimen, Diosdado Cabello, a finales de 2016, aseguró en televisión que los involucrados en la serie –escrita, entre otros, por el intelectual Moisés Naím– deberían enfrentar un juicio por traición a la patria si regresan al país.

Transmitir El comandante pasó a ser ilegal en Venezuela. El gobierno tumbó la señal de RCN y TNT, que la emitían. Maduro aseguró que “atentaba contra el legado de Chávez” y la Comisión Nacional de Telecomunicaciones desplegó en las redes la campaña #AquíNoSeHablaMalDeChávez para denunciar cualquier intento de desprestigiar al fallecido presidente. Sony Pictures, tras recibir denuncias como la de Marisabel Rodríguez, exesposa de Chávez, informó a los actores del peligro que corrían si decidían volver.

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El escritor Ibsen Martínez ahora espera envejecer en Bogotá. Cuenta que a mediados de 2014 publicó una columna satírica en el diario TalCual, sobre un alto cargo militar. La consecuencia fue una denuncia penal por difamación que le exigía a la Fiscalía congelar sus cuentas. “No hay exilio, sino exiliados. No he sido perseguido sistemáticamente, pero sí he tenido mis batallas contra el chavismo”.

También es conocido el caso de Tulio Hernández, el periodista que Maduro quiso enjuiciar por llamar a los jóvenes a defenderse de los ataques militares en las revueltas de 2017. El comunicador de 61 años tuvo que cruzar de incógnito la frontera y luego viajar a España donde es, como escribe Juan Cruz, “viajero a su pesar”, igual que tantos compatriotas suyos que viven hoy en la diáspora.

Lo que impulsa la partida

No todos salen por persecución. Leo Campos, escritor y periodista, se marchó cansado de la crisis. Temía verse encerrado en un país donde las aerolíneas han reducido o suspendido sus vuelos (Avianca, Aeroméxico y Lufthansa, entre otras, ya no operan en el aeropuerto de Maiquetía) y los costos de los pasajes se han vuelto imposibles: por un trayecto Caracas-Bogotá se han registrado tarifas de hasta 17 millones de pesos.  

Según Frank Baiz, guionista y exdirector de Investigación de la Cinemateca de Venezuela, quienes no comparten la ideología del gobierno todavía pueden expresarse, no hay una política que pueda calificarse de “acoso intelectual”, pero sí un problema más básico: la supervivencia. “Es muy difícil crear en condiciones tan adversas. La crisis es más humana que sociocultural”, asegura. El país pierde su talento y los que se quedan apenas sobreviven: resulta difícil gastar lo que vale comer en una entrada de cine o teatro. Aun así, “la avidez por la actividad intelectual es inextinguible, y eso ha dotado a la producción artística de una gravedad y un sentido trágico que no tenía”, asegura Martínez. La cultura persiste como espacio de respiración y resistencia.

Pero las cifras de la crisis cultural hablan por sí solas: en 2017, nueve grupos se retiraron del Festival de Teatro de Caracas como protesta por la represión y la escasez. Los productores de cine no pueden recuperar en taquilla los cerca de 650.000 millones de bolívares que cuesta hacer una película. Los espacios culturales se politizan –como la Cinemateca Nacional, que ahora se limita a la propaganda política–. Se han reducido las importaciones de libros. El oficialismo capturó la televisión.

El teatro restringe su actividad nocturna por la inseguridad mientras intenta adaptarse a horarios diurnos y migrar a espacios más seguros. Los periódicos se cierran no solo por censura, sino por falta de papel –en 2008, Venezuela pagaba a Estados Unidos 65 millones de dólares por importaciones de papel, y en 2017, apenas 4 millones, según cifras del gobierno norteamericano–. El apoyo estatal a la cultura y la ciencia disminuye, lo que supone el desamparo de museos, festivales, bibliotecas. Y el premio Rómulo Gallegos, que obtuvieron en su día Vargas Llosa o García Márquez, ya no entrega al ganador los 100.000 dólares que lo acompañaban.

La esperanza se disipa para los que se quedan, dice Baiz, y los que emigran viven el nuevo comienzo con incertidumbre. Un despojo, como en el cuento de Cortázar: “Una suerte de ‘Casa tomada’ donde sientes que hay unos espíritus que te quitaron todo y ahora estás en otro lugar”.

No era un país de emigrantes

“Yo no quería irme. Venezuela no es un país del que se emigra. O no lo era”. Rosa Clemente es escritora y llegó a Bogotá con su familia huyendo de la inseguridad: “Si yo puedo volver a caminar como antes, regreso a reconstruir. No me importa hacer fila para comprar un pan, con tal de que no me maten”. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, se trata del segundo país más violento del mundo que no está en guerra, después de El Salvador: para finales de 2017, la tasa de homicidios era de 89 por cada 100.000 habitantes. El sociólogo Tomás Páez asegura que hay 2,8 millones de venezolanos en la diáspora.

Pero no era una tierra de migrantes. Desde que Colón llegó a sus costas, ha sido la puerta de Suramérica. En la primera mitad del siglo XX, el país vecino ejerció una política de puertas abiertas, por la que entraron miles de extranjeros, sobre todo europeos. Y entre 1970 y 1990, cerca de 2 millones de colombianos se instalaron allí motivados por el bolívar fuerte y la bonanza petrolera. Pero la tendencia se ha invertido. Migración Colombia registra 550.000 migrantes entre legales e ilegales, pero de la “diáspora calificada” no se manejan cifras concretas.

El maestro Jaime Martínez tiene 54 años y toca el oboe. Su historia está ligada al Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela, cuyo impacto se mide por los más de 350.000 jóvenes que lo conforman y el reconocimiento de la Orquesta Simón Bolívar como una de las mejores del mundo. Pero el Sistema tampoco se salva de la crisis. Muchos de sus músicos viven en el exilio. Su salario no supera los 10 dólares al mes y su director, Gustavo Dudamel, prefiere no volver a Venezuela por miedo a represalias. Las importaciones de instrumentos se han reducido un 97 por ciento en los últimos 10 años. Y el gobierno, principal financiador del Sistema, ha suspendido las giras casi en su totalidad.

Y hay músicos perseguidos. “Los regímenes totalitarios se centran en los deportistas y los músicos porque tenemos acceso a los medios. Y eso los pone muy nerviosos”, dice Martínez, que fue director de Artes en el Consejo Nacional de la Cultura. Hoy es músico principal de la Filarmónica de Medellín y profesor universitario, y cuenta que emigró hace dos años para proteger a su familia: un día de 2015, sin avisar a nadie, salió con las pocas pertenencias que cabían en su camioneta. El viaje tardó cuatro días, hasta cruzar la frontera de San Antonio del Táchira. Hoy sigue radicado en Medellín, donde acaba de recibir su pasaporte tras un año de espera, lo que le impidió, entre otras cosas, aceptar invitaciones para representar a su país. “Venezuela está secuestrada”, dice, y no regresará hasta que caiga el régimen.

Los intelectuales y las dictaduras

Los regímenes iberoamericanos del siglo XX forzaron a intelectuales y artistas a salir de sus países: el franquismo exilió a la generación del 27. Neruda, Cabrera Infante y García Márquez sufrieron persecución política. Hoy, inspirados por la dictadura castrista, primero Chávez y ahora Maduro prefieren que los disidentes se vayan: así la resistencia se debilita, la oposición disminuye. “Nadie tiene más interés en que las emigraciones continúen que la propia dictadura”, dice Miguel Henrique Otero, director de El Nacional de Caracas que ejerce también desde el exilio.  

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados cifró en más de 100.000 los venezolanos que solicitan asilo en el extranjero, una cifra comparable con el drama sirio y de Myanmar. Se habla sobre todo de inmigrantes que ejercen trabajos precarios, pero no del tejido intelectual que pierde el país. Según el sociólogo Iván de la Vega, entre 1960 y 1980, Venezuela enviaba masivamente a sus nacionales a formarse en Europa y Estados Unidos. Pero la crisis ha obligado a esos profesionales a emigrar, muchos no vuelven, y el país pierde el capital cualificado que formó durante décadas. “Es una pérdida difícil de contabilizar. Son demasiados, distribuidos en los 5 continentes. Apenas se inicie la transición, uno de los primeros desafíos será estimular el regreso de los que han huido”, escribe Otero.

La idea del regreso

Emigrar es un acto natural para intelectuales y artistas. Pero cuando tienen que marcharse a la fuerza, el arte y la palabra se convierten en forma de lucha y en un modo de mantener su lugar en el mundo. Muchos desean volver por un factor común: la nostalgia. Nadie puede llevarse a toda su familia, a sus amigos ni a sus muertos. “Me despedí de Caracas, pero de algún modo sigo en Venezuela. Pienso en Venezuela, leo sobre Venezuela”, dice Campos, igual que Sinar Alvarado, periodista, quien asegura que la vida del migrante es una esquizofrenia: vive en dos lugares y en ninguno.

La distancia les ha cambiado la mirada. Les ha dado una “sabiduría desengañada”, según Ibsen Martínez. “Me ha permitido ser objetivo y realista, que en este caso equivale a pesimista”, dice Baiz. Algunos incluso renuncian a la idea de patria. ¿Los intelectuales y artistas necesitan una? Muchos no regresarán. No es extraño cultivar la añoranza y reescribir los territorios desde fuera. Los inmigrantes arriesgan su identidad al marcharse y a veces la pierden. Como dijo Descartes: “El que emplea mucho tiempo en viajar acaba por ser extranjero en su propio pai´s”. Pero la extranjeridad es una forma de lucidez. Y esa es la que pierde Venezuela con sus cerebros en la diáspora.

Publicado en la Revista Semana, domingo 4 de marzo de 2018.

Sergio del Molino, la importancia de nombrar

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Del Molino es una de las voces jóvenes más interesantes de España. Es autor de 'La hora violeta', un libro sobre la muerte de su hijo. Y su ensayo “La España vacía” (2016) ha vendido más de 60 mil ejemplares.

Publicado en la revista Arcadia, enero de 2018.


“Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos. Los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Este libro contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición”. Su hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó al hospital diagnosticado con una leucemia agresiva, y estaba a punto de cumplir dos años cuando Sergio del Molino y su mujer, Cristina, arrojaron sus cenizas. Ese es el tiempo en que transcurre la obra que, en 2013, ubicó a este escritor de 38 años entre las voces más destacadas de su generación en España; un tiempo que él llamó La hora violeta.

Desde entonces, la obra de Sergio del Molino ha venido a dar nombre a dos situaciones, ambas dramáticas: la de los padres que pierden a sus hijos y la de un país, España, que desde los años 50 se ha ido quedando despoblado en las zonas rurales –ese éxodo que él denomina “el gran trauma”–. Sus libros son “diccionarios de una sola entrada” que agotan ediciones porque hablan de dolores y nostalgias “que atraviesan países y generaciones”. De hecho, la España vacía es ya un término que los españoles han incluido en el vocabulario cotidiano, y políticos y periodistas lo utilizan con familiaridad sin aludir ya al libro ni a su autor.

Nombrar es privilegio o responsabilidad de quien se adentra en un terreno desconocido. Colón, al llegar a América, bautizó todo aquello con lo que se iba topando. Emocionado ante ese territorio virgen, bautizó islas, cayos, ensenadas y, más tarde, la naturaleza misma, para la que aún no había palabras en su lengua. Algo similar le ocurre a este escritor: obligado a habitar la enfermad (la de su hijo), ese territorio en el que todos somos extranjeros hasta que nos vemos en la obligación de visitarlo, se ve forzado a aprender y a emplear un lenguaje nuevo para navegar en un mundo en el que las reglas son distintas, en el que está solo porque el dolor asusta a los demás, entre diagnósticos, medicamentos impronunciables, miedos y sensaciones desconocidas.

Susan Sontag escribió uno de sus libros más famosos precisamente para explicar cómo las metáforas en torno a la enfermedad hay que ignorarlas porque dificultan su comprensión y hasta su cura. Pero los autores son creadores precisamente porque le brindan importancia al acto de nombrar, y desde “el laberinto del dolor”, buscan las palabras para designar la frustración, la angustia o los hechos de los que son protagonistas a su pesar. A ellas se aferran. Con ellas cartografían un mapa imposible con el que sortean los eufemismos previsibles y las “falacias oportunistas de la autoayuda” que terminan por encogerlo todo en un cliché. “Vuelven tercamente a ellas”, como dice Piedad Bonnett, aunque saben que su testimonio “jamás podrá dar cuenta de lo que está más allá del lenguaje”.

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Contra el olvido

“Existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos”, escribe Sergio del Molino a propósito de la España que desaparece cuando se vacían sus pueblos y mueren sus últimos habitantes, pero que persiste en el legado familiar, en la memoria de hijos y nietos. Y los libros de este escritor zaragozano nacido en Madrid, además de ser relatos en busca de los términos precisos que denominen una tragedia, una nostalgia o un país que ya no existe o nunca fue, son también antídotos para no olvidar. Piedad Bonnett describe su experiencia con Daniel –su hijo de 28 años que decidió terminar con su propia vida– en unas páginas de Lo que no tiene nombre en las que a veces la asalta la angustia y la culpa cuando siente que ya no le duele, que lo olvida, que se le escapa. Así también del Molino termina su hora violeta asegurando que lo peor no es la pena, sino su deseo de que no deje de dolerle nunca. Domestica el dolor, pero no con psicología barata sino con un pacto de convivencia. Porque él es su pena; esa pena es su hijo, y no va a someterlo a esa segunda muerte que es el olvido.

Ese ejercicio de escritura necesario –“no quiero dejar de escribir. No sé qué haré sin estas páginas”, dice– es el “relato de un hecho inexorable”, que no es catarsis porque no purifica ni sana, sino una estrategia para no dejarse ir, para mantenerse vivo. Así lo fue también para algunos sobrevivientes de los campos de concentración: mediante la escritura intentaron recuperar su lugar en el mundo, su nombre –nombrarse de nuevo tras haber sido convertidos en número–, e intentaron también cumplir una especie de mandato como testigos. Primo Levi lo llamó “la alegría liberadora de poder contar”, no porque hubiera nada celebrable en su recuerdo, sino porque sabía que dar testimonio consigue que las cosas existan: las pequeñas historias particulares, de no ser narradas, nadie las conocería: “La prueba de su existencia son estas palabras mías”, decía el escritor italiano. Y Jorge Semprún subrayaba el deber de contar en La escritura o la vida: “Jamás lo sabrán los que no lo han vivido. Jamás realmente... Pero quedan los libros”. Y los lectores agradecemos que esos libros existan. Quizá algún día los necesitemos, si nos tocara habitar territorios similares y dibujar nuestra propia cartografía a tientas.

El mito y el espejo

Sergio del Molino ha dicho en varias ocasiones que “un país sin relato no es un país”. Esto se puede extender a las familias –no hay una sin tíos de leyenda o abuelos héroes que han abierto caminos o librado grandes batallas–, y también a la propia vida. Existimos en la medida en que nos miramos al espejo y nos contamos, reconocemos cicatrices que se convierten en medallas o en la huella de heridas que han dejado de sangrar; en narración. El escritor sabe esto y con talento saca punta a esas mitologías de la patria –los que han influido en la configuración histórica, social y cultural del país–, así como al pasado de las estirpes, los mitos domésticos y las cuitas casi siempre comunes de la juventud, esas que aluden al barrio, a los maestros inolvidables y a  los deseos de escapar de la adolescencia. En esa armazón se basan libros suyos como La mirada de los peces (2016) o Lo que a nadie le importa (2014), que parten de su propia vida, en una línea cercana a las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère o las exploraciones autobiográficas de Karl Ove Knausgård.

La autorreferencia es la tendencia de nuestro tiempo, como dice Pedro Sorela: el yo, la primera persona del singular, gana de lejos. En la literatura contemporánea, cientos de autores cuentan su historia, su lucha, desde la prosa más elevada hasta ejercicios penosos de autoelogio, masturbación textual o cuentos ya muy trasnochados con drogas duras y polvos tristes. La mirada personal de Sergio del Molino está más cerca de las primeras. Sus libros están hechos de escritura confesional y memoria. Se tratan de biografías que, de algún modo, elige y al tiempo crea con la escritura. No porque la invente, sino porque tal vez, y como decía Borges, el realismo es el más fantástico de los delirios literarios.


Pero el escritor sabe que hablar desde ángulos que permiten el reconocimiento es eficaz. Él mismo, cuando alude a La lluvia amarilla de Julio Llamazares (1983) –una novela que habla de España en clave realista, sobre cómo se vació un pueblo del Pirineo en los años 70– asegura que el autor intuía que su libro podía tocar algo muy hondo en muchos lectores, porque iban a sentir que esa novela estaba escrita para ellos, pues les contaba su propia historia. Y él no escapa de esa intuición. Conoce de sobra ese tópico que manda a escribir de la aldea para ser universal –de Tolstoi y García Márquez a Twin Peaks o True Detective–, y su obra también es ese espejo al borde del camino del que hablaba Stendhal: el pueblo de los padres y los abuelos, el país de las nostalgias –el que existe en la memoria–, el barrio periférico y obrero en el que creció la mayoría de su generación, hija de inmigrantes rurales a la ciudad.

Pero del Molino va más allá del puro realismo, y muchos lectores se han reconocido en sus páginas: se saben las mismas canciones, han comido las mismas pipas y fumado los mismos porros, sus barrios, no importa el nombre, son todos el mismo. Incluso sus tedios son parecidos. Cuenta su vida, que es casi la de cualquier español. Y eso, por lo general, triunfa y gana premios: a la gente le gusta verse, oír que esos libros tratan de ellos, compartir las claves de obras que tienen ecos en los noticieros que han visto y cuyos personajes reconocen. De ahí que un escritor como Rafael Chirbes haya sido uno de los más exitosos en los últimos años por escribir sobre la especulación inmobiliaria y retratar la España de la crisis económica. O que la serie más longeva en televisión sea la que recrea una familia desde los años de la Transición hasta hoy. O que entre las películas más taquilleras figuren las que hablan de apellidos vascos y catalanes. Y por eso mismo, La España vacía figura entre los libros más vendidos el año pasado junto con Patria, de Fernando Aramburu, una novela sobre los años más oscuros del País Vasco.

Ese ensayo sobre su país, junto con Lo que a nadie le importa (2014), lo inscriben también en una corriente ya muy reconocible de autores que, en el último lustro, han vuelto a la aldea para contar España. Jenn Díaz (1988), una de las voces jóvenes prometedoras de la Península, hasta inventó un pueblo llamado Belfondo que no solo recuerda a Aracataca sino que sirve para las mismas cosas: “Invocar las mitologías, recrearlas o jugar con ellas desde la contemporaneidad”.

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Ensayista experimental

El hecho de que Sergio del Molino parta de su vida para moldear su narrativa obliga a ubicarlo muy cerca del ensayo experimental y en movimiento, como lo ha denominado Jorge Carrión: obras en las que el reportaje, la autobiografía, el ensayo mismo y el relato de viajes se mezclan, se agrandan o se achican en función de las necesidades del relato. La España vacía pertenece a un grupo de obras en el que caben Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, las Librerías de Carrión o el Leviatán de Philip Hoare, comunes por su mezcla de géneros.

Es autobiografía: alude a su infancia en un pueblo valenciano, entre la playa y los naranjos. Es divulgación y periodismo sobre densidades de población, divisiones territoriales, vicios de la clase política (con sus barones y caciques), causas y consecuencias de la despoblación. Es traducción de esa diáspora rural en clave de crónica. Es un libro que acude a la historia monárquica, franquista y republicana, y un diálogo literario con Machado, Azorín, Unamuno, la Generación del 98. También es trozos de biografía comentada de Bécquer, notas al pie del Quijote o de las traducciones de Gautier, además de un libro de viajes. Hay especulación, poesía y libertad. Y es un libro que bebe de El interior de Martín Caparrós en su idea de recorrer un país en función de entender cómo se arma y de desenmarañar esa abstracción, ese invento que es la patria, las “razones que hacen creer que somos algo todos juntos”. Del Molino recorre pueblos de los que ningún extranjero ha oído hablar porque todavía no salen en las guías turísticas –las Hurdes, Fago, Sanabria– aunque ya lo intentan, como única posibilidad de supervivencia, y para ello convierten cada villa en un parque temático que escenifica un pasado que, a veces, ni siquiera existió. En ese recorrido, el autor consigue explicar esas dos Españas que existen: la urbana y europea, y la vacía, interior y despoblada (con zonas donde la tasa de habitantes por kilómetro cuadrado solo es equiparable a la del norte de Suecia y a la región ártica de Finlandia). “Dos Españas cuya comunicación ha sido y es difícil, que se han mirado con desconfianza. A menudo, parecen países distintos y, sin embargo, no se entienden el uno sin el otro”.

En definitiva, los libros de del Molino son, sobre todo, diálogos. Periodista de formación y oficio, acude a todas las fuentes posibles para conversar con ellas, y al hacerlo va trazando el mapa de ese país que es, además de real, un estado mental, un territorio literario, hecho de mitos y letras, “que existe sobre todo en la memoria de quienes lo habitaron”. Él provee el relato que le faltaba para terminar de reconocerse. Por eso funciona tan bien su España vacía: porque al explicar el mito, también lo afianza.  

Un escritor contemporáneo

A pesar de la dimensión de sus temas, de la magnitud de la tragedia personal de perder a un hijo o la pompa y ceremonia con la que se habla casi siempre de la patria, Sergio del Molino es todo menos solemne. Quita hierro a lo que se sacraliza, sin trivializar tampoco el horror o la pena. Llora sin dificultad en sus páginas, se enfada, se impacienta, es irreverente, divertido, y no disimula alguna soberbia perdonable. No es meditabundo, condescendiente, consolador ni melodramático. Evita cuidadosamente las palabras pesadas, la excesiva simbología, los trazos gruesos o la empatía simple. No hay nada en él de nacionalista o patriotero –su patriotismo no va más allá de reconocer los trozos de esa España de los que está hecho–. Sin apriorismos, elude con cuidado esos lugares comunes de su país. Y se muestra desnudo en una época en la que, aunque parece que nos exhibimos todo el tiempo en Internet, lo hacemos casi siempre con impostura. Él lo hace sin vergüenza, sin retoques, “respetando las emociones vividas” y “las impurezas que las hacen verdaderas”. Con honradez: revisa su pasado, se cuestiona haberle fallado a su viejo profesor, escribe una carta de amor a su hijo, dialoga y revisa con cuidado los mitos de su país y los suyos. Es un hombre que escribe desde “el amor a lo real de su vida”, como dijo de él Antonio Muñoz Molina.

Basta oír sus fabulosas intervenciones en La Cultureta, el programa de radio en el que participa los fines de semana, para notar que es un intelectual sin pose. También es un autor contemporáneo muy activo en las redes sociales, tuitero y actualizador de estados en Facebook en los que habla de política, series, lecturas, de su paternidad, de su oficio como “plumilla” o amo de casa, o su papel de escritor que participa en festivales y firma libros sin acritud. Pero Sergio del Molino es, sobre todo, literatura. “Vive por ella”. Y se le nota. Un escritor es aquel que somete su destino al tamiz de las palabras. Y con ellas, la belleza emana incluso de los dramas más profundos. Esa es la que él persigue. Y logra, al crear su propio mapa sentimental, habitar ese mundo.

Publicado en Revista Arcadia. Enero de 2018.

Vale por un velero

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El Buque ARC Gloria, la universidad flotante en la que los jóvenes de la Armada Nacional aprenden a leer las estrellas y a vivir en el mar, cumple 50 años esta semana.

Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 4 de marzo de 2018.

Los marineros no siempre nacen junto al mar. El pirata Francis Drake vino al mundo en Tavistock, un pueblito del condado de Davon en Inglaterra, y Américo Vespucio lo hizo en Florencia, a la orilla del río Arno, muy lejos de la costa italiana.

Muchos de los tripulantes del Buque Gloria también decidieron hacerse a la mar desde tierra seca. El guardiamarina Andrés Umaña, por ejemplo, ni había pisado antes una playa. “En mi ciudad solo hay un río y me olía mal”, dice. Él nació en Cali y cuenta que terminó en la Marina solo porque quería ser militar. Jamás pensó que iba a hacer lagartijas en el bochorno del mediodía de Cartagena ni a entrenarse para ser oficial en la costa Caribe. El caso de su compañera

Juliana Álvarez, también estudiante de último año en la Escuela Naval de Cadetes, es parecido. De Riosucio, el municipio caldense entre la ladera de los Andes y la ribera del Cauca, ella había oído las anécdotas de unos primos lejanos, miembros de la marina mercante, pero decidió empezar una vida entre fragatas, barcos y corbetas sin haber leído siquiera una historia de piratas.

Álvarez y Umaña, junto a otros 74 cadetes y un grupo de oficiales y suboficiales al mando del capitán de navío, Mauricio Echandía, pasaron 167 días a bordo como parte de su último año de estudios.

Ellos coinciden en que esta travesía de casi seis meses es un premio, pero se trata, sobre todo, de un viaje de formación: 24 días en puerto, y el resto, clases. El Gloria es una extensión de la Escuela Almirante Padilla, en la que los cadetes aprenden a leer las estrellas y orientarse con las constelaciones, maniobrar velas y cabos, controlar averías, descifrar cartas de navegación, utilizar barómetros, compases, sextantes, catalejos y GPS, reconocer la fuerza del viento y las mareas, identificar las luces de otros barcos, el lenguaje de las banderas marinas y los tipos de faros.

Parece el salón ideal, entre el cielo y el agua, y al mismo tiempo involucra las dificultades de convivir con compañeros de otros semestres –con las respectivas rivalidades entre antigüedades–, y en un espacio muy reducido.

Porque todo es pequeño cuando se trata de un barco: la cocina que alimenta a los 152 tripulantes no es más grande que la de un apartamento pequeño, y el “rancho general” (el cuarto que se ubica bajo la vela principal) no es mucho más amplio que un aula común y corriente –64 metros cuadrados–.

Allí cuelgan del techo las hamacas en las que duermen y, durante el día, los pupitres en los que toman sus lecciones. También es el lugar para comer y en el que se preparan en las mañanas para sus entrenamientos y guardias. Ese momento, mientras embolan sus botas y se ponen el uniforme, es cuando se cuentan historias. Porque el tiempo libre es limitado. En el buque Gloria se estudia y se trabaja.

Una historia en cada puerto

A pesar de que la travesía equivale a un semestre universitario, tiene momentos en los que se parece a un crucero de vacaciones y a los paseos de graduación. Juegan fútbol y trotan en cubierta, hacen turismo en las ciudades que visitan y hasta salen de shopping.

En el puerto de Charlestón, en Estados Unidos, compraron ropa; en Bélgica, chocolates y cervezas; en San Petersburgo, matrioskas como suvenir para sus familias. Tampoco pueden cargar mucho: precisamente porque en el barco el espacio es limitado, solo pueden llevar lo que les quepa en un armario de 50 por 70 centímetros, ya ocupado en su mayoría por su dotación.

Después de 40 días navegando, Umaña cuenta que se bajan en los puertos como hormigas después de la lluvia. Todos respetan el código militar y el uniforme. Más maduros que un universitario corriente, saben que representan al país. No beben ni fuman a bordo. Sí bailan y salen de pa- rranda cada vez que el buque atraca, contagian los bares con la alegría colombiana –como sucedió una noche en Gotemburgo, Suecia– y dejan incluso un amor en cada puerto, de acuerdo con la tradición de los hombres del mar.

En Halifax, Canadá, tres chicas miraban desde sus motos como zarpaba el Gloria y, con él, una breve historia de amor. En Antwerp, Bélgica, una profesora de natación le prometió a su cadete ir a verlo cuando el buque atracara en España. Ahora son amigos en Facebook y cada vez que tiene señal y el reglamento lo permite, le manda un mensaje.

Aunque todos cargan teléfonos inteligentes, parte de su formación militar consiste en aprender a sortear el apego y la nostalgia. Pasan muchos días en altamar, donde no hay señal de ningún tipo, y desde el primer semestre, en el internado de la Escuela Naval, aprenden a comunicarse con sus familias una vez al mes y por carta. Aunque lo parezca, no se trata de un anacronismo. La guardiamarina Álvarez explica que en una guerra electrónica lo primero que se pierden son los equipos de comunicaciones y cualquier indiscreción podría delatar la posición al enemigo. Por eso ellos se entrenan para manejar los instrumentos tradicionales y comunicarse a través de códigos que siguen vigentes aunque parezcan antiguos.

La vida en Altamar

La experiencia de cruzar el Atlántico hoy tiene poco que ver con la de marineros como Colón o Magallanes. En aquella época naufragaba una de cada cuatro embarcaciones y el viaje significaba soportar todo tipo de penurias: viajaban hacinados, la dieta era precaria y tenían que lidiar con el escorbuto, el tifus y las diarreas, los asaltos de piratas, el pésimo estado de los barcos e incluso las ratas y pulgas que abundaban en las escotillas. Eran tan duras las condiciones que hubo un tiempo en que los viajeros debían hacer un testamento antes de partir.

No es el caso de los tripulantes del ARC Gloria. Un grupo de bomberos suecos que visitó el buque en Gotemburgo, junto a un militar de la unidad de submarinos de la armada de ese país, lo alabó por su mantenimiento y su limpieza. Los cadetes cuentan que la comida a bordo es deliciosa –es típica colombiana– y que lo máximo que han tenido que soportar es el mareo.

Igual han sorteado una tormenta, en la que parecía una noche tranquila rumbo a Bélgica. En el mar las condiciones cambian de golpe. El viento empezó a soplar a 55 nudos (100 km/h, una tempestad violenta) y escoró el buque. Entonces sonó el pito de emergencia –en un barco mili- tar, el lenguaje consiste en pitadas de diverso tipo–. Y como en un baile, los alumnos se distribuyeron para subir sobre las vergas. En menos de diez minutos, equipados con arneses de seguridad, mojados por la lluvia y helados por el viento, recogieron las velas mientras el comandante de cargo daba la orden de encender el motor propulsor. Se trata de un bergantín y el motor se utiliza para entrar en puerto o sortear el mal tiempo. Y así salieron de la tempestad.

Ya se sabe: los barcos están seguros en tierra firme, pero no fueron hechos para eso, como reza un antiguo proverbio oriental, o como dijo Roosevelt, ningún mar en calma hizo experto a un marinero.

¿Por qué Gloria?

Como las grandes ideas, el Gloria también comenzó en un trozo de papel. Era 1966 y Colombia necesitaba un barco para entrenar sus almirantes. El dinero del gobierno no llegaba. Hasta que el Ministro de Defensa y General Gabriel Rebeiz Pizarro, en una reunión social y ante la insistencia del comandante de la Armada, dio su apoyo al proyecto y escribió en una servilleta: “Vale por un Velero”.

Dos años más tarde, el buque –bautizado en honor a Gloria Zawadsky, la mujer del ministro, que murió antes de verlo terminado– se convirtió en el Alma Máter de los marinos de Colombia. Desde entonces es además de un apoyo a la política exterior del Estado, un embajador que recibe cientos de visitantes en cada puerto que atraca.

El Gloria es el más pequeño y antiguo de cuatro veleros hermanos construidos por el mismo astillero y que hoy son parte de las armadas de Venezuela, Ecuador y México. Desde que empezó en 1968, ha navegado cerca de 15 mil millas náuticas, el equivalente a 39 vueltas al mundo. Este año es, precisamente, su 50 cumpleaños.

Para los cruceros de cadetes, el buque es sobre todo una experiencia para la vida. El viaje no se puede comunicar, ni aunque se quiera. Las palabras son casi siempre insuficientes. Igual que Flaubert, que al llegar a Egipto se quejó de tener que comparar las estrellas del desierto con diamantes, la guardiamarina Álvarez se lamenta de no poder transmitirle a su madre la belleza de los paisajes que ha visto en la travesía.

La luna roja entre Halifax y Amberes, los amaneceres de colores, el canal de la Mancha, la majestuosidad de ciudades como San Petersburgo, en Rusia, y Casablanca, en Marruecos, o la emoción que supone para quien no conoce el mar navegarlo por primera vez.

O esa noche en la que mientras estaba de guardia en el alerón vio cómo el mar pasó de gris a fluorescente. En la proa, los delfines jugaban alrededor de María Salud –la talla de madera que decora el mas- carón del barco– y también brillaban. Álvarez supo después que se trataba del plancton que ilumina por las noches el agua.

Estas y otras historias son las que cuentan los marineros al volver a casa, que regresan no solo llenos de conocimientos navales sino con los aprendizajes que provee un gran viaje: la conquista de la soledad, el descubrimiento de los otros y la adicción a la distancia, al camino.

La información en la era de la posverdad: retos, mea culpas y antídotos

Seguro que cuando el dramaturgo Steve Tesich utilizó en 1992 el término posverdad en un artículo para la revista The Nation, no se imaginó que veinte años después el neologismo sería incluido en el diccionario. El texto describía lo que el autor llamó entonces “Síndrome Watergate”, por el cual los escándalos y revelaciones sobre la presidencia de Nixon, la administración Reagan o la guerra del Golfo no generaban indignación en los norteamericanos sino, por el contrario, una especie de desprecio por las verdades incómodas. “En lugar de mirar los hechos, nos distanciamos de la verdad. Asociamos ‘verdad’ con ‘malas noticias’ –y no queríamos malas noticias–, olvidando lo vitales que son para la salud de la Nación”. Tesich concluía que las implicaciones para el futuro de Estados Unidos serían terribles: “Antes, los dictadores debían trabajar duro para suprimir la verdad. Pero nosotros, con nuestras acciones, les estamos diciendo que eso ya no es necesario. Como seres libres, hemos decidido libremente que queremos vivir en el mundo de la posverdad”.

Sus palabras resultaron visionarias. Parecen escritas para el periódico de esta mañana. Y así lo confirmó en noviembre pasado la Oxford University Press al elegir ‘post-truth’ como la palabra del año, para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

El término pretende describir la conmoción que han supuesto el Brexit, la derrota de Hillary Clinton y el triunfo del NO en el Plebiscito por la paz en Colombia, acontecimientos que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist lo explicaba en su artículo Art of lie, a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política 'posverdad': una confianza en afirmaciones que se 'sienten verdad' pero no se apoyan en la realidad”. Entre otras razones, el término fue elegido porque su uso aumentó dos mil por ciento respecto al año 2015.

Alex Grijelmo indica que el prefijo post- (abreviado en pos-) se usa para denotar una situación ya superada, pero no necesariamente desaparecida: “así, al mencionar “la era posindustrial” no se pretende señalar que no existan industrias, sino que ese sector dejó de ejercer su papel fundamental. De igual modo, era posverdad no significa que la verdad se haya evaporado, sino que ha dejado de ser prioritaria”.

Los ejemplos de posverdad son muchos. Sólo en el último año, en Estados Unidos circuló un falso certificado de nacimiento de Barack Obama, según el cual el presidente no habría nacido en Hawái sino en Kenia. A su vez, la extrema derecha, para desacreditar el Obamacare, proclamó la existencia de un “comité de la muerte”, un supuesto grupo de médicos que podía decidir por su cuenta practicar la eutanasia a enfermos crónicos y ancianos en los hospitales. También tuvo mucho eco un supuesto mensaje en el que el Papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano (960.000 likes y compartidos), otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual Hillary estaría involucrada en varias muertes, entre ellas la de un agente del FBI que había filtrado sus correos electrónicos. En Colombia, por Facebook y WhatsApp, circularon cadenas que afirmaban que, de ganar el Sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial y que los votos del No serían cambiados gracias a los lapiceros borrables que se instalarían en las mesas de votación. También se alegaba una supuesta ideología de género en el Acuerdo de paz, que éste implicaba una eliminación de subsidios a los más pobres y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo falso, que en estos tiempos no sobra repetirlo; pero mentiras orquestadas desde las altas esferas y que millones de ciudadanos creyeron y ayudaron a difundir en cada muro de sus redes sociales.

 

La verdad en los tiempos de Facebook y Twitter

Una de las razones que explican la propagación de contenidos dudosos tiene que ver con cuestiones psicológicas y de dinámicas de redes. Investigadores como Yochai Benkler, de la universidad de Harvard, apuntan a que los seres humanos con intereses afines tienden a encontrarse –hoy ayudados por las plataformas sociales en Internet–, y crean clústeres en los que grupos de individuos, con informaciones acomodaticias, ratifican entre sí sus creencias descartando los datos que apuntan en direcciones opuestas a sus prejuicios. Esto genera burbujas de información en las que sólo ven –vemos– contenidos afines a nuestros pensamientos y amigos.

Y esto preocupa especialmente cuando estudios como los del Pew Research Center confirman que el 62% de las personas emplean las redes sociales para informarse. Como explica Bill Maher, comentarista político estadounidense, antes los ciudadanos iban a los periódicos, se informaban en la prensa tradicional, porque sabían que en las redacciones se diferenciaba claramente la verdad de la ficción, porque había gente que había estudiado para hacer ese trabajo. Pero ahora la gente se informa por Facebook, a través de lo que otras personas comparten, lo que se puede comparar con lo que antes era el "dicen por ahí", y esas fuentes casi nunca son confiables. En vez de lo que se produce en una sala de redacción, se fían de lo que comparte una tía, una prima o un desconocido. Y esas mismas personas creen que si una noticia es relevante, ya los alcanzará. Pero no es cierto, ya que en las redes esa noticia importante compite con memes, fotos de cumpleaños, payasos locos, videos virales y algoritmos. 

De hecho, hay estudios que confirman que, durante la recta final de la campaña presidencial en Estados Unidos, las noticias falsas tuvieron más comentarios, ‘me gusta’ y compartidos que las noticias reales. Investigadores como filippo Menczer, del Observatorio de Redes Sociales de la Universidad de Indiana, concluyen que ya no hay casi ninguna diferencia entre la popularidad de artículos desinformativos y artículos con información fiable. El número de shares es prácticamente el mismo. En otras palabras, no hay ninguna ventaja en decir la verdad.

Además, hay otros datos que resultan todavía más alarmantes: según informa también el Pew Research Center, el 23% de las personas admite haber compartido noticias que luego resultaron falsas, y el 14% a sabiendas de que lo eran.

Y todo esto sucede apenas unos meses después de que Facebook despidiera a los dieciocho editores que seleccionaban las noticias destacadas en el timeline de sus usuarios en favor de un algoritmo para hacer ese trabajo. La plataforma fue acusada de influir en el resultado de las elecciones por ser una de las principales plataformas para la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg, en principio, intentó distanciar a su plataforma de la polémica, ha terminado sumándose a los esfuerzos de Google para impedir la publicidad de páginas web que promueven bulos informativos, así como los grandes medios han fortalecido sus equipos de verificadores de datos. Es verdad que las noticias falsas por si solas no explican en resultado del Brexit, a Trump o el No, pero sí es claro que la dieta informativa ha resultado determinante.

 

La verdad, ¿irrelevante?

El triunfo de la posverdad ha llevado a muchos analistas a hablar de un cambio de paradigma. Es cierto que el embuste informativo ha existido siempre –como recordaba un periodista hace poco, los sofistas griegos ya eran maestros en manejar el lenguaje para demostrar que el veloz Aquiles nunca podría alcanzar a la tortuga–, pero sí preocupa el hecho de que la verdad parece haber dejado de ser relevante. Mucho de lo que hoy se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad y abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia, mientras el resto difunde esos bulos por ignorancia.

Si estamos de acuerdo en que la democracia y la libertad se basan en la evidencia y la verdad, el periodismo y su misión de informar cobran de nuevo toda su importancia. De hecho, la prensa es una de las pocas instituciones –junto con la ciencia, la justicia, y el sector educativo– que puede realmente construir defensas sólidas contra los peligros que conlleva la posverdad, entre ellos la manipulación, la alienación, la aniquilación del pensamiento crítico y las derivas autoritarias que desembocan luego en totalitarismos.

Ante una sociedad emocional que actúa y vota por miedo, rabia, descontento, proteccionismo e inconformidad, ante el fracaso de los líderes tradicionales, dirigentes que no dicen la verdad y ciudadanos a los que hace tiempo les dejó de importar la cosa pública, la prensa debe recuperar su histórico papel de Cuarto poder, pero primero, la confianza y credibilidad que le ha perdido el ciudadano. Ante las mentiras que crean una imagen falsa del mundo –armas en Irak, teorías conspiratorias, manipulación del ciudadano en procesos electorales– está llamada a posicionarse de nuevo como fuente primera, fiable y competente por encima de blogs anónimos, portales seudoinformativos y fuentes de calidad cuestionable.

El problema es el periodismo, en la pelea por la rentabilidad y los clics, también ha incurrido en el favorecimiento de la emotividad de la audiencia en detrimento del pensamiento crítico. Los contenidos pasaron a ser menos importantes que sus efectos virales. Como escribió Martín Caparrós en El País, comunicar, contar, analizar y hacer preguntas ha dejado de estar antes que el tráfico.

Craig Silverman, editor de BuzzFeed Canadá, explica que demasiado a menudo las organizaciones de noticias han contribuido en la propagación de falsedades y contenidos dudosos, polucionando el flujo de información digital, necesitados igualmente del tirón de la viralidad. También The economist, en su artículo Yes, I lie to you, lo explicaba: “La fragmentación de las fuentes informativas ha creado un mundo atomizado en el que las mentiras, los rumores y los chismes se propagan a una velocidad alarmante. Las mentiras que se comparten ampliamente en las redes sociales, cuyos miembros confían más en sus iguales que en cualquier medio de comunicación, adquieren rápidamente la apariencia de verdad. Las supuestas evidencias hacen que la gente descarte rápidamente los hechos para creer en esas que ratifican creencias muy solidificadas. Y la falsa objetividad del periodismo tampoco ayuda. En aras de ese equilibrio, muchas veces se incurre en el error de dar el mismo espacio a la verdad y a la mentira. Y según eso, todo es relativo. Todo es opinable. Y es la sociedad la que paga el costo”.

 

¿Qué hacer entonces?

Es cierto que en la elección de Donald Trump la prensa tiene gran parte de responsabilidad. Las cadenas de televisión y periódicos americanos le dieron al candidato la mayor exposición mediática en la historia de Estados Unidos: cubrieron cada rally de campaña; lo hicieron ver como presidente antes de serlo y, durante las primarias, recibió tres veces más cobertura que el resto de los candidatos republicanos y el doble que Hillary Clinton y Bernie Sanders juntos. Esto, sumado a la guerra de los clics, sus errores históricos y su aporte en la contaminación del flujo informativo, obliga a la prensa a hacer un mea culpa y todos los esfuerzos para recuperar el respeto del público.

Pero la solución al problema de la posverdad no pasa solo los periodistas. La responsabilidad recae también en las redes sociales. Facebook, Twitter y compañía deberán ser más transparentes respecto a sus algoritmos y trabajar de la mano de profesionales de la información –ya empiezan a hacerlo– para incorporar fórmulas que refuercen menos las creencias de los usuarios en pro de más información basada en hechos. Algoritmos que eviten la propagación de noticias falsas y privilegien los contenidos de quienes invierten en sus contenidos, que someten sus productos mediáticos a controles de calidad y rinden cuentas. Como escribe David Alandete: “un algoritmo nunca podrá hacer periodismo, pero puede aprender a identificar a aquellos que lo hacen, por el bien de todos”.

A su vez, todos los ciudadanos debemos asumir nuestra responsabilidad como usuarios, hacer un esfuerzo adicional a la hora de consumir y producir en las redes sociales. Antes de compartir un contenido, preguntarnos: ¿Alguien ha verificado esta información? ¿Es ésta una fuente primaria y confiable o, por el contrario, tiene algún interés involucrado en la noticia? ¿Suele, este medio de comunicación, corregir informaciones tendenciosas o equivocadas o más bien insiste en contenidos ambiguos o teorías conspiratorias? Como recuerda Brooke Borel, periodista científico americano, todos debemos recordar que cada que damos un me gusta nuestros contactos se convierten en audiencia de ese contenido. Un clic es una firma. Un signo de aprobación. Y las cosas empezarán a cambiar si no perdemos de vista ese postulado.

 

Motivos para el optimismo

La verdad ha perdido valor. La gente es cada vez más indiferente a las evidencias, las pruebas, los hechos comprobados. Es cierto. Pero quizá aún queden razones para no ser tan pesimistas. En contraste con el auge de las noticias falsas, a finales de enero, The New York Times confirmaba que había sumado, a sus casi dos millones de abonados a su edición digital, casi trecientos mil nuevos suscriptores en el último trimestre del 2016, un crecimiento del 19% respecto al trimestre anterior. También The Wall Street Journal añadió ciento trece mil lectores en ese mismo periodo. El número de suscriptores del Financial Times subió un 6% y canales como CNN y MSNBC ven crecer sus índices de audiencia en casi un 40%, según informa Nielsen.

A su vez, las voces de los ciudadanos se escuchan cada vez con más fuerza y parecen sumarse al desafío. Sucedió con la marcha multitudinaria de mujeres tras la posesión de Donald Trump, las manifestaciones de cientos de personas frente al edificio del NYT declarándole su apoyo tras los ataques del presidente vía Twitter o los cerca de 80 millones de dólares en donaciones que recibió la Unión Americana de Libertades individuales después de las elecciones, cuyo número de miembros también se ha casi duplicado desde entonces. Como escribe Joseph Stiglitz, la luz de esperanza en el nubarrón Trump está en este nuevo sentido de solidaridad con respecto a los valores fundamentales, tales como la tolerancia y la igualdad, que ahora se sustentan por la toma de conciencia del fanatismo y misoginia.

Pero quizá el primerísimo primer paso consista en volver a llamar las cosas por su nombre, y en vez de hablar de posverdad o aceptar los hechos alternativos que propone la jefa de prensa de la Casa Blanca, volver a hablar de bulo, estafa, falsedad y mentira. Porque de lo contrario sucederá como en el 1984 de George Orwell, cuando el pueblo aceptaba que el Ministerio de la Verdad reemplazara oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir malo, con el fin “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”.

Porque no podemos olvidar que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la civilización y la democracia. Si la verdad deja de importar, su poder para resolver los problemas de una sociedad se ve realmente perjudicado. Como escribe Jonathan Freedland en The Guardian, ahora la gente trata los datos igual que a las opiniones: descarta las que no le gustan. Y si no importan los datos entonces tampoco puede existir el consenso: no podríamos creer en nada de lo que vemos y todo podría ser una conspiración, un mito o un engaño. Siempre habrá quien diga que los muertos en Alepo o el niño rescatado allí son un montaje, y quien negará el cambio climático a pesar del grosor de las evidencias. Pero hay que hacer más esfuerzos para que sus mentiras y negación de la evidencia no tengan un altavoz tan vasto.

Y no es el tiempo de seguir hablando de la muerte del periodismo sino lo contrario: del periodismo con futuro, con profesionales capaces de asumir todos estos desafíos. Menuda contradicción sería sino que, en la Sociedad de la información, siguiéramos más desinformados que nunca, o no tuvieran cabida a los profesionales de la información. Como dijo el escritor David Roberts, en un partido se necesitan referees, no todos pueden ser jugadores.

Hace tiempo que distintas teorías posmodernas y otras más antiguas empezaron a cuestionar la verdad en pro de una versión más plural y relativa. Pero la realidad –esa palabra que Nabokov decía que no significaba nada sin comillas– no es sinónimo de verdad, hechos y datos. La realidad puede ser múltiple, porosa, ambigüa, pero no así los hechos y los datos. Esos son simples, obvios, inmodificables. El agua sigue mojando. El sol sale todos los días. 

*Texto publicado en la edición 112 de El Eafitense. Mayo 2017

Buscar a un cosmopolita. La Italia de Stendhal

Si uno quisiera ir tras las huellas del autor de 'Rojo y Negro', ¿dónde empezar a buscarlo? ¿Es posible encontrar a Stendhal en Francia, donde nació, o en Italia, su patria adoptiva? ¿Cómo encontrar a un hombre que se escondió detrás de casi 200 seudónimos, que disfrazó de novelas sus autobiografías y mintió en sus diarios de viaje?

 

Todo escritor es, de algún modo, un peregrino. Devotos de esa religión que es también la literatura, buscamos a Kafka entre la bruma de Praga, a Joyce en Dublín, a Pessoa en el café A Brasileira de Lisboa y a Tolstoi en Yásnaia Poliana, en ese montículo que es su tumba sin nombre. 

Yo busqué a Stendhal por primera vez en París, en la rue Richelieu, esa calle que comienza en el carrusel del Louvre y sobre la que están la Biblioteca Nacional, la Comédie Française y el Palais Royal. En esa búsqueda me tropecé primero con Diderot, en el número 39, donde concibió su Enciclopedia. En el 40 fue Molière, en ese escenario de leyenda en el que se supone que murió tras la representación de su Enfermo imaginario. Pero un par de cuadras más adelante, en el 61, ahí estaba: al lado de un restaurante thai, el edificio de seis plantas en el que Henri Beyle, Stendhal, escribió sus Paseos por Roma y Rojo y Negro, su novela más famosa. Y en el 71, el apartamento en el que redactó uno de sus tantos testamentos, donde pensó en suicidarse. Luego fui la rue Caumartin, donde otra placa recuerda que, en el cuarto piso, compuso y dictó La cartuja de Parma en un tiempo record de 52 días.

Pero después de visitar ambos lugares, la sensación fue de vacío. La presencia de Cavafis es llamativa en su casa en Alejandría –cercana a un burdel, un hospital y una iglesia (remedios para el cuerpo, la carne y el alma, como él decía)– y a Dostoievski todavía se le intuye tras su escritorio en San Petersburgo. Pero Stendhal no estaba allí. No lo encontré entonces en París como tampoco años más tarde en Grenoble, la ciudad en la que nació y detestaba –igual que todo lo provinciano (encontraba su aire asfixiante y sus calles malolientes, le daba nauseas)–. Ni siquiera tras hacer el recorrido que hoy ofrece el ayuntamiento por los que fueran sus escenarios: la casa natal, donde pasó sus años más felices hasta la temprana muerte de su madre, la casa del abuelo Gagnon, en la que vivió hasta los 16, el liceo que hoy lleva su nombre y la Biblioteca Municipal que guarda sus manuscritos, esos que reposaron entre el polvo y el olvido casi medio siglo y que conocemos solo gracias a Stanislas Stryienski, un joven profesor polaco que los descubrió en 1888 y decidió buscarles editor, cumpliendo así el presagio del propio Stendhal que aseguró que sería leído en un futuro lejano, no menos de 50 años después de su muerte (de nada le sirvió en vida el elogioso artículo de Balzac sobre La cartuja. Él es, probablemente, el escritor del que más se ha escrito a partir de unos años después de su muerte).

Entonces empecé a entender: si es fácil rastrear los pasos de un artista en una sola ciudad eso suele significar que aquel no fue un viajero. No se encuentra a Saint-Exupéry en Lyon como tampoco a Stevenson en Escocia o a Casanova en Venecia, aunque lo intenten las guías turísticas. Y Stendhal fue precisamente eso: un turista, un europeo, un cosmopolita.

 

El rastro de un turista

Aunque conocemos a Stendhal principalmente como novelista –el padre de la novela moderna, según tantos especialistas–, él fue sobre todo un escritor de no ficción: textos autobiográficos disfrazados de novelas, biografías, ensayos sobre pintura, literatura o sobre el amor, crónicas de sucesos y, en especial, un vasto testimonio de sus viajes. Fue, sobre todo, un escritor viajero, de esos que hacen del viaje una forma de vida elegida y para los que el movimiento es una necesidad vital. Gracias a su primo Pierre Daru, quien fuera entonces la mano derecha de Napoleón, ingresó en el Ejército en 1799 y a partir de entonces el destino hizo de él un viajero infatigable: huyó de su tierra natal de provincias hacia París y de ahí a las gestas napoleónicas, con las que recorrió por primera vez el continente y lo llevaron hasta la campaña de Rusia. Más adelante, ya como burócrata del Imperio –prefecto, intendente, cónsul– su vida fue un constante ir y venir entre Francia e Italia, con estancias temporales en Suiza, Alemania, Holanda e Inglaterra.

Esos viajes lo convirtieron en un hombre de vocación cosmopolita. Sus libros dan testimonio de su fascinación por Europa –entre ellos Paseos por Roma, Memorias de un turista y Roma, Nápoles y Florencia–, y guardan la mirada de un adelantado de su tiempo, antichauvinista, gran observador y apasionado de las artes. Él fue el “verdadero descubridor del alma europea”, según Nietzsche, y “el primer gran europeo después de Montaigne”, como lo definen sus biógrafos.

Pero entre todos los destinos de su vida itinerante, Italia fue su tierra prometida, su patria por elección, un país del que escribió con una admiración contagiosa y en el que encontró todo lo que, según él, sus compatriotas franceses no eran: apasionados, irreflexivos, vitalistas, enamorados, caprichosos, encaminados a la búsqueda de la felicidad. Allí completó su formación artística, conoció sus grandes pasiones –la música, la pintura, la belleza y las mujeres (la estética que lo mantenía vivo)–, donde se descubrió ciudadano del mundo y se hizo escritor. Pasó, todo sumado, diecisiete años en ese país, que fue, de hecho, el que quiso que figurara en su epitafio: “Arrigo Beyle, milanese”, que luego quiso modificar por “Arrigo Beyle, romano”, cuando se enamoró más adelante de la ‘Ciudad Eterna’.

Ese deseo de no pertenecer a un sitio sino a otro era un ansia por completo nueva en su época: no era para nada corriente que un escritor rindiera tan poca reverencia a la patria que le había asignado el destino. Como nuevo fue también que utilizara la figura de un turista como protagonista, en un libro que escribió influenciado por el Viaje sentimental de Sterne y las Cartas persas de Montesquieu. Stendhal era consciente de que el viaje había cambiado y poco a poco se convertía en una práctica abierta, ya no de formación como el Grand tour, exclusivo de las clases aristocráticas. Él no es ni mucho menos el responsable del anglicismo, pero lo usa –es el primer escritor en hacerlo– consciente de esa nueva realidad. Su viajero es un burgués como él mismo: un hombre culto y de buen gusto, con un alma sensible, al que le gusta visitar museos, ir al teatro y hablar de arte y literatura. Y ello sólo se entiende por la pasión por la libertad que presidió la vida y obra de Stendhal, que viajaba impulsado por sus pasiones, que odiaba el trabajo, el tedio y la estupidez, que se vanaglorió de no haber hecho nunca nada que no le diera placer y que sabía que vivir la vida como una obra de arte era la condición indispensable para escribir una.

 

Roma, Nápoles y Florencia

Si Italia fue para Stendhal su lugar en el mundo, lo lógico es ir allí para encontrar sus huellas. Yo lo busqué primero en la capital. Desde el hotel Minerva, donde vivió al lado del Panteón, y armada con sus Paseos por Roma (1828), recorrí la ciudad a la luz esa guía que escribió por sugerencia de su primo Romain Colomb, para ganar dinero. Porque Stendhal pasaba entonces por una angustiosa situación económica: la modesta herencia que había recibido y su precaria pensión de funcionario no le alcanzaban para vivir.

Así, se dio a la tarea de escribir esa guía, en la que mezcló sus recuerdos e impresiones personales con plagios de otros libros, comentarios de arte, datos que le proporcionan expertos y amigos, bosquejos y anécdotas con las que reflejaba el carácter de los ciudadanos y descripciones de las costumbres de la ciudad. Con un estilo más espontáneo que preciso –el mismo que había usado años antes en Roma, Nápoles y Florencia– reseñó cada monumento, cuadro, ruina y edificio: desde El Coliseo hasta San Pedro, de Miguel Ángel a Cánova, de la historia de Roma a los bailes en los salones.

Pero esos Paseos, igual que sus otros diarios de viaje, permiten rastrear los escenarios, pero no la presencia del escritor. Stendhal propone recorridos que responden más a sus caprichos, a los chismes que escucha, la belleza de las mujeres o la emoción de ver un cuadro o llegar a un concierto que a la verdad histórica. Lo esencial, lejos del intelectualismo o la erudición, era ver las cosas a través del prisma de sus percepciones. Para él no había nada más verdadero que la sensación: “no pretendo describir las cosas en sí mismas, sino el efecto que tienen en mí”, escribió. Por eso no tiene reparos en abrir largas explicaciones –era un adicto a la claridad y un apasionado de los detalles “en los detalles está la verdad”, decía–, pero al mismo tiempo invita a sus lectores a saltar frases o párrafos completos que comprende que pueden resultar aburridos.

A Stendhal Roma le huele a coles podridas. Alaba las narices romanas y los helados, se emociona con las obras monumentales de Bernini y Borromini, con los cuadros del palacio Barberini. Allí se sentía “feliz de vivir” y la describe como “la ciudad de las almas, que tiene una lengua que todas las almas entienden”. La belleza es para él el territorio común de los hombres: “la belleza es la promesa de la felicidad”.

Pero así como no es posible encontrarle en Roma, tampoco en otras partes de Italia. Ni siquiera en Milán, donde la Scala fue más patria suya que cualquier calle parisina, esa ciudad que es además la verdadera protagonista de Roma, Nápoles y Florencia (1817) aunque no figure en el título, y que es, por otra parte, el único libro suyo que conoció el éxito de una segunda edición. Y no es posible hallarle entre otras razones porque su sitio fueron los salones, los bailes, la ópera y las tertulias –pasaba el tiempo literalmente hablando–, y ese mundo ha desaparecido. 

Aunque sí un poco en Florencia. Allí, un 22 de enero de comienzos del siglo XIX, escribió: “A la derecha de la puerta está la tumba de Miguel ángel (…) Diviso a continuación la de Maquiavelo y, en frente, la de Galileo. ¡Qué hombres! Y podría añadirles a Dante, Petrarca y Boccaccio. ¡Qué asombrosa reunión! (…). Estaba yo en una especie de éxtasis por la idea de estar en Florencia y la proximidad de aquellos grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver (…) Había llegado a ese punto de emoción en el que convergen las sensaciones celestes provocadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a derrumbarme». 

Ahí lo encontré por primera vez. Después de recorrer Florencia con los ojos abiertos es fácil identificarse con esa sobredosis de belleza que mareó al francés y que hoy se conoce como el Síndrome de Stendhal. Y esa es una de las claves para entender su obra y biografía, difícilmente escindibles:  hablamos de un escritor que no se halla en el terreno, sino en la emoción y el sentimiento. De hecho, esos libros de viaje son, sobre todo, ficticios: ni las fechas corresponden con su biografía, ni parece que haya conocido en realidad muchos de los lugares que menciona. No tenía reparo en inventar una cita o falsear la información. Para él lo importante era la esencia. No trató de reproducir la belleza, ni de informar con exactitud, sino de sugerir. Por eso a veces se extiende, pero muchas más prescinde de las disquisiciones, también movido por su conocida pasión por el mot juste, la palabra precisa, una búsqueda que lo llevó incluso a leer todas las mañanas el Código Civil para contagiarse de su estilo seco y objetivo: “todo esto, explicado en diez páginas elegantes, sería comprendido por todos y aumentaría la dosis de ciencia que permite ser pedantes a los tontos (…) Las sensaciones pueden indicarse, pero no se comunican. Los recuerdos de los viajeros ante estas ruinas son excelsos y llenos de emoción. (...) pero nadie tiene el poder de hacerle apreciar a nadie las bellas artes. No se puede hacer tragar el placer como si se tratase de una píldora”.

 

Las huellas de un hombre apasionado

No sólo su naturaleza cosmopolita hace difícil encontrar a Stendhal. ¿Cómo rastrear a un hombre que no se sintió de una sola ciudad ni de colectivo ninguno, que detestaba la masa, los grupos, cualquiera que fueran, que se sentía feliz de no encajar en ninguna parte, clase social, profesión o patria y que además se escondió detrás de seudónimos?  

Sus máscaras y engaños fueron de todo tipo, empezando por el mote con el que ha pasado a la posteridad. Stendhal es el nombre de una localidad prusiana, y fue solo uno de los más de doscientos que usó en su vida. Pero nada de esto significa que mintiera. Maestro de la simulación, era en realidad un apasionado de la verdad, honrado en grado sumo a la hora de emitir sus juicios y explicar sus emociones. Un hombre independiente. Libre. Su máxima era ser “él mismo” y su intención, conocer a los hombres y los laberintos del alma –“soy un observador del corazón humano”, “no tengo pretensiones de ser veraz salvo en aquello que afecta mis sentimientos”. Eso lo hizo un adelantado a su tiempo, al ejercer una escritura casi de psicoanalista. De hecho, fue ese deseo el que lo llevó a disfrazarse: se sentía cómodo tras esos seudónimos que le daban la libertad para expresar su verdadera opinión sobre los otros, sobre el papismo y la iglesia –que conseguían ponerle de mal humor– o sobre sus fiascos amorosos, esos episodios de impotencia y fracaso con las mujeres que relató sin inhibición, como sólo Montaigne lo había hecho antes y nadie más después con tanta honradez.

Porque aunque disfrazó de novelas La vida de Henri Brulard o sus Recuerdos de egotismo, se trata de libros autobiográficos en los que se retrata con absoluta verdad –nadie antes había confesado tantas verdades sobre sí mismo como Stendhal–. Más seco que sensiblero, interesado en sentir pero sobretodo en comprender por qué y cómo sentía, fue un observador meticuloso de sus sentimientos, de sus opiniones generales a sus emociones y trastornos más íntimos, que luego expresó con franqueza, insolencia y osadía. Entre ellos, el desprecio que sentía por su padre –confesó haberse arrodillado para dar gracias al cielo cuando murió–, la pasión edípica por su madre, sus inhibiciones sexuales o su desmedida vanidad.

Y es con esa sinceridad tan suya –esa que Alain de Botton sitúa entre la emotividad de una niña de doce años y el rigor de un juez de la corte suprema–, con la que arremete contra lo intocable de su época, siendo un crítico precoz del pensamiento antecesor a lo políticamente correcto y que él denominaba lo adecuado. Sabía que para no ofender había que limitarse a decir generalidades. Pero no se callaba. Y esa franqueza hizo que incluso lo expulsaran de su amada Milán, acusado de un «espíritu político muy malo», por sus sarcasmos contra el gobierno y sus conductas anticlericales y revolucionarias.

Stendhal escribió que no había peor desgracia que llevar una vida aburrida y que había que vivir movido por el impulso de la emoción. Por eso un lugar para encontrarle, 173 años después de su muerte y cuando sigue siendo un iluminador de lo contemporáneo, es en el testimonio de sus grandes pasiones. Así como sus personajes Julian Sorel o Fabrizio del Dongo sufren al ardor de ciertas mujeres, también la vida del feo Stendhal –gordo, bajito, tímido, nariz rechoncha, cuello demasiado corto, ampulosa barriga y el rostro de ‘carnicero italiano’, como se describió él mismo – estuvo marcada por sus amores, a quienes sedujo con su elocuencia, matizando esos defectos físicos con el atractivo natural de la inteligencia y la buena conversación.

Es famoso el pasaje de La vida de Henri Brulard en el que cuenta que en el lago Albano, en el polvo, escribió las iniciales en las que podía resumirse su biografía: V. Aa. Ad. M. Mi. Al. Aine. Ang. Mde. C. G. Ar –Virginie, Angela, Adele, Mèlanie, Mina, Alexandrine, Angeline, Métilde, Clémentine, Gulia–. Romántico del siglo XIX, uno encuentra a Stendhal en esas mujeres que amó, casi siempre sin éxito, y quizá fue eso, como explica Stefan Zweig, lo que lo llevó a observar con tanta atención la psiquis y la urdimbre de los sentimientos.

Él hizo de la búsqueda de la felicidad la razón de su existencia. Pero esa dicha no estaba en la conquista sino en el anhelo. “La espera es la felicidad”, escribió en sus Paseos, en la misma línea de Stevenson cuando dice que “viajar esperando es mejor que llegar”. Y el motor de esa búsqueda fue su enorme curiosidad. En una carta a su hermana Pauline escribió: “de todas mis pasiones, la única que me queda es la de ver cosas nuevas”.  Ese ímpetu fue el que presidió su biografía, el que lo hizo viajar sólo por el placer de escuchar las óperas de Rossini y Cimarosa, ver un cuadro de Rafael, disfrutar de una buena conversación –con Byron y Merimée, por ejemplo– o de la compañía de una mujer.

 

Una tumba como biografía

Como no es posible encontrar al autor de La Cartuja de Parma en Grenoble, ni en las calles de París y tampoco en la Italia de la que se sitió ciudadano, el último lugar para buscarle es su tumba. Una que, por cierto, no hubiera querido que fuera la suya, pero la tibia pobreza que enfrentó al final de su vida hizo que no tuviera suficiente dinero para ser enterrado en el cementerio que prefería, y lo fue en el de Montmartre, en una sepultura sacudida durante años por las vibraciones del metro hasta que una sociedad de amigos consiguió trasladar sus restos a un sitio mejor.

¿Pero quién yace en la tumba de un poeta? El poeta desde luego no, como dice Cees Nooteboom. Tampoco Stendhal está en su tumba, pero es verdad que en pocos casos un epitafio resume tan bien un destino, es una condensación igual de la biografía de un poeta de su propia vida, maestro en el arte de vivir: “Arrigo Beyle, milanese. Vivió, escribió, amó”.

Uno sólo va a tumba de los muertos que le importan. Y como una especie de comunión, somos muchos los que hemos ido hasta allí para pedirle permiso de ser parte a esos Happy few para los que decía escribir –esas “almas afines” que buscó en vano a lo largo de su vida–, para contarle que, como él, desconfiamos de los grupos, no tenemos una sola patria y estamos llenos de curiosidad por nosotros mismos, observadores persistentes del sentimiento y el alma. Entonces, ¿dónde está en realidad el escritor? Como a la mayoría, es inútil buscarlo en ningún escenario. Un artista está en su obra. En ella vivieron y es allí donde no mueren nunca. 

Publicado en la Revista Arcadia, edición 135.

En defensa de la vanidad

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Me gusta hablar de periodismo, pero le temo. ¡Ah, cómo nos gusta a los periodistas hablar de nuestro oficio! Para pensar la profesión, ahí estamos todos con nuestros egos revueltos, portavoces de la verdad revelada –aunque digamos que no en voz alta–, muy buenos para mirar a los otros pero malos para mirarnos al espejo. 

Al espejo, digo, porque el ombligo sí nos lo escarbamos todo el tiempo: discutimos sobre cómo contar mejor las historias, qué hacer para atraer y seducir a los lectores, cómo sortear el ocaso del papel, la revolución digital, la falta de audiencia y los retos del periodismo contemporáneo.

Medellín fue en estos días escenario de estos debates durante el Premio de Periodismo Gabriel García Márquez que organiza la Fnpi y celebra, desde hace tres años, las mejores historias de no ficción producidas en Iberoamérica. El premio se ha convertido en festival; en fiesta de las letras que se acompaña con bandeja paisa en el Trifásico, salsa en el Centro y cervezas en el Guanábano; una reunión de amigos y colegas con estudiantes que sueñan con este oficio que ya no podemos calificar como “el más hermoso del mundo” por vergüenza al lugar común, aunque todos lo seguimos pensando. 

El Premio GGM, además de celebración, es una reunión de egos con talento. Una reunión de vanidad. Dorrit Harazim, la reportera y editora brasileña con 50 años de carrera y referente del periodismo en portugués, lo dijo cuando recibió el reconocimiento a la Excelencia: “los periodistas pertenecemos a una tribu que tiene la vanidad y la soberbia en el ADN. La sociedad nos permite ahondar, adentrarnos sin pedir permiso para hacer preguntas impertinentes. Y el oficio nos da el poder de la última palabra, de la versión final, de la elección del tema, del título, del subtítulo, el tono. Nuestro protagonismo es descomunal”. 

Los periodistas somos vanidosos con la firma. Nuestro nombre en letra impresa es nuestra primera vanidad. Nos sentimos privilegiados de ser testigos de la historia. Los medios en los que publicamos los colgamos al pecho como una medalla. Y somos vanidosos con la primera persona: nada le hace brillar tanto los ojos a un estudiante de periodismo como cuando le hablan de la crónica y de la posibilidad de incluirse en la narración. Y aunque los veteranos ya conocen la diferencia entre escribir "en primera persona" y escribir "sobre la primera persona", ese yo subjetivo gusta tanto precisamente porque en él radica la honradez pero también el estilo, esa palabra que es sinónimo de ego y vanidad. 

Pero yo celebro la existencia de lo buenos periodistas vanidosos, que no soberbios ni cínicos. Esos que escriben para que brille su texto, la historia y sus protagonistas. Boxeadores de la palabra, esos que tienen la vanidad del escritor y se toman en serio a sí mismos como se toman la escritura. 

La vanidad no es triquiñuela ni superficialidad ni vacuidad, como dice el escritor y también periodista Iván Thays: no es ciega, como la soberbia, sino que se mantiene alerta, ni está encerrada en sí misma como el orgullo. Ella es un gran motor de la literatura que ha impulsado las obras más esenciales y más bellas. 

Por eso me gustan esos periodistas, porque todavía confían en las palabras para explicarnos y derribar prejuicios, para escribir mejor nuestra versión de la historia contemporánea y poner orden al caos que es la realidad. Sólo un periodista vanidoso cuidará su texto tanto como para pensar en sus lectores, para apelar a su memoria y a la empatía. Son ellos los que narran el presente sin que envejezcan sus textos, quienes hacen lo posible por contar bien el cuento de lo real y escriben sobre los otros también como un ejercicio de modestia. Solo un vanidoso, consciente de que lo leen los demás, amplía sus referencias, revisa sus ideas y se pelea con cada palabra hasta conseguir de ellas toda su profundidad psicológica y su poder de símbolo y metáfora. Porque lo contrario a la vanidad en periodismo no es la humildad sino la falsa modestia, lo trivial, lo simple, mal hecho, vacío y pobre en contenido, trascendencia y significado.

Sólo encuentro un problema en todo esto, después de repasar el público del Festival Premio GGM lleno de colegas, escritores y aspirantes a periodistas: en un mundo en el que escasean los lectores, el riesgo es que terminemos escribiendo sólo para nosotros mismos.

Publicado en el periódico El Mundo. Octubre 8 de 2015.

Vocación

¿Alguien que no haya visto nunca un partido de fútbol se plantearía la posibilidad de ser futbolista? Pensemos en un chico que no conoce a Messi ni Pelé ni a Maradona. No en vivo, no en la televisión. Este niño no ha sentido rodar un balón entre sus piernas; nunca se ha juntado con un grupo de amigos a intentar combinar unas cuantas jugadas que terminen con la pelota dentro de un arco hecho de hierro o de palos, de piedritas o camisetas. Estoy segura de que ese chico nunca consideraría ganarse la vida en una cancha.

Creo que funciona así para casi cualquier profesión. Alguien que sueña con ser cocinero deberá, como mínimo, ser un fanático del paladar; diferenciar, así sea en su forma más empírica, el olor de la canela del de los calvos, la albahaca fresca del cardamomo o el tomillo. El que sueña con ser piloto se ha entusiasmado con la estela de un avión a lo lejos; el bombero tiene vocación de salvavidas, igual que el médico; el arqueólogo ha visto al menos un documental en Discovery y es probable que los huesos de dinosaurio le entusiasmaran cuando era niño. 

Por eso me pregunto por qué será que hay tanta gente que quiere ser periodista y escritor cuando no ha tenido ningún contacto con las palabras. Personas que no leen libros, que no compran periódicos. Que dicen “yo quiero escribir” pero no conocen los clásicos –los Messis, los Maradonas de la literatura–; todos esos que en el fondo, aunque no lo confiesen, se aburren cuando leen; se quedan dormidos. Y en una tarde de lluvia encienden la televisión porque no tienen en su casa nada que se parezca a una biblioteca. 

La primera sorpresa que me llevé como profesora fue comprobar que mis alumnos de periodismo no saben quien es Orwell ni Talese, Hersey, Wallraff o Thompson. Colombianos, no conocen al García Márquez periodista y ninguno se ha fascinado con una crónica de Alberto Salcedo antes de entrar a la Universidad. The New Yorker, Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante, The Economist apenas las han oído mencionar –casi ninguno ha tenido un ejemplar en la mano ni un artículo abierto en su pantalla–, pero eso sí, todos quieren escribir, y sobre todo opinar. Pero informar, ¿quién quiere?

Ya no hace falta siquiera que lleguen a las redacciones para desilusionarse con el oficio en cuanto algún redactor jefe mediocre los ponga a escribir noticias que no son más que versiones de lo que ya aparece en otros sitios, y el resto del tiempo a cortar, pegar, comprimir o reproducir notas de prensa. Hoy, buena parte de los periodistas en formación son gente que no puede perder la emoción básicamente porque nunca se ha emocionado. ¿Salir a la calle a buscar noticias? El pedido les suena como de otro planeta. ¿Pasar meses reporteando un tema? No les cabe en la cabeza en el remolino permanente de tweets y posts al que están acostumbrados. 

Esta semana leo con estremecimiento sobre el asesinato del reportero Rubén Espinosa en México al tiempo que varios análisis sobre la crisis del periodismo y la muerte de la prensa en papel y lo que me pregunto es cómo hacer para volver a graduar de las facultades nuevas generaciones de periodistas apasionados, de esos que se excitaban con Primera Plana o aspiraban a vivir en carne propia esa escena memorable de “paren las rotativas”. 

Este oficio que se paga poco, mal y tarde, en el que damos todos los días peleas perdidas y en el que tantos arriesgan la vida, solo sobrevivirá si quienes lo ejercemos creemos en la importancia de palabras para contar historias que importan. Como dice Julio Villanueva, periodistas que no cuenten lo que sucede, sino lo que parece que no sucede. Periodismo intencional, como escribió Kapuscinski: que se fija un objetivo e invoca un cambio. Un oficio que no es un circo para exhibirse sino un artefacto para pensar, para crear, para ayudar a los otros a tener una vida más digna y menos injusta, como enseñó Tomás Eloy Martínez. 

La crisis de la prensa no es culpa, como se dice, de que la gente no tenga tiempo para leer, porque todo el mundo se las arregla para informarse de lo que le interesa. La culpa tampoco es de Internet. El problema, quizá, es solo que se necesitan más periodistas con vocación, más Espinosas. Y la prensa no muere cuando en la esquina de alguna redacción o en el escritorio remoto de un freelance existe todavía uno de ellos.

Publicado en el periódico El Mundo. Agosto 12 de 2015.

André Techiné: "No ha habido ningún avance en los tabúes sobre el Sida"

André Téchiné presenta en Madrid 'Los testigos', su película sobre el VIH en los ochenta

 

Los testigos, la nueva película del director francés André Téchiné, es la reiteración de sus obsesiones. En un filme protagonizado por Emmanuelle Béart, Michel Blanc, Johan Libéreau y Julie Depardieu, el heredero de la nouvelle vague francesa vuelve sobre la homosexualidad y el amor entre parejas con una amplia brecha generacional, dos temas recurrentes en su filmografía. "No podría generalizar, pero es verdad que trato de hacer películas nuevas y luego me doy cuenta de que estoy labrando siempre el mismo surco. Termino haciendo cintas que se parecen mucho entre sí, a mi pesar. Debe ser mi subconsciente", asegura Téchiné, realizador de Otros tiempos, Los ladrones y Fugitivos, entre otras películas.

 

Pregunta. Los testigos se desarrolla en París a comienzos de los años ochenta, cuando en medio de la revolución sexual apareció el virus del sida para desafiar a la ciencia y estremecer a la sociedad. ¿Es más fácil hacer una película sobre el VIH hoy que hace 20 años? ¿Qué ha cambiado?

Respuesta. En aquella época, parecía que atacaban los marcianos. Lo viví como si fuera una película de ciencia-ficción; fue un trauma personal y generacional. Perdí varios amigos, tuve la sensación de haber escapado a mi destino. Por eso quise dar un testimonio de lo que pasó, basándome en mi propia experiencia.

P. Tácitamente, plantea una crítica a la mentalidad colectiva sobre la enfermedad.

R. Entonces se vio el sida como un oprobio para las minorías. Hoy, el virus no ha dejado de propagarse -y no exclusivamente entre homosexuales-. Sin embargo, no ha habido ningún avance en lo que respecta a los tabúes sociales, por aquello de que el VIH siempre tendrá que ver con el sexo, con lo íntimo. Sigue siendo una enfermedad vergonzosa.

P. En medio de los dramas humanos que se tejen alrededor del virus en la película, vemos reaparecer al Téchiné preocupado por la homosexualidad y las fronteras sexuales difusas.

R. Aunque es verdad que siempre está presente la homosexualidad en mis películas, procuro aproximarme a todas las formas de sexualidad que existen en la sociedad. No creo haberle dado prioridad a ninguna. En este caso, hay varios personajes en Los testigos cuya sexualidad es explícita, otros cuya homosexualidad es puramente ocasional, o relaciones en las que el sexo ni siquiera tiene lugar. No creo entonces que las barreras sean tan rígidas.

P. En otras películas suyas usted ya había planteado relaciones entre parejas donde la diferencia de edad tiene un valor determinante. Es el caso de Juliette y Marie en Los ladrones, también en Fugitivos.

R. Todas las edades de la vida son importantes para mí y me gusta que todas ellas estén presentes en mis películas. Me interesa crear siempre una interacción entre la madurez y la inmadurez porque las considero dos fuerzas inseparables que se necesitan para no girar en el vacío. Por tanto, procuro crear puentes para que esas edades se encuentren y puedan reflejar parte de la esperanza y el sufrimiento que experimentamos los seres humanos.

P. Los testigos, como ya es común en su filmografía, tiene un final en el que la felicidad no es completa. ¿Se podría deducir que prefiere finales en los que hay ciclos de vida que se cierran pero que, a su vez, se abren hacia el futuro para redimir a los protagonistas?

R. Es cierto que en la película está la experiencia de la muerte, pero no como un hecho pesimista sino como sacrificio. Es una tragedia que enseña el precio de la vida porque ayuda a vivir a todos los que no mueren. Los testigos propone una especie de resurrección: una muerte que no pasa en vano porque se convierte en una lección de redescubrimiento de la vida y amor para quienes sobreviven.

 

Publicada en el diario El País, septiembre de 2007.

Canto a la amistad

Es la historia de la desaparición de un justo". Así resumió el actor galo Jean-Pierre Darroussin el tema de Conversaciones con mi jardinero, una oda a la amistad coprotagonizada por Daniel Auteuil que se estrena hoy en las salas españolas.

Darroussin, que da vida al jardinero, define al personaje entrañable de este largometraje: "Es un ser que no hace trampas. Es un hombre que ha trazado un surco recto. Puede mirarse al espejo. Siempre ha sido honrado, leal. No ha hecho daño a nadie. Desde el punto de vista humano, es lo que más conmueve", afirmaba el pasado martes durante su paso por Madrid para presentar la cinta.

El actor aseguró que su personaje le recordó a uno de sus seres más queridos: "Cuando leí el guión, dije: '¡Ah, pero si es mi padre!'. Este papel ha sido un homenaje a él y a aquellos hombres que, tras la II Guerra Mundial, trabajaban en fábricas u otros lugares, pero tenían también su huerto y sabían hacer de todo con sus manos".

El filme, inspirado en la novela del escritor francés Henri Cueco, narra la relación filial entre un pintor parisiense y un viejo amigo de la infancia, con el que se reencuentra tras regresar a la casa de su niñez en un pueblo de la Francia profunda.

Jean Becker, también director de Un crimen en el paraíso, que acompañó a Darroussin en Madrid, explicó que fue el personaje principal de la obra de Cueco, el jardinero, el que lo conmovió y lo empujó a llevar la novela al cine. "Me impactó su forma peculiar de hablar, poco común, antigua, y su filosofía de la vida. También su carácter colorista y su marcada personalidad. El jardinero es un hombre singular, excepcional; sus palabras son extrañas y llenas de sentido a la vez".

Auteuil, consagrado desde hace más de una década por sus papeles en El manantial de las colinas (1986) y La chica del puente (1998), interpreta en el filme el papel del pintor, un hombre a punto de separarse de su mujer y cansado de la exagerada presunción de los nuevos artistas en la capital francesa.

Becker, también guionista de la cinta, lo define como el payaso blanco. "Darroussin interpreta al payaso de color y el pintor hace del serio, el que capta todo enseguida, que evoluciona y crece por su compañero. Daniel supo ver que su personaje crecería y cobraría toda su importancia a través del jardinero".

Pero la creación de este personaje supuso la mayor dificultad a la hora de adaptar la obra de Cueco. "En la novela, sólo sirve para devolver la pelota al jardinero, y hubo que recrear su historia, la relación con su mujer, su juventud", explicó el realizador, quien además se refirió a los actores que dieron vida a los personajes. "Ambos, con su fuerza y personalidad, dieron vida a los personajes. A un gran actor no lo diriges; dejas suelta la rienda del caballo, a su aire". Darroussin apuntó: "Fue la musicalidad y el ritmo del guión lo que dirigió realmente la actuación".

Conversaciones con mi jardinero es la contraposición de dos miradas del mundo, un drama humano recreado en una composición de diálogos impresionistas, muchos conservados de la novela original, más allá que de tramas o escenarios. Es una historia sencilla con personajes verosímiles y conmovedores.

*Publicado en el diario El País. Septiembre 14 de 2007