Mirarnos de lejos

Andrea, una de mis buenas alumnas de quinto semestre de periodismo, se me acercó esta semana para contarme que, como yo siempre les estoy hablando en clase de la importancia de viajar –el viaje como entrenamiento de la mirada, como forma de estar en el mundo y de conocer a los otros–, ella decidió presentarse a una beca de la Embajada de Turquía para irse a Estambul. Y le ha salido. Sergio quiere hacer lo mismo pero con una convocatoria en Ciudad de México. Si lo aceptan, pasará un semestre en el D.F., en la Universidad Autónoma, con posibilidad de homologar luego las materias que curse como parte de su formación en Colombia. Laura, otra de mis estudiantes, se va todas las vacaciones a Perú, en un programa de voluntariado. Natalia ha empezado a buscar becas en varios países y Sebastián se plantea viajar a Bogotá para hacer sus prácticas profesionales.

Como profesora, uno de mis propósitos es encubar en mis alumnos eso que Ryszard Kapuscinski llamó “contagio del viaje”, la enfermedad que él decía haber contraído la primera vez que cruzó la fronterade Polonia gracias a su trabajo como periodista en la agencia estatal de noticias. Sabemos que desde entonces no dejó de moverse, siguió viajando. Por eso en casi todas mis clases hablamos de viajes y viajeros, de la importancia del viajar y de su relato. 

En una ciudad como ésta, en la que los habitantes estamos encantados de conocernos y en la que oímos, casi todos los días, que “este es el mejor vividero del mundo”, se me ocurren pocas cosas más importantes que despertar en un grupo de jóvenes estudiantes de periodismo la necesidad de ver el mundo y tratar de entenderlo, para poder contarlo. El provincianismo, esa dolencia crónica de la que sufren tantos antioqueños, ese mal que hace que se ofendan cuando un extranjero habla mal de la ciudad y no menciona el tesón de los abuelos, las flores y la pujanza paisa, ha terminado por anular la capacidad crítica: muchos se han vuelto incapaces de reconocer las virtudes de otras latitudes sin resaltar primero las de Medellín, y a los que se van se les toma por desertores, casi les quitan el derecho a opinar: «es que vos ya no vivís aquí. A vos esta ciudad ya no te duele», como me dijeron a mí hace no mucho. 

Walter Benjamin escribió en El narrador queexisten dos tipos de escritores: los marineros, que se van lejos de casa para encontrar hechos y relatos, para explicarnos de cara a los Otros, y los que se quedan para recogerlas historias de cerca, la memoria y el pasado que explica el presente. Medellín necesita de ambos. Pero ya nos hemos contado demasiado mirándonos el ombligo: tal vez sean las montañas, la ironía del cielo siempre azul y este clima en el que siempre es primavera. Las ciudades con mar tienen una especie de melancolía que las hace mirar al horizonte, pero en Medellín este abrazo geográfico nos hace mirarnos todo el tiempo a nosotros mismos. De ahí que ninguna ciudad de Colombia se haya narrado tanto como ésta y se me ocurren pocas en el mundotan estudiadas, diagnosticadas.

Pero ya hemos hablado en exceso de nuestra innovación, nuestros narcos, nuestras mujeres bonitas, nuestra cultura ciudadana, nuestro metro y nuestros parques biblioteca. Por eso quizá es el momento de que un grupo de periodistas jóvenes como Andrea, Sergio, Laura, Natalia y Sebastián se vayan para ver si mirándonos de lejos y en ese espejo que son los otros, conseguimos explicar mejor lo que nos pasa; comprender por fin esa perversa fascinación local por el dinero, el caso omiso que hacemos a nuestra cuidad fragmentada y desigual, nuestro orgullo ciego, altanero, y este seguir matándonos por nada.

Jugar

Conocí en estos días a un par de hermanos que no sabían jugar Nintendo. Me llamó la atención. No sabían coger el control ni dominaban los botones para saltar, correr, ir hacia adelante o atrás. Al rato, cuando unos primos suyos llegaron con tabletas y iPhones, vi cómo estos hermanos los miraban entre envidiosos y desconcertados. Me enteré de que su mamá no los dejaba jugar con estos aparatos: defensora de los libros, tenía vetados cualquier tipo de videojuegos en su casa. 

Esa madre y esos niños me recordaron esa especie de superioridad moral que se suelen endilgar todos los que se jactan de no jugar a nada. Pues yo digo que habría que desconfiar de los que no quieren jugar –no hay ninguna superioridad en ello– y compadecer a quienes no saben hacerlo. El juego es uno de los primeros soportes de la fantasía y la imaginación. ¿Cómo, si no con nuestros primeros juguetes, conocemos la ficción y los mundos imaginarios? ¿No es jugando con nuestros pies y manos que nos descubrimos el cuerpo y más adelante, de adultos, con juegos ya menos inocentes, exploramos nuestro propio placer? Con ciertos videojuegos desarrollamos la capacidad de atención, de reacción y aprendemos a resolver problemas: todos los que hemos pasado horas frente a uno conocemos el placer que supone superar un reto después de muchos intentos y lo que es no poder irse a la cama sin habernos vencido, sobre todo, a nosotros mismos.

El juego entrena la memoria, agita la curiosidad e invita a la superación del obstáculo: siempre queremos saber qué hay en el siguiente nivel, derrotar enemigos cada vez más difíciles. De hecho, gracias a que fallamos muchas veces, fortalecemos nuestra tolerancia al fracaso.  

El hombre, además de sapiens y faber, es homo ludens, como explicó el filósofo Johan Huizinga hace más de ochenta años. Es necesario el juego para que exista la cultura y casi se puede decir que no hay una obra de arte que no sea también juego: Mallarmé y los escritores del Oulipo jugaron con las palabras para hacer gran literatura: Rayuela fue el resultado de un sofisticado juego de Cortázar, Perec jugó a esconder las letras para contar nuevas historias y Queneau elevó a la categoría de arte el juego de los ejercicios de estilo. Duchamp jugaba con urinarios y Chema Madoz lo hace hoy con objetos cotidianos para componer metáforas visuales, en un intento de recuperar su mirada de niño. 

Huizinga define el juego como un escenario en el que reina el entusiasmo, que se desarrolla dentro de ciertos límites de lugar, de tiempo y voluntad, y en el que se siguen unas reglas libremente consentidas, sin que medie una utilidad o necesidad. Así, el deporte, las actividades al aire libre como correr, el buceo, el kitesurf, el parapente y también el viaje e incluso el amor son formas que encontramos los adultos de seguir jugando. Como terrenos de creación y descubrimiento, parten también de la curiosidad, y son un marco infinito de libertad y expresión. Constituyen la posibilidad de inventarnos, de construir un personaje –como cuando niños– y de explorar otros mundos posibles. Hace poco leía que en las sociedades escandinavas se privilegia el juego y la creatividad por encima de las calificaciones numéricas hasta quinto de primaria: el ingenio por encima de la competencia. 

Me interesa el juego porque detrás suyo siempre hay una metáfora, que es el reflejo mismo de la abstracción. Y en una sociedad que sufre hoy de literalidad, que ve atrofiado su pensamiento complejo al punto de que un académico de la lengua se plantea reducir el Quijote para que lo entiendan los adolescentes –¿qué ha pasado tan grave en el camino para que un joven de hoy no entienda lo que sí un contemporáneo suyo hace 50 años?– es necesario tomarse el juego en serio. El desafío no es sólo que esos chicos que sostienen en sus manos muchas horas Ipads y Playstations puedan pasar el mismo tiempo con un libro –hay que explicarle a la mamá de esos hermanos de los que hablaba al principio que esas actividades son complementarias y no incompatibles–. Pero se trata también, en últimas, de que el juego es el que posibilita la experimentación, condición necesaria para que exista el arte, el hallazgo científico, la gran literatura. Ahí está la vía de la evocación y la sugerencia; el método para salir de las formas tradicionales y explorar otras nuevas, el camino seguro para ir de lo obvio a lo inesperado, la principal atrofia que padecemos hoy en día.

Del no placer de la lectura

En tiempos de Sant Jordi y ferias del libro se habla mucho del placer de la lectura. Los expertos proponen soluciones para darle la vuelta a los precarios índices de lectura en nuestros países. Los profesores ya no saben cómo conseguir que sus alumnos ojeen siquiera los libros previstos en los planes de estudio. Los padres se preguntan qué hacer para que sus hijos lean.

Leer es importante, eso ya lo sabemos, y lo formulamos siempre con grandes palabras: que es la condición misma de la libertad porque despierta la curiosidad y la imaginación; que es un modo de estar menos solos, que la literatura nos regala un montón de mundos posibles que sólo existen gracias ella. Está claro que a una persona que haya leído a Stendhal, a Camus, a Salinas, Conrad, Zweig o a D.H. Lawrence pronto se le quedan muy pequeñas las telenovelas, los libros de autoayuda, las 50 sombras de Grey y las frasecitas resultonas que se publican por miles en las redes sociales, adornadas con tipografías infantiles y dibujitos. 

Pero, ¿qué tal si dejamos el paternalismo, de llevarnos indignados las manos a la cabeza, y empezamos la discusión por aceptar que la lectura es un hábito difícil, que requiere un entrenamiento serio, y que no es necesariamente un acto placentero? Balzac leía de pie, por ejemplo, para no perder la concentración. Hay quien se levanta de madrugada para que la rutina no les robe un mínimo de cincuenta páginas al día. Hay libros que nadie debería leer sin estar preparado, como decía Pérez Reverte este fin de semana en un periódico español, porque la lectura es peligrosa al punto de que puede hacernos perder la fe en los hombres –pensemos en los Relatos de Kolimá, de Shalámov, sin ir más lejos–. 

Por eso no se trata de obligar a los jóvenes con serie de libros que, a pesar de su valor indiscutible, pueden castrarles muy pronto el gusto por la lectura. Como decía Stendhal, nadie puede hacerle tragar a nadie las bellas artes como si se tratase de una píldora. Como sabe cualquier lector, cada libro tiene su momento, y requiere toda una preparación para entrar en él realmente.

Leer es como correr. Es un proceso que implica una necesaria inversión de tiempo, disposición y energía. Tener que leer la Divina Comedia de Dante en el bachillerato equivale a un corredor novato a quien sacan el primer día a competir en la maratón de Nueva York: lo más probable es que no vuelva a correr en su vida. Hay quien defiende los libros de autoayuda como forma de entrenar el hábito –es común escuchar eso de: “que lean así sea a Coelho, pero que lean”–. Pero eso equivale a correr en bajada. Si un atleta entrena todos los días cuesta abajo, lo más probable es que un tiempo después se haya lesionado las rodillas. Y de una lesión cuesta mucho recuperarse. Si siempre trota en bajada, cuando quiera conquistar una cuesta ya no tendrá piernas para la subida. Hay que leer de forma sistemática y con un esfuerzo específico para desarrollar ese músculo, igual que un Ironman empieza su carrera de fondista con unos pocos kilómetros al día.   

Leer suele ser, además, un acto de imitación. Ver a alguien fascinado con un libro, que se ríe a carcajadas en una playa, suspira en el vagón del metro mientras pasa las páginas o que sortea feliz el aburrimiento en unas vacaciones largas, es uno de los motores más poderosos para que alguien quiera hacer lo mismo. Por eso, a todos esos padres y profesores que se preguntan cómo hacer para que sus hijos y alumnos se entusiasmen con las letras –ah, ese depósito de frustraciones que suelen ser los hijos y los estudiantes–, hay que decirles que suele bastar con que ellos los vean leyendo, y con que en la casa exista una buena biblioteca –de libros de verdad, no colecciones regaladas por instituciones, catálogos y revistas de peluquería–. Menos diagnóstico y más ejemplo.

El que corre no lo hace para llegar físicamente a ningún lugar. Igual el lector, como sabía Flaubert, no lee como lo hacen los niños, para divertirse, ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. Lee para vivir.

El hambre

"Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos del hambre verdadera–. Pero entre esa hambre repetida y cotidianamente saciada que vivimos y el hambre desesperante de quienes no pueden con ella, hay un mundo”. 

El hambre, el último libro de Martín Caparrós, es la explicación de ese mundo. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente, nos dice el autor, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre. Pero pasa que nos hemos acostumbrado: “la frase ‘millones-de-personas-pasan-hambre’ debería significar algo, causar algo”, pero la palabra se gastó. En manos de “poetas de cuarta, políticos de octava y todo tipo de plumíferos fáciles”, ya no consigue producir ninguna reacción. De tanto usarla se volvió cliché, frase hecha, lugar común, y encima nos hemos tragado sin revirar el disimulo perverso de los eufemismos: subalimentación, malnutrición coyuntural, inseguridad alimentaria; terminología de burócratas que neutraliza cualquier posibilidad de indignarnos, de sentir vergüenza ante el mayor fracaso de nuestra civilización. 

Pero lo cierto es cada cinco segundos un chico de menos de diez años muere de hambre y cada día, en el mundo, 25.000 personas por causas relacionadas con el hambre: “si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer el libro, si se entusiasma y lo lee en –digamos– ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre 8.000 personas: son muchas 8.000 personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. Pero si usted leyó este párrafo en medio minuto; sepa que en ese momento sólo se murieron de hambre entre ocho y diez personas”. 

El hambre, como toda la obra de no ficción de Caparrós, es crónica –se mueve entre el ensayo experimental, el perfil, la entrevista, la pesquisa antropológica, el viaje, la poesía–, pero también es un libro político, no tanto como arenga –que también– sino como metáfora. Igual que sus otros ensayos viajados –entre otros, Una luna, El interior, Contra el cambio– la de Caparrós es una escritura que sucede en dos o más capas: una informativa, periodística, de denuncia incluso; comprometida, según sus propias palabras, al modo de Voltaire o Zola, “haciendo uso del capital simbólico del artista para intervenir en la cosa pública”. Pero también a otro nivel: el del desplazamiento en busca de sentido. El viaje y el libro como instrumentos para pensar en público, como artefactos para, en lugar de buscar respuestas únicas y tranquilizadoras, cuestionar la hipocresía de las élites, la nuestra propia y, al tiempo, hacer mejor todas las preguntas: cómo, en últimas, conseguimos vivir tranquilos sabiendo que estas cosas pasan. 

Dice el autor que su libro es un fracaso, porque un intento de explicación del mayor fracaso del género humano no puede sino fracasar, pero no es cierto. De El hambre es posible asegurar sin miedo que es uno de los mejores textos de no ficción publicados en la última década y, sin temor a exagerar, que se trata de un nuevo hito del periodismo narrativo o, dicho mejor, del testimonio como forma de arte. Porque lo que consigue Caparrós es, básicamente, devolverle el sentido a las palabras; logra que la escena de los muertos y los que sufren de hambre en Níger, India, Bangladesh, Sudán del Sur o Argentina importen, que se fijen en nuestra memoria como una herida. 

Uno vive mucho menos tranquilo después de leer estas páginas. Y de eso se trata. Porque quizá la escritura que realmente cuenta es ésta: la que incomoda, la que no subestima nuestra inteligencia con moralinas o ejemplos de superación. “La literatura no está para hacer las cosas más sencillas sino para añadir complejidad”, dice Sergio Chejfec. Y en ese acto de valentía que es narrar –un desafío a la realidad caótica, al absurdo, la miseria, la hipocresía– un Caparrós desenfadado y agudo, informal pero riguroso, políticamente incorrecto, inteligente, incómodo, saca el hambre de la estadística y le devuelve lo humano, convierte el dato en saber, la anécdota en historia memorable, y termina por conseguir un libro universo, de esos que fascinaban a Calvino y a Borges: el libro como enciclopedia, como método de conocimiento, como red de conexiones entre hechos, personas, cosas y saberes del mundo. El hambre es un libro importante, una bofetada. Una bofetada que hay que leer, una bofetada absolutamente necesaria.

Sentir de golpe el viaje

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Una noche, arropado bajo un manto de estrellas en el desierto, Saint-Exupéry dijo haber «sentido de golpe el viaje». Cees Nooteboom, en un hotel mugriento y anónimo en Mauritania, también bajo el cielo oscuro y la resplandeciente quietud del silencio y la noche, entendió que no era otra cosa que un viajero, uno que escribe y describe el mundo. Kapuscinski tuvo la misma sensación al cruzar por primera vez la frontera de Polonia, donde había nacido, y desde entonces no dejó de moverse. Llamó a aquello «contagio del viaje», una especie de enfermedad incurable que le obligaba a seguir viajando, igual que Herodoto. Rilke siempre pensó que no le estaba permitido tener una casa, que lo suyo era vagar y esperar. Camus era un viajero de la «soledad poblada» de la ciudad y sentía el viaje en lo alto de Père Lachaise en París. Blaise Cendrars, camaleón, viajero, alquimista de su propia vida y siempre dispuesto a atender a la llamada de lo desconocido, decía que no aspiraba a escribir, ni a viajar, ni al peligro, sólo a vivir. 

Se trata entonces de una elección. El viaje es una especie de vida elegida en la que el único modelo a seguir es el del hombre libre. Se trata de conquistar una mirada propia y de renunciar a los simulacros. Pero eso implica muchas renuncias: se descarta la posibilidad de un domicilio fijo, de una vida al uso. Ya no habrá banderas en las que poder envolverse ni identidades únicas a las qué aferrarse. Y se aprende muy rápidamente, por una especie de desarraigo crónico, que deja de existir la posibilidad de sentirse en casa en un único lugar. No hay regreso, no hay llegada. Viaja sólo quien sabe irse, como explicó un poeta setón. El único equipaje es la propia vida, y los sueños. Y en esa ruta hay peligros, permanente transformación. No hay forma de salir ileso de la lucha contra las fronteras, de la suerte de ver el mundo, del encuentro con los Otros. Un trasegar que sucede en medio de una gran soledad. 

Pero el viajero está dispuesto a pagar el precio. Se enamora de su condición y de su lugar en la periferia. Es consciente de su suerte, de la maravilla que contempla. Se sabe privilegiado de poder ser el actor de su propio espectáculo, de inventar su guión, decidir los escenarios y hacer de sí mismo el personaje que más le interesa. Es así como se pone en camino y comienza a escribir con su propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal, y aspira a hacer con todo ello una obra de arte, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. Y el viaje es su forma de respiración. 

Por eso no hay más ruta que la nuestra, como dijo Siqueiros. Esa ruta empieza mucho antes de salir al camino y una vez en marcha existe, también, la tentación de detenerse. Como ese personaje del cuento de Mrozekque llega a un hotel en el que sólo pueden hospedarse viajeros que no viajan más y él piensa por un momento en quedarse. O la alegoría de Murakami en After dark, en la que tres hermanos escalan una montaña para elegir desde qué punto contemplarán el mundo. Sólo uno de los tres llega a la cima. Los otros dos se contentan con ver solo un trozo del paisaje. 

Escribo estas líneas desde Estocolmo, acodándome de aquella frase de Rosi Braidotti que dice que ser nómada no es no tener una casa, sino la capacidad de recrear tu casa en cualquier lugar. Esta noche, en un fiordo sobre el Báltico, con el silencio del bosque, el canto del agua en la orilla y un cielo brillante, fuego en la chimenea y dosamigos, siento el viaje de nuevo; pienso que esta también es mi casa.

*Publicado en el periódico El Mundo. Marzo 26 de 2015.

Prometeos

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Pregunté por Orwell. Se quedaron callados. Luego hablé de Nefertiti y dos alumnos se apresuraron a buscar ese nombre en Internet. Otro día proyecté Las Meninas para explicar alguna de las maravillas que hizo Velázquez y casi todos me miraron estupefactos: era la primera vez que alguien les hablaba de ese cuadro. Luego me atreví con el boom latinoamericano. Di por hecho que, en Colombia, estaba diciendo una obviedad y, estando en Medellín, también Tomás Carrasquilla. Pero la que me quedé perpleja fui yo.

Recuerdo que hace varios años el editor Camilo Jiménez renunció a su cátedra en la Universidad porque no conseguía comunicarse con sus alumnos, todos nativos digitales, esos que, según explicaba, dicen leer mucho, pero en Internet (y ya sabemos cómo y qué se lee en Internet); chicos sin conocimientos básicos del idioma, que no saben lo que es la soledad ni la introspección y carecen de espíritu crítico, de curiosidad. 

Yo en su día defendí su posición. Me resultaba natural que un profesor tirara la toalla después de años de pelear contra la apatía, la indiferencia, la ignorancia. De hecho, también me parecían un poco zombis esos jóvenes apenas diez años menores que yo, lectores de tweets y estados de Facebook pero incapaces de poner bien una tilde, una coma, o de sostener un libro más de veinte minutos entre las manos. 

Pero entonces yo no me dedicaba a enseñar. Y ahora que veo todos los días esas taras en mis estudiantes, me pregunto quiénes son los ladrones que los privaron de la emoción que producen el saber y la palabra. No creo que sean sólo la televisión, Internet o los videojuegos –de los que incluso soy fan porque desarrollan inteligencias varias–. Tampoco los teléfonos inteligentes –aunque es verdad que esos aparaticos nos han convertido en receptores pasivos y rebotadores de mensajes, anulando nuestra condición de creadores, como escribió Pedro Sorela hace unas semanas–. 

Creo que buena parte de la responsabilidad es de los profesores. Mi amigo M. me contó una vez su entusiasmo cuando descubrió, ya mayor, a Antonio Machado. En el colegio le habían hablado de un poeta andaluz que murió en Colliure, miembro de la Generación del 98, de la que tampoco sabía nada. Eso era lo que evaluaban en el examen, como si Machado tuviera algo que ver con la Wikipedia. ¿Por qué ningún profesor le habló del olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, que espera un milagro de la primavera?

Hice el experimento en mi clase. Hablábamos de periodismo, pero para enseñarles el poder que puede tener una frase, leí a Machado en voz alta. Luego, el comienzo del Aleph de Borges, desmenuzando cada palabra. A mis alumnos les brillaban los ojos. No eran esos chicos apáticos que describía Jiménez, de hecho ninguno encaja en su descripción. Es verdad que no puedo dar por sentado el Boom, casi ningún escritor o cosas tan elementales como la ortografía y la sintaxis. Pero hoy, aunque sigo entendiendo las razones para marcharse de ese profesor decepcionado, yo decido jugar la partida con esas bases precarias.

El salón es una maqueta de la sociedad. Existe el profesor tirano que lo sabe todo y al que nadie puede rebatir –muy parecido a tantos políticos–; el impostor que no prepara sus clases y estafa a sus estudiantes cuando resuelve su hora con una película; el profe laxo que también lo es en la vida cotidiana, blando, capaz de relativizar la norma si le conviene en un momento dado. Hay estudiantes que maquinan sistemas sofisticados de plagio y que serán más adelante dirigentes, empresarios, ciudadanos corruptos; el alumno mediocre, luego empleado mediocre o jefe mediocre rodeado de mediocres; el esforzado al que al final le salen bien las cosas; los buenos, muy buenos, tan escasos que sobresalen de inmediato. Cada uno decide su papel en el engranaje.

Pero me importa sobre todo ese brillo que veo en mis alumnos porque es un síntoma: todavía es posible pellizcar su curiosidad, su capacidad de abstracción y de imaginar, que son las condiciones mismas de la libertad. Veo como un privilegio asistir al nacimiento de tantas cabezas, porque la universidad es el lugar para aprender a pensar, como escribió David Foster Wallace. Y siento como un mandato conseguir que esa chispa se convierta en llama, porque una vez encendida, como sabía Prometeo, ya no se apaga.

*Publicado en el periódico El Mundo. Marzo 12 de 2015.

Fracasar

Al entierro de Moacyr Barbosa, el primer portero negro de la selección brasileña de fútbol, sólo se acercaron unas treinta personas. Poco importó que como jugador hubiera contribuido en cinco títulos de liga y una Copa Sudamericana del Vasco da Gama. Porque en 1950, un 16 de julio, Barbosa cometió un error del que nunca iba a ser perdonado. 

Era la final del Mundial de 1950. Se enfrentaban Brasil y Uruguay. En el Maracaná rugían doscientos mil fanáticos. En el segundo tiempo, los dos equipos empataban. Pero en el minuto 81, Ghiggia, jugador uruguayo, lanza a puerta. Barbosa se estira, roza el balón y se tumba tranquilo en el césped, seguro de haberlo desviado. El estadio guarda silencio. Y la pelota entra. Es el Maracanazo. Uruguay se corona campeón de esa Copa del Mundo. Barbosa era el mejor arquero de su país, pero cometió el peor fallo posible: no atrapó la pelota decisiva. Se jubiló con una pensión de 85 dólares. Durante noches soñó con el gol del desastre. Fue humillado en público muchas veces –una vez una mujer lo señaló en la calle y le dijo a su hijo pequeño: mira, ese fue el hombre que hizo llorar a un país–. Y cuando lo interrogaron sobre el incidente, miró a la cámara desolado y dijo que en Brasil, donde la pena máxima por un crimen eran 30 años, él estaba condenado de por vida. El portero murió en el año 2000 y como escribe Juan Villoro –que es quien recoge la anécdota en Dios es redondo–, “tuvo tiempo de sobra para comprobar el tamaño de su soledad”. 

En estos días en Colombia, después de haber sido durante mucho tiempo perdedores, segundos, terceros, últimos de la fila y de los podios, muchos empiezan a acostumbrarse a la victoria. Estamos rodeados de historias de triunfadores –de Miss Universo a los Grammy, de Mariana Pajón a James o Shakira– y buscamos en ellos un secreto, una lección, las claves del éxito. Pero como dice Elías Budasoff en alguna edición de Etiqueta Negra, nos olvidamos de que fracasar es lo normal y lo que deberíamos es ensayar una y otra vez cada una de nuestras caídas.

Lo digo porque estaría bien que en este país comprendiéramos que buena parte de las victorias radica en perfeccionar la tolerancia al fracaso, el arte de caer y volver. En el fútbol parece que la lección ya está aprendida. Poco acostumbrados a perdonar a aquellos que, como Barbosa, no consiguen atrapar las que parecen pelotas clave o nos meten goles en propia puerta, ya hemos hecho un pacto tácito como sociedad en el que aceptamos que deberían existir tribunales para apelar lo inapelable y que ninguna condena debería ser definitiva. ¿Y qué tal si firmáramos ese mismo manifiesto para todo, desde nuestras propias derrotas o las rupturas entre parejas y amigos, hasta los diálogos de paz en la Habana? Sí, ya hemos fracasado antes, pero como diría Beckett, da igual: de lo que se trata es de volver a probar, así sea para fracasar otra vez, pero fracasar mejor. En el fondo, eso es lo que llevó a la Selección a ser quinta en un Mundial de fútbol y que, aún así, nos sintiéramos ganadores. Quizá esa es la fórmula para que consigamos también la reconciliación y la paz, la victoria definitiva. 

*Publicado en el periódico El Mundo. Febrero 12 de 2015.

Las puertas de Europa

Los antiguos viajeros creían que el fin del mundo estaba en Gibraltar. Ahí se levantaban las famosas columnas de Hércules que señalaban el límite del mundo conocido, la última frontera para los navegantes. Sabían que más allá se extendía el Atlántico, un territorio de mitos y leyendas. Eran puertas de salida, las míticas columnas del Estrecho, y nadie, hasta Colón, logró realmente cruzarlas.

Esa pequeña brecha que separa Europa de África hace tiempo que dejó de ser un punto de partida y hoy es una puerta de entrada. Pero blindada. Cada semana miles de subsaharianos tratan de saltar la valla que separa Marruecos de Melilla (España) y no pocos mueren ahogados en el intento de cruzar a nado o en patera ese portal que de columnas ha pasado a ser muralla. Sucede todo el tiempo: en el año 2013, en Italia, en esa otra puerta que es Lampedusa, trescientos sesenta africanos perdieron la vida ante la mirada indiferente de Europa.

Mientras unos mueren y otros se preparan para dar el salto al viejo continente por cualquier frontera posible, los colombianos celebramos desde hace varios meses que la Unión Europea esté a punto de eliminar las visas de turismo para el territorio Schengen. La exigencia del visado, que rige desde hace trece años, fue un motivo de indignación en su día. Se criticó a España por dar la espalda al país, su pariente y aliado histórico. Los intelectuales escribieron cartas de protesta algunos incluso amenazaron con no volver pero luego se olvidaron.

Ahora los colombianos celebramos y también se nos olvidará muy pronto la humillación que han supuesto, durante estos años, las filas infinitas al sol y al agua frente a los consulados, las burocracias inexplicables, el maltrato de los funcionarios en las delegaciones diplomáticas, esas visas denegadas que han truncado los sueños de tantos. Hasta hace unos meses pertenecíamos a la misma categoría de los subsaharianos que se dejan la vida para cruzar a cualquier precio el estrecho de las columnas de Hércules. Pero en cuanto nos abran las puertas para pasear sin visa por la Gran Vía o el Paseo de Gracia, toda esa indignación será cosa del pasado. Ya se sabe: Colombia es un país que se indigna con facilidad, pero que olvida igual de rápido.

No deberíamos. En este caso, no por rencor hacia Europa, sino para cuestionarnos en serio la noción misma de las fronteras, la industria de las nacionalidades, los pasaportes, las banderas y las patrias. Porque en cualquier momento alguien decide que volvemos a ser ciudadanos de segunda y tendríamos que volver a plantearnos lo de morir en el intento, lo de cruzar el océano a nado. De nuevo ante la indiferencia del que para entonces sea el dueño del sello, el policía de frontera, el funcionario del consulado. Pero volveremos siempre a embarcarnos, porque la promesa del viaje siempre será superior a la valla más alta.

*Publicado en el periódico El Mundo. Enero 9 de 2015.

Correr es acercarse

Deporte, salud, adicción, autoayuda. Salir a correr está de moda. Pero, ¿qué es lo que hace que trotar varios kilómetros todos los días tenga entre sus adeptos a presidentes, escritores, celebridades, viejos y jóvenes? ¿Por qué tiene tantos fieles esta nueva religión contemporánea?

Publicado en Revista Actual, enero de 2015. Descargar PDF

 

Allá por los años 80, hablábamos de correr. En los 90, empezamos a llamarlo footing. Y en el 2000, jogging. Ahora, running. Pero da igual el neologismo. El nombre importa poco cuando se trata de una de las actividades más antiguas que existen. Un hombre respira hondo, coge impulso y pone los pies en polvorosa. En la Prehistoria, corríamos para huir de nuestros depredadores. Más tarde, en Grecia y Roma, lo convertimos en deporte. Hoy, además de las competiciones de alto nivel, millones de personas en todo el mundo corremos en parques, aceras, cintas de gimnasio.

Pero un corredor nace, casi por lo general, sin darse cuenta. Un día cualquiera uno se descubre atándose los cordones, eligiendo los tenis adecuados, cronometrando el tiempo que tarda en correr cada kilómetro. Uno comienza de pronto a pelear con su yo del día anterior. Y con los días, nota que respira mejor, que aguanta cada vez mayores distancias. A veces también gana la pereza, pero cuando uno vuelve a correr se promete no olvidar la dicha que produce haber entrenado. Sólo un corredor conoce la satisfacción de completar una carrera: siempre hay euforia aunque se cruce la meta con el cuerpo adolorido, el pulso a reventar o los pies ampollados.

Cuando empecé a correr, en el año 2010, éramos pocos los que trotábamos en Madrid, pero con los meses vi llegar a muchos. Era el peor momento de la crisis económica en España y correr empezó a ganar adeptos. Christopher McDougall, periodista norteamericano y corredor, explica en su libro Nacidos para correr que el auge de las carreras siempre ha tenido lugar en medio de una crisis. En Estados Unidos, el primer boom ocurrió durante la Gran Depresión. Luego decayó, para volver a ponerse de moda en los setenta, cuando el país luchaba por recuperarse de Vietnam y la Guerra Fría. El tercer apogeo, un año después de los atentados del 11 de septiembre.

En Europa sucede algo similar. Con la crisis que golpea al continente desde 2008, el número de corredores se ha multiplicado. Cada mes hay más carreras populares. El sector económico relacionado con esta actividad –marcas deportivas y organizadores de eventos– genera más de 300 millones de euros al año y crea miles de puestos de trabajo. Sólo en España, según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, hoy corren dos millones y medio de personas. Es el quinto deporte más practicado.

Corremos por contagio colectivo, porque la equipación es barata y no se necesitan compañeros ni gimnasios. Se puede practicar a cualquier hora. Y es apto para todas las edades. La media es de 28 años, superior a la de otras disciplinas. Correr canaliza las angustias del ser contemporáneo.

Para mí, en tanto que aspiración al movimiento y a la libertad, correr tiene que ver, sobre todo, con el viaje y la escritura. Corriendo escribo ciudades: he visto los barcos navegar el Danubio a mi paso y en Praga he cruzado a las seis de la mañana el puente de Carlos con niebla y sin turistas, ganando una vieja pelea contra una frontera. Al ritmo de mi respiración, alguna ópera y otras canciones que niego en voz alta, he completado el anillo que encierra ese museo al aire libre que es la Viena de María Teresa y he estado a punto de tener un accidente en Venecia por la marea alta que, en invierno, se convierte en hielo en las calles de la Giudecca por las mañanas. He salido con lluvia en Medellín, con mucho sol en Figueira y en Cascais, con dolor de estómago en Galicia, con sueño en Milán, con montañas nevadas al fondo en Lucerna y con fascitis plantar en un pueblo que quiero en La Mancha. Madrid es una ciudad que he escrito también con los pies. Y he recorrido Barcelona desde el Paseo Colón hasta el Arco del Triunfo en una forma de hacer mía también esa casa.

Corro porque me hace mejor persona: controla mi ansiedad y canaliza mis batallas. Correr habla de mí: de mi necesidad de movimiento y de paisaje; de mi talante voraz, disciplinado y rutinario. Correr alimenta mi naturaleza perfeccionista, me da fuerza, concentración y constancia; me recuerda que la pelea es sólo contra mis propias marcas.

Pero las ganas de correr no surgen de un impulso natural de echarse a la carretera, sino que es un hábito que necesita ser conquistado. Como Sísifo, hay que llevar todos los días la roca hasta la cima de la montaña, aunque sea para verla rodar colina abajo. La satisfacción está en volverla a subir otra vez cada tarde, cada mañana.

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Correr con regularidad tiene poco que ver con el deporte. Corren famosos, estrellas de cine, presidentes: Tony Blair, Clinton y Sarkozy lo hacen rodeados de escoltas y Rodríguez Zapatero trotaba en las cumbres del G20 de madrugada. Cada vez somos más los que corremos porque ésta es una actividad que parte de impulsos primarios como el miedo y el placer. Corremos asustados, extasiados, huyendo de nuestros problemas.

Nada es trivial cuando alguien se enfunda unos tenis, por informal que parezca el atuendo de sudadera y camiseta. Correr tiene que ver con el cuerpo pero sobre todo con la cabeza, con emociones y fobias: el dolor, el miedo, la ansiedad, la autoayuda y el amor propio están ahí antes de atarnos los cordones.

Pocas cosas se comparan con la satisfacción de descubrir el poder del cuerpo, esa máquina que uno ve cómo, al correr, se perfecciona. Los músculos se tensan, se moldea la figura. Si masturbarse es “hacer el amor con la persona que más amas”, según dijo Woody Allen, correr es algo parecido. Uno entrena por puro placer, uno casi masoquista, en el que disfrutamos del dolor, el sufrimiento y la recompensa de la meta cuando, después de la tensión, el sudor, la respiración agitada y de alcanzar la máxima frecuencia cardiaca, el pulso vuelve a su sitio y los músculos se relajan.

Se trata de un placer casi erótico. O no casi: “En términos de liberación de estrés y placer sensual, correr es lo que tienes en tu vida antes de conocer el sexo”, escribe McDougall. Y la afirmación no es gratuita. Los corredores somos, básicamente, individualistas, y la mayoría –antes de serlo y si lo dejamos– personas ansiosas, perturbadas. Pero el running nos da tanto que no es, por eso, una actividad altruista. Lo hacemos en busca de satisfacción y beneficio: a algunos nos ayuda a dejar de fumar, a otros a bajar de peso y a todos a mantener la salud física y mental, el equilibrio. De hecho, ya se habla de la autoayuda del corredor, porque involucra procesos de superación personal. Decimos que competimos en cada carrera contra nosotros mismos, que con ello construimos una mejor versión de cada uno. Repetimos que el dolor no existe, que el sufrimiento nos fortalece y que la meta no está en el resultado sino en el camino. “El último en llegar a la meta es el ganador más lento” es una frase que se escucha a menudo.

Pero todo eso, aunque cierto, es un lenguaje que resta en vez de sumar a una actividad relacionada, sobre todo, con algo tan químico como las endorfinas. Mientras más corremos, más endorfinas producimos. Y las endorfinas son opioides, “moléculas de la felicidad” que se originan el sistema nervioso durante el ejercicio, pero también con la excitación y el dolor, al comer chocolates y con el enamoramiento y el sexo.

Por eso correr es antidepresivo y puede causar adicción. Algunos lo llaman “el viaje de los corredores”, esa sensación de euforia que nos dura todo el día. Pero una investigación reciente en Alemania ha demostrado que las endorfinas que se liberan al correr llegan al cerebro a través del flujo sanguíneo. De ahí que nos enganchemos con tanta facilidad: es la misma reacción que se produce en el cuerpo después del orgasmo. Y este es un argumento mucho más poderoso que cualquier manual de auto superación, aunque los resultados sean los mismos.

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Correr, además de placer, es un ejercicio interior, incluso literario. Correr es el nuevo caminar, lo que ha reemplazado el arte de pasear al que se han referido escritores y filósofos.

Robert Walser, por ejemplo, hizo del paseo un oficio sin el que no podía escribir. Ortega y Gasset alabó las caminatas en sus Notas de andar y ver y Thoreau, en ese ensayo maravilloso que es Caminar, dijo que no podría conservar el ánimo y la salud si no dedicaba por lo menos cuatro horas diarias a deambular por las calles. Walter Benjamin, a partir de Baudelaire, convirtió el flâneur –paseante urbano, caminador de ciudades– en objeto de estudio. Kierkegaard, gran caminante de su ciudad natal, Copenhague, pensaba que andando había tomado contacto con sus mejores ideas; Nietzsche aseguró que los únicos pensamientos válidos son los pensamientos caminados; Vila-Matas se describe en su último libro como “un paseante errático en continuo vagabundeo perplejo”. Dickens recorría insomne las calles de Londres. Walt Whitman vagabundeó grandes distancias para sentir en cada paso la respiración contenida de sus poemas. Y Chatwin escribió que no hay actividad más natural que el nomadismo: caminar es lo único que hacemos al ritmo de los latidos del corazón.

Ahora los escritores no caminan, corren. Leila Guerriero dice que corre para escribir y porque escribe: “Corro para aprender a aguantar lo que no se aguanta, para no llegar a ninguna parte. Para sentir, parafraseando a Clarice Lispector, que soy más fuerte que yo misma”.

Joyce Carol Oates resuelve sus textos corriendo: “Los problemas estructurales que se me presentan mientras escribo, en una larga, embrollada, frustrante y a veces desesperante mañana de trabajo, usualmente los logro desenredar corriendo por la tarde. ¡Correr! Si existe alguna actividad más feliz, más estimulante, más nutritiva para la imaginación, no tengo idea cuál podría ser”.

Murakami es el más conocido. Ultramaratonista, dice que no sabe si es un escritor que corre o un corredor que escribe. En su libro De qué hablo cuando hablo de correr asegura que lo hace para lograr el vacío, por la satisfacción que supone exprimir el cuerpo al máximo. Y también por su escritura: “La mayoría de los métodos que conozco para escribir novelas los he aprendido corriendo cada mañana”.

Vivimos en ciudades cada vez menos paseables. La seguridad, la infraestructura y el ritmo acelerado de nuestras rutinas han complicado el arte de la caminata. Pero ir a 5km por minuto no es incompatible con el paseo, con la contemplación. Patear las calles –da igual si corriendo o caminando– tiene que ver con el entusiasmo: ayuda a estar atento, a abrir los ojos. En ello hay ritmo, silencio, lenguaje, tiempos, mirada interior.

Correr es, de hecho, una forma de escritura: biografía, ficción o autoficción a veces; periodismo cuando atiendes la batalla del tiempo; monólogo interior; poesía de la contemplación; flujo de conciencia y ensayo, a veces académico y otras experimental. Nadie puede convertirte en corredor, igual que nadie se hace escritor porque otros se lo digan. Cada uno debe sacudirse la pereza, atarse los cordones y ganarle la batalla a la mente, más traicionera que las ampollas, el cansancio y las lesiones. Correr se parece mucho a la actividad del novelista: es una prueba de fondo, en la que no existen recompensas más allá de alcanzar los estándares que cada uno se fija. Y al final, conseguimos sólo aquello por lo que hemos trabajado, como también dice Murakami.

Eloy Tizón escribió en Técnicas de iluminación un pensamiento que bien podría ser el de un corredor de fondo: “uno podría pensar que tanto afanarse de aquí para allá es en vano, que tanto zarandearse no tiene ningún propósito y es un desperdicio completo de tiempo y espacio. Sin embargo, en el instante de morir, con nuestro último aliento, comprenderemos que sin sospecharlo nuestros pies han bordado un tapiz”.

Cada hombre, mientras camina, mientras corre, va tejiendo su mapa bajo sus pies. Quizá, en últimas, sólo se trata de eso. Correr es irse lejos, pero también acercarse: aproximarnos a esa meta que sólo cada uno sabe. 

Buenos días, Vietnam

EN VIETNAM, EL QUE FUE EL PROGRAMA DE RADIO MÁS FAMOSO DE LOS AÑOS 60 ES AHORA EL LEMA DE UNA CAMISETA ESTAMPADA. LAS BALAS DE LA GUERRA SE VENDEN HOY COMO SOUVENIRS Y LAS PRISIONES SON MUSEOS DEL HORROR, ADEMÁS DE CENTROS DE PROPAGANDA COMUNISTA. EL TÍO HO ES UNA ESTATUA OMNIPRESENTE Y CRUZAR LA CALLE ES UNA ACTIVIDAD DE ALTO RIESGO QUE AMENAZAN 18 MILLONES DE MOTOCICLETAS.

UNA CRÓNICA DE VIAJE CUANDO SE ACERCA EL 40 ANIVERSARIO DEL FINAL DE LA GUERRA.

Publicado en El Colombiano, noviembre de 2014. Descargar PDF 

 

Hace ya tiempo que Vietnam dejó de ser el escenario de una guerra. O por lo menos el de la guerra que una docena de películas y fotografías famosas se han encargado de fijar en la galería de Occidente como la primera guerra norteamericana de la que no había que sentirse orgulloso, en la que los soldados no debían ser recibidos como héroes al volver. Esa guerra, la más publicitada del último medio siglo, le ha restado a nuestra idea sobre Vietnam todos sus posibles matices.

Hollywood –no menos colonizador que los marines que desembarcaban en el delta del Mekong en los sesenta– ha conseguido reducir a tópico de matones profesionales a esos soldados veinteañeros que fueron hasta allí, murieron por miles, dejaron tres millones de muertos y que, según películas y series de televisión, hoy son un puñado de veteranos perturbados que más bien hay que compadecer –quizá con razón–. Y qué difícil resulta, después de haber visto Rambo, Apocalipsis Now, La chaqueta metálica, Soldado Universal y El cazador, salir de tantas frases hechas.

En esa montaña de filmografía sobre Vietnam, las secuencias van de pum pum pum fuck fuck fuck papapapapa y compiten por quién dispara más ráfagas de fusil o grita 'joder' más rápido y más fuerte. Los militares fuman porros en las trincheras y luego queman aldeas y matan orientales con sombreritos cónicos como si de un videojuego se tratara. Pero no es posible encontrar ninguna –y casi tampoco libros– que traten en realidad sobre los vietnamitas; han pasado dos décadas y tampoco se escriben ni se ruedan. Hoy Hollywood habla de Irak, el IS y Afganistán, claro.

Es un lugar común decir que Estados Unidos perdió la guerra porque no supo –o no pudo– comprender la mentalidad de los locales (lo que se hubiera traducido en una forma distinta de combate), y porque permitió a los periodistas retratar los primeros planos de la guerra para transmitirla por televisión a la hora del almuerzo y ser portada en las revistas los domingos. Pero lo cierto es que hoy en este lado del mundo, por más fotos de Kappa y películas de Kubrick y de Coppola que hayamos visto, de Vietnam, de ese país que en el mapa tiene forma de serpiente, de su paisaje, su población y de todo lo que se queda siempre por fuera de los estereotipos de la guerra, no sabemos casi nada. Hay que ir hasta allí para, al menos, intentar averiguarlo.

 

Lo mismo pero con Arroz

Llego a Hanói un agradable mediodía de diciembre para comprobar que incluso en un país comunista al otro lado del mundo es difícil escapar de ciertas postales. Aterrizo en un hotel boutique que bien podría estar en La Paz, Los Ángeles o Nueva Delhi, y una gran pancarta de colores Wish me a Merry Christmas mientras Jingle bells suena al fondo en el comedor del desayuno en el que sirven pancakes y huevos con salchichas.

Entonces salgo a la calle, no sin que antes el conserje del hotel me sonría con una ambigua mirada asiática como queriendo advertirme de algo –no lo hace, nunca lo hacen– y, en cambio, ese hombrecillo bajito, de ojos rasgados y gafas redondas que parece salido de las aventuras del Lotus Bleu de Tintín, me entrega un mapa con la localización exacta del hotel para que pueda desandar los pasos después de mi aventura. No lo sé todavía, pero atravesar las calles del centro de Hanói –la capital de un país con 18 millones de motos– es tan arriesgado que es casi jugarse la vida en cada esquina: lo normal es presenciar unos cuantos atropellos y yo vi un par incluso mortales, de viejecita debajo de camión y motociclista incrustado en la trasera de un bus, dejando hueco en la carrocería. Tanto es así que El Cairo, el D.F. o Bogotá me parecen ahora ciudades casi silenciosas y de tráfico ‘razonable’ si se comparan con aquel maremoto de pitidos.

No hay semáforos ni pasos de peatones –si los hay, los vietnamitas han desarrollado anteojos para no verlos– y cuando entonces supero, todavía con vida, ese primer cruce imposible, lo que me encuentro al otro lado de la calle es una réplica de Notre Dame de París construida por los franceses durante su conquista de ese país que alguna vez se conoció como la Cochinchina (para sentirse un poco en casa, seguro, como hicieron también los españoles en América levantando catedrales o los ingleses en las tierras del norte. Igual que ciertos colombianos llevan arepas de aeropuerto en aeropuerto y réplicas de las Gordas de Botero).

Avanzo un poco más y en la cuarta o quinta esquina ya sé que las calles en Vietnam no se atraviesan a) ni cuando están vacías –una moto inesperada puede surgir de cualquier sitio– y b) ni corriendo: hay que cruzar con parsimonia como si las motos no atropellaran. Son ellos quienes tienen que esquivarte a ti y no tú a ellos, como mandaría el buen sentido.

Agotada, busco un sitio para comer. Y para mi sorpresa, en el centro de Hanói sólo existen restaurantes para turistas, con menús en varios idiomas y precios equiparables a los de Nueva York o Madrid. Me habían dicho que Vietnam se podía recorrer durante un mes con un presupuesto de 300 dólares, pero no es cierto. Ese país del que me hablaron –oriental, barato, comunista de los de cartilla de racionamiento– parece haber desaparecido. Me doy cuenta de que la mayoría visten sudaderas, tenis Nike y jeans imitación Versace. ¿Qué esperaba? Mujeres y hombres campesinos con sombreritos cónicos y trajes regionales todavía recorren las calles con sus cestos al hombro –ahora también ganan dinero tomándose fotos con los turistas–, pero es evidente que pronto solo aparecerán en postales conmemorativas.

Y es que allí se las han arreglado para que al viajero le sea muy difícil escapar del recorrido turístico de ‘lo que hay que ver’, en el que te puedes encontrar con una misma pareja de mochileros rusos en la capital, en Halong o en Saigón, al norte, al centro o al sur del país, se viaje o no en tour o con guía.

Es cuando me encuentro por tercera vez con los rusos que comprendo que algo está mal. Me digo que no es posible. No he viajado siete husos horarios en el meridiano para comer omelettes al desayuno, visitar imitaciones de iglesias francesas, ver la CNN y comer rollitos primavera rodeada de occidentales en las mesas vecinas. ¿Qué hacer?

 

Ver o reconocer, he ahí la cuestión

¿Viajamos para ver o viajamos para reconocer lo que se supone que allí tenemos que encontrar?. Ese es el to be or not to be del viajero desde que del viaje se tiene noticia. Y para ver, en Vietnam como en cualquier sitio, lo urgente es salir del circuito previsto.

Entonces decido alojarme en hoteles tipo comunista de colchones duros, altavoces en las habitaciones y micrófonos no tan escondidos, y es ahí donde descubro la auténtica sopa Pho del desayuno. Ese guiso de carne, fideos y hierbas aromáticas es la primera prueba de una cocina que es una infinita combinación olorosa, colorida, picante, salsuda, jugosa. A la sopa le sigue una ensalada de papaya verde y mango al mediodía y a ésta el cangrejo con raviolis de arroz o la lubina con frijolitos de soja y hierba de limón para cenar. El problema es que, probado esto, ya sé que no me volveré a resignar con los springrolls de los restaurantes turísticos. Y me pregunto por qué Colombia no tiene una riqueza gastronómica semejante si los ingredientes son los mismos.

También renuncio a los mapas, para perderme. Ya he comprobado que el itinerario sugerido significa limitarme al distrito elegante de Hanói, en el que las embajadas y casonas coloniales no se distinguen mucho de las del barrio Samalek en El Cairo o las del Chicó bogotano. Ya se sabe: los barrios elegantes son a menudo muy parecidos. Entonces atravieso la frontera en la que las aceras se vuelven oscuras y huelen menos a perfume y más a seres humanos. La ciudad se vuelve laberíntica, de otro tiempo, hecha de callejuelas abigarradas que siguen distribuidas, como desde hace siglos, por gremios: aquí los faroleros, allí los herreros, en una esquina los fabricantes de cestas y dos cuadras más allá los comerciantes de la famosa seda indochina. Todo ello entre el esmog de miles de motos que hace que al final del día me duelan los pulmones.

Allí, en ese fragmento del gran mercado que es toda Asia, se puede comprar casi cualquier cosa, incluso una camiseta-recuerdo de Good Morning Vietnam, el programa de radio del ejército norteamericano con el que en los años sesenta se despertaban los marines de la guerra. Las balas de sus fusiles, los restos de los aviones y las municiones hoy se venden como souvenirs.

También hay lagos enormes bordeando esas calles pequeñitas, como el tranquilo Hoan Kiem, donde los hanoienses practican taichi de madrugada. Sus aguas verdes sirven de espejo a los árboles que cuelgan sobre sus orillas y de escondite a tortugas de dos metros que quizá son una leyenda urbana. En esas mismas aceras se mantiene la prisión más antigua de la ciudad, en su día conocida por los presos como el Hanói Hilton, una cárcel célebre por su dureza que hoy es un museo de horrores con esculturas grotescas a escala humana de prisioneros desfallecientes. Malher todavía suena al fondo.

Y allí, como en todo lugar conmemorativo, los comunistas han adecuado un espacio para la propaganda, donde los muertos por la causa revolucionaria ejercen de héroes nacionales. El primero de todos es Ho Chi Minh, libertador frente a los franceses, paladín frente a los gringos. Su estatua es omnipresente y al igual que todo patriota independentista –como Gandhi, Martí o Bolívar–, ha sido elevado a la categoría de santo local por esa religión que se llama nacionalismo y que como todas necesita íconos y templos para reafirmarse. Tanto que el Tío Ho (así también lo llaman) está momificado como su maestro Lenin para que peregrinen a verle locales y turistas. Y afuera de su mausoleo, de tanto en tanto, tiene lugar un cambio de guardia que parece la hermana pobre de la del palacio de Buckingham.

Vietnam es comunista, pero no ateo. El busto de Ho comparte con otros cientos de ídolos las pagodas y templos que huelen a incienso y que casi por sí mismas merecen el viaje. Un universo espiritual tan extraordinario como complejo –mezcla de budismo, caodaísmo, taoísmo y hasta cristianismo– se revela en las escenas de caballos, peces, monos, tortugas, fénix, quimeras y dragones que decoran las paredes de estos lugares de oración. Todo responde a historias que no conocemos, y nosotros, los occidentales, nos sentimos como se debe sentir un budista cuando mira cuadros de la vida de los santos en nuestras iglesias: ninguno de los dos entiende nada.

El itinerario termina en un teatro en el agua. Las figuras que he visto en los templos aparecen esta vez en forma de marionetas que recrean la vida cotidiana y rural, las fiestas religiosas y los oficios. Titiriteros con el agua hasta las rodillas manejan tras el telón los hilos de divertidas figuras de madera lacada que cuentan Vietnam mejor que los libros. Y al final de cada función, un dragón-marioneta emerge y lanza llamas por la boca, se mueve a su antojo, da saltos por el escenario y salpica al público, siendo, sin proponérselo, una metáfora de su país, emergente, altivo y consciente de su fuerza, que se sacude de las aguas estancadas del pasado y avanza sin dejar indiferente a Occidente.

 

El dragón que hace tiempo despertó

En Vietnam todavía quedan, desperdigadas por los caminos, 3 millones de minas antipersona y más de 150 mil toneladas de explosivos sin detonar. Las librerías no venden literatura sino guías de viaje, cursos de idiomas y de cocina, propaganda comunista y bestsellers olvidados por turistas en las mesas de noche de los hoteles. La prensa la maneja el Partido, sus índices de corrupción son casi los más altos del mundo y los precios se han triplicado en los últimos años.

Pero algo ha cambiado. En la recepción de un pequeño hotel en Saigón una recepcionista vietnamita se entiende en inglés con un grupo de turistas chinos, y eso ya es un síntoma. El capitalismo ha llegado y hace tiempo que no es una palabra tabú, quizá desde que Deng Xiaoping dijera que enriquecerse no era incompatible con el socialismo “a la china”, por allá por los setenta. El dinero se mide en Dongs y se intercambia por millones a pesar de lo que digan la suciedad y la aparente pobreza (sólo aparente), y muchos  vendedores, hoteleros, taxistas y conductores de cyclo (bicitaxi) estafan a turistas incautos en cada transacción con el mismo cinismo de ciertos banqueros occidentales.

En menos de 30 años de doctrina Doi Moi, la gran reforma económica implementada por el Partido Comunista en 1986 (una mezcla de capitalismo salvaje y fuerte intervención del Estado, pariente de la reforma china), Vietnam ha conseguido reducir del 58 al 3,4 por ciento los índices de miseria, lo que significa que en dos décadas 25 millones de personas salieron de la pobreza al mismo tiempo que más del 50 por ciento de su mercado laboral se colocaba fuera de la agricultura. Esta es quizá la prueba más auténtica de que lo yanqui ya es historia.

Los museos de la propaganda comunista van quedando relegados a la categoría de postales para turistas, igual que las repetidas exposiciones de fotografía de guerra que insisten en mostrar, una vez más, los arquetipos mundiales de la guerra: madre despidiendo a hijo soldado, niño que lleva recados entre las trincheras, mujer al frente de los cañones… cuando no son cuerpos descuartizados por la metralla y los bombazos, u hombres deformes, casi monstruos, como consecuencia del Agente Naranja, esa mezcla de herbicidas letal que se usó durante la guerra y que es muy parecida a la que hoy cae sobre los cultivos ilícitos en la guerra colombiana contra la droga.

Mientras tanto en Ho Chi Minh City (Saigón), de la calle Catinat del americano impasible de Grahan Greene ya no queda nada. En su lugar, en el corazón de esa ciudad-mastodonte que se extiende desde el mar de China hasta la frontera camboyana, ciudad-océano como casi todas las capitales asiáticas, se levanta una de las torres más altas del sudeste asiático, hecha con capital cien por ciento vietnamita, y las boutiques de Gucci, Louis Vuitton y Loewe abundan en el distrito principal junto a los centros comerciales de lujo en los que sólo puede comprar la nueva burguesía vietnamita –la del partido–, y ciertos turistas rusos. Y en ese mismo escenario, empresarios como el dueño de  una cadena de restaurantes de sopa -el Pho 24- están a punto de dar el salto a Norteamérica para invertir el proceso colonizador tradicional Occidente–Oriente - Norte–Sur, quizá para siempre. Ellos no tienen prisa. Cinco mil años de historia les dan una medida del tiempo que como occidentales no podemos comprender. Y el cronómetro ya se ha echado a andar.

Por eso a Vietnam hay que darle, ahora sí, los buenos días. Pero mejor ir a dárselos personalmente antes de su mediamañana, para cuando la destrucción urbanística habrá conquistado la bahía de Halong, la más hermosa del mundo, y en la que ya se ven, en algunas explanadas, grúas gigantescas que vaticinan la invasión hotelera. Para entonces contaremos por miles los turistas que, desde los juncos que atraviesan el archipiélago, darán la espalda a los desconcertantes chichones-montaña. Y en los brillantes arrozales de las tierras altas de Sapa, las etnias de las montañas serán un nuevo parque temático (si es que no lo son ya).

Este dragón indochino lleva décadas despierto, pero en Occidente seguimos viendo películas de marines en Vietnam, creyendo que la guerra con Estados Unidos fue para ellos la primera, e intentamos explicar que la batalla se perdió por.. por… cuando ellos llevan siglos enfrentándose con los chinos, los jemeres y los mongoles. Casi siempre ganando.

Seguimos sin comprender casi nada. Y los que vamos hasta allí miramos por sus ventanas sin darnos cuenta de que no somos invitados a pasar por la puerta. Nos maravillamos con sus mujeres, sus templos, su comida, sedas y artesanías, pero no comprendemos la sonrisa de aquel conserje de hotel que parecía sacado de un comic de Tintín y que antes de salir la primera mañana del hotel quería advertirnos de algo. Pero nosotros todavía no sabemos leer en sus ojos pequeñitos ni en su mueca ambigua. Y quizá no lo sepamos nunca.

Chantal Maillard viaja a la India

Desde las campañas de Alejandro Magno y los tiempos de la ruta de la seda, la India ha generado fascinación en Occidente: un territorio de fantasía, tierra de especias y marajás, el origen de las filosofías de Oriente, el yoga, la Ayurveda y las doctrinas tántricas. Pero dice Chantal Maillard –española de padres belgas, filósofa, experta en estética y pensamiento oriental– que quienes hemos ido hasta allí y regresado para contarlo no hemos acertado a transcribir más que fragmentos o relatos que pronto se han transformado en mitología.

En India, el volumen que compila veinticinco años de relación de Maillard con ese país, Pre-Textos reúne su empeño por hacer lo contrario: no intenta, como tantos viajeros, traducir a códigos conocidos la cultura que visita ni reduce a comparaciones insatisfactorias la realidad inabarcable. Su India es, sobre todo, un ejercicio de observación de su propia mente. Ella se convierte en mirada y su mirada en camino. Se resiste a pintar con las palabras porque su territorio es interior, es viaje en su dimensión completa: se aleja sobre todo de sí misma, pone a prueba su identidad y recorre el camino del autodescubrimiento gracias a la desorientación, a la extrañeza. Es el extravío el que le permite salir de su propio personaje. Y es a través de esa, su visión invertida, que vemos la India. Ella sabe que la diferencia entre el turista y el viajero es que éste ha aprendido a mirar. “Aprender a ver”, como escribió Saint-Exupéry en una de sus páginas.

Por eso en la escritura de Chantal Maillard importa, sobre todo, el instante. Ella sabe que en la India nadie espera nunca nada, simplemente está. Y eso hace. Todo es presente: el ruido, los olores; en los ojos una vaca en Jaisalmer se refleja el tiempo que pasa, un búfalo camina lento a la orilla del Ganges, las ratas roen incansables. La suya es una mirada que no intenta poner orden al caos. La palabra es el acontecimiento. Éste un libro que se habita. La India sucede mientras Maillard la cuenta. 

En esta compilación hay diarios, poesía, ensayo, crítica. Es un libro de viaje y ya se sabe: la escritura que da cuenta del desplazamiento siempre es híbrida; los géneros se cruzan para tejer un universo poético en el que el movimiento es el centro. 

Sus ensayos abordan temas como los orígenes de la filosofía occidental o la función simbólica y social de la mujer en la India. También, la gran contradicción: mientras Occidente se orientaliza –busca respuesta a sus excesos en el yoga, la medicina natural y la vida sana–, la India emula a Occidente y devalúa lo sagrado: hoy, en las orillas del Ganges, los hindúes comercializan sus tradiciones más íntimas. El rito deja de ser rito y se convierte en espectáculo, atracción turística, entretenimiento barato. 

Hay autores que se insertan en la biografía de los lugares. La India tiene a Octavio Paz, a Forster, Kipling, Naipaul y Lapierre que inmortalizaron el subcontinente en el siglo XX. La India de Maillard debería entrar a formar parte de esa bibliografía fundamental. Y al leer su voz singular uno piensa que sus palabras deberían sonar mucho más alto. O quizá no. Porque como dijo el también poeta José María Parreño, en estos tiempos, para que te escuchen, lo ideal es hablar en susurros. 

India. Pre-Textos, Valencia, 2014, 852 páginas.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, Diciembre 2014.

Así es como la pierdes

Hay libros en los que el protagonista es el lenguaje: La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, por ejemplo, o El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Hay otros en los que, más allá del idioma, se trata sobre todo del ritmo, de una cadencia que es casi música: Juan Rulfo es un sonido; Cien años de soledad no es comprensible sin la relación de Gabriel García Márquez con el vallenato; Julio Cortázar dialogó con el jazz, y esa influencia es palpable en su última escritura.

La obra de Junot Díaz se inscribe en este grupo, también Así es como la pierdes: una prosa que se mueve entre la pulsión arrolladora del hip hop y la sensualidad del merengue o la bachata. En ella hay slang callejero, spanglish, jerga de inmigrantes dominicanos. Díaz escribe en inglés y en parte también ahí radica su mérito: en haber traducido esos compases de baile a un idioma que suele brillar por lo cortante y sincopado (Hemingway, por ejemplo).

Así es como la pierdes es una historia de fracasos amorosos, los de Yunior, un dominicano-americano con una incapacidad ontológica para la fidelidad. Es un libro sobre la dificultad del amor, sobre relaciones que fracasan y rupturas que nunca nos abandonan. Está escrito casi todo en segunda persona y el 'tú' convierte al narratario en confesor y cómplice: el lector escuchará a ese hombre incapaz de ver a las mujeres que tiene delante, que juega siempre a la ruleta rusa que es el engaño y que pierde aquello que ama. Es la historia de un sucio que en el fondo es un buen tipo. Y en sus relatos hay humor, vulgaridad y poesía, amor y sexo con sabor latino, inmigración y testosterona. Es un manual para infieles, aunque no para enseñarnos cómo no ser descubiertos sino para decirnos que no merece la pena. Pero sin moralismos. Yunior terminará por aceptar el dolor, comprenderá que ha sido un pendejo, un cobarde. Y aunque late todo el tiempo la pregunta del porqué de la infidelidad, el autor no da ninguna respuesta, como tampoco las hay en la vida. No hay sentencias más allá de las de la propia biografía.

Ésta podría ser una novela, y sin embargo son cuentos. Los nueve relatos que componen el libro funcionan por separado, al tiempo que componen una ópera que cobra valor en el conjunto. Y estas historias conectadas aportan lo mejor de los dos mundos: el golpe efectivo del relato, ese suceso único en el tiempo y en el espacio, pero también esa relación duradera con los personajes y su evolución que sólo permite la novela.

Junot Díaz ha sido finalista del National Book Award con este libro y con el mismo narrador ganó el Pulitzer. Yunior es el álter ego del escritor y a través de él habla su universo conocido. Por eso hay tanta honestidad en su retrato. No hay nada impostado aquí. Él es también un dominicano-americano seductor y conquista con un cierto erotismo de las palabras. Hace ya tiempo que Junot encontró su voz narrativa, y quizá es por eso que, al cerrar el libro, la música de su prosa permanece, sigue sonando.

 

Junot Díaz, Así es como la pierdes, traducción de Achy Obejas, Mondadori, 2013, 208 págs.

 

Publicado en la Revista Otra Parte, abril de 2014.

Cenar con Mario Muchnik

UN GRAN EDITOR HABLA DE SUS AUTORES A LA HORA DE LA CENA. ¿ES CIERTO QUE LOS INTELECTUALES COMEN SIEMPRE EGOS REVUELTOS? ¿QUÉ IMPORTANCIA TIENE LA COCINA EN LA VIDA DE UN EDITOR? CONVERSACIÓN CON MARIO MUCHNIK A PROPÓSITO DE OFICIO EDITOR, SU LIBRO DE MEMORIAS. 

Publicado en la Revista El Malpensante, enero de 2015. Descargar PDF

 

"Es que tú hablas mucho, Mario”, le dijo Carmen Balcells, “no es posible que todos tus autores sean tus amigos”. Y le acusó poco menos que de name dropping, de citar nombres prestigiosos para impresionar. Y Muchnik, honrado editor (50 años de oficio) y antiguo físico –de ahí que le gusten las pruebas, las demostraciones–, escribió Lo peor no son los autores para zanjar ese pequeño desafío. Ese libro, sus primeras memorias, reúne las anécdotas de décadas y décadas en las que fue sumando amigos gracias a su trabajo editorial. Verdaderas amistades: ¿cómo, si no, iba a pasar Cortázar con los Muchnik buena parte del último verano de su vida, o iba a llorar Susan Sontag delante de él en un desayuno en Nueva York, esa escritora conocida por su dureza? Sontag, que hablaba de la enfermedad con brillantez, lloró oyendo a Muchnik relatar la historia de De parte de la princesa muerta de Kenize Mourad, que él acababa de publicar. Y, de no haber sido amigos, ¿se hubiera cabreado Italo Calvino con su hija, todavía pequeñita, delante de Mario y su mujer Nicole, porque no quería comer una tortilla en unas vacaciones que pasaron juntos en Túnez?

Es verdad. Muchnik no ha sido amigo de todos los autores que ha editado: “A la lista le faltan Tolstói, Flaubert, Joseph Roth, otros tantos”, dice. Y se ríe. “Ja”. Un “ja” largo, sonoro, de una sola sílaba, que sale de la sonrisa encantadora debajo de su barba blanca. A Mario Muchnik cuando se ríe le brillan los ojos como a todo el mundo, pero a él un poquito más. Y continúa: “Los amigos son como los libros de tu biblioteca. Entran y salen de tu casa. A algunos los ves a menudo; a otros, por la razón que sea, solo una vez o dejas de frecuentarlos. Muchos desaparecen. Hay unos cuantos que entran sin que tú sepas que luego serán un clásico, una joyita. Es solo con el tiempo que te das cuenta de que has construido una biblioteca, que tienes un montón de amigos”. Y algunos amigos de Muchnik incluso han ganado el Premio Nobel.

Cuando le propuse la entrevista le expliqué: “Mario, quiero que hablemos de comida, de tus cenas con toda esa gente que has conocido. Bueno, no hablaremos solamente de comida...”. “¿Y por qué no?”, me contestó riendo. Él, que es gourmet pero no un comelón, puede teorizar con tanta autoridad sobre una pastasciutta o un asado de tira como sobre edición, palos secos y serifas. Cuando llegué a su casa, interrumpí su café de media tarde, pero ya Muchnik tenía en la mano una hoja impresa con una lista. Nombres de ciudades, restaurantes y, entre paréntesis, con quiénes había comido en esos lugares.

¿Es posible contar la biografía de una persona a través de sus desayunos, almuerzos de trabajo y comidas con amigos? Solo si damos por cierto que la mayoría de los momentos importantes nos suceden alrededor de la mesa. Muchnik está de acuerdo. Y comenzamos a repasar la lista.

 

El Amaya. Barcelona

“A esa señora la conozco: La enfermedad y sus metáforas”, dijo el camarero de ese restaurante de Las Ramblas, cerca del monumento a Colón. Susan Sontag miró sorprendida a sus compañeros de mesa. “¿Y a este caballero?”, preguntó Mario Muchnik señalando al otro comensal. “No. A este señor no le conozco, pero su cara me dice algo...”. El editor dice Bruce Chatwin (“el hombre más bello que conocí en la vida”, dice) y el camarero, llevándose las manos a la cabeza, exclamó: “¡Hombre, claro! Colina negra, con la foto de Cartier-Bresson en la portada”. Atónitos, se enteraron luego de que el camarero era novio de una bibliotecaria.

Cenaban esa noche Nicole, Mario y Jacobo Muchnik, su padre, el primer editor de Sobre héroes y tumbas de Sábato y, en español, de Las brujas de Salem de Miller, de la Carta al padre de Kafka. Cenaban con aquel inglés nómada que tenía por todo lujo una mochila de ante y la norteamericana que hizo de puente intelectual entre Europa y Estados Unidos. Era la primavera del 87 y los años dorados de la edición en Cataluña. Para entonces Mario y Jacobo editaban bajo el sello Muchnik Editores, y ya podían preciarse de ser los primeros en publicar en castellano a esos dos autores con los que cenaban. “Esa noche comimos como reyes. Nosotros, mariscos, pero Susan iba con cuidado, ella ya había tenido su cáncer. Bruce pidió costillitas de cordero. Lo recuerdo porque comía con las manos”.

Cuando terminó la cena caminaron por el barrio chino, El Raval, y entre las putas y los chulos Chatwin les habló de su última novela, en la que el hombre primitivo, huyendo de una gigantesca pantera antropófaga, se vio obligado a salir a la llanura, dejó marcas en los árboles e inventó el lenguaje. Sontag escuchaba. “Saber escuchar no es solo dejar que el otro hable, sino darle oídos. Esa era la gran cualidad de Susan Sontag, igual que de Elias Canetti, de Julio Cortázar: no se conformaban nunca con una respuesta circunstancial. ‘¿Qué tal está tu padre?’. ‘Bien, Susan, Gracias’. No, no, había que entrar en detalles, para ellos todo era atinente”.

“The king of darkness was a gentleman”, dijo Chatwin esa noche en El Raval. Ése era el título que quería darle a su libro, que luego fue Los trazos de la canción. Y es que en cuestión de títulos Muchnik y Sontag tenían una relación especial. Fue él quien para la traducción al castellano de Illness as methaphor le sugirió La enfermedad y sus metáforas, mucho más pronuncia- ble que “La enfermedad como metáfora”. Ella aceptó y, años más tarde, tituló su libro sobre el sida Aids and its metaphors, y dedicó un ejemplar al editor reconociéndole el mérito del título y de la traducción.

Fue también Sontag, en un café de París, quien le anticipó a Muchnik: “Así que tendrás un Nobel”. Él la miró sin comprender. “¡Canetti, Mario!, el próximo año se lo dan a Canetti!”. Y Susan Sontag estaba claramente bien informada porque un año más tarde Mario viajaba a Estocolmo y cenaba en Suecia con el autor de Masa y poder.

 

Editorial Forum. Estocolmo

Mario Muchnik conoció a Canetti la misma mañana que le entregaronel Nobel, en el Grand Hôtel de Estocolmo mientras esperaba el ascensor. El búlgaro, “pequeño pero vigoroso, de mirada fuerte y párpados entrecerrados, sonrisa tal vez irónica”, bajaba por la escalinata central y el editor se le acercó. “Doctor Canetti, yo soy Mario Muchnik”. Para entonces él era su primer editor en castellano y solo habían intercambiado una carta. Se estrecharon la mano, pero no comieron juntos hasta el día siguiente. Con Aquavit y bocaditos ahumados suecos. “Los vikingos no hicieron nada mejor en su vida, ja”. Arenques. Salmón. Skol. Salud.

Eran varias mesas de ocho comensales cada una, y Muchnik se sentaba en la principal con el hombre que escribió El otro proceso de Kafka. Tres de la tarde en Estocolmo, es invierno y ya es de noche en la editorial Forum, donde se celebra el almuerzo ritual del premio Nobel. “Un lugar de ensueño: una galería de arte donde los mejo- res pintores suecos han retratado a todos los premiados. Hay que brindar. Un brindis que no admite la mínima sonrisa. Es una cosa seria. El camarero llena la copitacon Aquavit. Tú eliges a uno de tus comensales, levantas tu copita, miras seriamente, sin sonreír, y dices ‘skol’.Así ocho veces, una por cada comensal. Cuando Canetti levantó la copa y dijo ‘skol’ a mí me tembló el piso. Ylos dos asentimos con la cabeza”. Ya Muchnik le había preguntado qué estaba escribiendo. “Usted nos prometió una segunda parte de Masa y poder...”. Canetti se puso muy serio, miró por la ventana y le dijo: “Ese libro quizá nunca llegue a publicarse”. Hoy sabemos que era cierto.

El editor y Canetti volvieron a comer unos meses más tarde, en casa del Nobel, en Zúrich, adonde el editor fue a visitarlo. Allí tomaron el té y una tarta de zanaho- ria. La charla, dice, fue como cualquier conversación, con naturalidad, entre otras cosas porque Canetti puso las reglas: “Mr. Muchnik, esto no es una entrevista”. Y hablaron de todo, una charla de cinco horas entre un autor y un devoto de su obra. Allí, mientras caía la tarde y se iban quedando a oscuras, Canetti decía cosas como que a Borges no había que darle el Premio Nobel porque su obra era trivial. Bien escrita, pero superficial. Al fondo sonaba la flauta dulce de su hija Johanna. Giovanna se llamaba la hija de Italo Calvino, con quien por esa época Mario Muchnik cenaba a menudo.

 

El puerto de San Remo

Las flores de San Remo son las que decoran cada año las salas de la Fundación Nobel, durante la ceremonia. La ciudad que da esas flores era también la de la infancia de Calvino, el escritor que a la hora de su muerte era el italiano más traducido. Muchnik lo conoció en Formentor, en las reuniones del Premio Internacional de Editores. Pero su amistad con Calvino data de un par de años más tarde, en la época en que Mu- chnik dejó la física para dedicarse a la fotografía. Había estudiado en Columbia y luego, trabajando como físico en Nápoles, comprendió que ese oficio no lo hacía feliz.

Bajo la influencia del fotógrafo Edward Weston, co- menzó a fotografiar árboles, hojas, ramas, follaje, con una Rolleiflex de negativos 6x6 cm. Cuando tuvo una buena colección se la envió a Calvino, con la idea de una edición de El barón rampante ilustrada con sus fotografías. El proyecto no llegó a realizarse, pero ese año, mientras los Calvino y los Muchnik se instalaban en Roma, en medio de las cajas de la mudanza en un piso frente a la Plaza de la Fontanella Borghese, sellaron una amistad para toda la vida, a lo largo de la cual compartieron muchas comidas.

Entre tantas, Muchnik recuerda una en la que Calvino llegó a enfadarse con él. En San Remo, en el puerto. “¿Leíste Tiempo cero?”, le pregunta Calvino. “Sí, Italo, tú sabes que tus libros me interesan, pero déjame que te diga una cosa, si no te importa”. Mario Muchnik todavía no era editor, era físico. “Me divirtió, sí, como las Cosmicómicas, pero todos estamos esperando de ti otra gran novela, como El barón rampante”. Entonces Calvino se pone serio, se ve que se está cabreando, y dice: “¿Y por qué se espera eso de mí? ¿Por qué debo escribir una gran obra? A lo mejor ya escribí mi gran novela. ¿Dónde está escrito que yo pueda escribir cada vez mejor? A lo mejor yo ya he escrito todo lo que tenía que escribir, a lo mejor todo lo que escriba de ahora en adelante va a ser peor. ¿Quién te dijo a ti, quién le dijo a nadie, que las cosas, que el mundo, deben ir cada vez mejor? A lo mejor las cosas tienen que ir a peor, van a peor, el mundo no progresa sino que regresa. Y sabes una cosa, Mario, es que vaya como vaya, no hay que derramar una lágrima. A ciglio asciutto, con las pestañas secas”. La conversación terminó, y tan amigos.

Era un hombre muy serio, Calvino, incluso áspero, pero con gran sentido del humor, dice Muchnik. “Era también un gran comilón, un flaco envidiable, de los que no engordan nunca. Pero podía estar sin comer, lo importante era la conversación”.

Luego Calvino publicó otros libros que para algunos ponen en duda y para otros confirman aquello que decía en aquel cabreo con el editor: Palomar, Si esta noche de invierno un viajero, Las ciudades invisibles, esta última dedicada a mano a Mario y a Nicole: “Amigos de ciudad en ciudad”, porque también vivieron juntos en París, donde coincidían además con Julio Cortázar. Casi quince años después de aquello, durante el verano que Cortázar pasó con los Muchnik en un molino segoviano, Muchnik en persona traducía el Orlando furioso de Calvino, antes de someterlo a su traductora oficial en castellano, Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar.

 

Molino del Siglo xviii. Segovia

Resulta que Chichita Calvino y Aurora Bernárdez eran las dos argentinas y tenían una amistad de vieja data. Cuando coincidieron en París, y como los Muchnik eran viejos amigos de los Calvino, las tres parejas formaron un pequeño grupo. Mario Muchnik también nació en Argentina.

Pero el editor ya había conocido a Cortázar en 1960 en París, cuando éste todavía no había escrito Rayuela. “Aquella Torre Eiffel que era Cortázar”, dice Muchnik. “Hubo varios encuentros hasta que nos instalamos en París”. Ahí se fundó la amistad que duró hasta la muerte de Julio, incluso cuando Mario se trasladó a Madrid y antes a Barcelona. Él fue el editor de Los autonautas de la cosmopista, y de sus textos políticos: Nicaragua tan violen- tamente dulce y Argentina: años de alambradas culturales. “Li- bros mediocres”, dice Muchnik. “Pero yo soy editor, no un censor. Lo malo es que Julio nunca fue consciente de que esas obras eran menores”.

El último verano de Cortázar, el de 1983, el escritor pasó dos semanas con Mario y su mujer en un molino del siglo xviii que solían alquilar en la provincia de Segovia. Cortázar ya estaba enfermo de leucemia, pero ni él ni sus anfitriones lo sabían entonces. Lo recibieron en la estación de Chamartín y se lo llevaron al molino. No era el primer verano que pasaban juntos, otros veranos ya habían sellado su amistad: “Nada aproxima más que los asados nocturnos coronados por canciones y chistes malos”. Aquello era en Aviñón, donde Cortázar tenía su casa de campo.

En Segovia, en medio de la Sierra de Madrid, esos asa- dos se repitieron. Y fueron los últimos. A 1.200 metros de altura, el aire seco hacía que corrieran los aromas con intensidad. A medio día, Mario hacía el asado, con brasa de sarmientos, y Nicole la ensalada. Entonces aparecía Cortázar, que pasaba las mañanas escribiendo, y decía: “¡Che, aquí quién puede trabajar con ese olor!”. El autor de Rayuela también decía que el mejor asado que se comía fuera de la Argentina era el de Mario. Y el editor lleva esa frase como una medalla.

Fue en esas sobremesas que Cortázar les habló a los Muchnik de su sueño recurrente. Soñaba con una ciudad inexistente, que iba completando en cada sueño: un nuevo café, una nueva sala de billar, nuevos rincones. Cada vez que reaparecía el sueño, la ciudad crecía. Pero ése fue su último verano. Cortázar no alcanzó a terminar de construir su ciudad inexistente.

 

Hay más anécdotas, pero nunca nimiedades. Cuando le pregunto a Mario Muchnik por peculiaridades de sus autores en la mesa, ni una sola vez cae en la trivialidad. Hace bien. Qué más da si Calvino usaba o no un monda-dientes, o si Sontag tenía buenos modales en la mesa. La anécdota de Oliver Sacks, autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y que comía las cortezas del queso como un manjar, no es más que eso, una anécdota. Aunque Sacks era tan peculiar que cuando llegó a casa de Muchnik a cenar, se acercó a la ventana, en invierno,y dijo: “Es que no me gusta ni el frío ni el calor. Prefiero los cero grados”. Y los invitados, en plena ventisca de diciembre, comieron con los abrigos puestos, porque con Sacks esa ventana tuvo que quedarse abierta.

Otra cena es con García Márquez, que en México trataba como a una criada a la segunda de la agencia de Carmen Balcells: la mandaba por más whisky. O con Peter Berling, autor de La última tentación de Cristo, quien desde que murió su primera novia no conoció mujer y puso todo su placer en la comida. “Parece un acorazado Potemkin”, se ríe Muchnik. “Es el autor más gordo y voraz con el que me ha tocado comer”. Y una última: con Vargas Llosa, en el restaurante Come Prima de Madrid (cuya primera planta está decorada con fotografías hechas por el editor), cuando el peruano, que todavía no era Nobel, le pide a Muchnik que lo deje utilizarlo para su próximo libro. “Tocayo”, le dijo Vargas, “busco un personaje que sea un editor de gusto exquisito, de vasta cultura, y negado para los números”. “¿Y es que tú piensas en mí todo el tiempo, Mario?”, le respondió el editor. Es así como en Travesuras de la niña mala Mario Muchnik se convierte en personaje. Y sin máscara alguna. En la novela el editor lleva su nombre.

Cada plato es entonces, de algún modo, un capítulo en la vida de Mario Muchnik. Platos como biografía. El primer desayuno con Nicole, “unas roscas con chocolate y un café, en Nápoles, son el mejor desayuno, almuerzo o cena de toda mi vida”, me dice. Y el peor, cuando perdió, “me robaron”, Muchnik Editores. Esa tarde buscó a alguien para almorzar, pero se encontró solo. Caminó por Las Ramblas hasta encontrar un garito. Tomó un club sándwich y una cerveza. Pero ésa es otra historia.

De cualquier forma, los platos no son importantes solo porque sean biografía. La cocina en sí misma tiene importancia para el editor, entre otras cosas porque le ha dado, literalmente, de comer. Mario Muchnik aprendió de su padre que, para sacar adelante una editorial, hay que publicar unos cuantos libros de cocina. Su padre lo hizo en Argentina: editaba veinte libros al año, de los cuales solo cuatro eran literatura; los demás eran recetarios y divulgación. Con sus editoriales él hizo lo mismo, por ejemplo editar a su cuñada, Gabriela Bajraj, que se convirtió en un bestseller gastronómico en España. Lo que hay que hacer para facturar y compensar las pérdidas que deja un Canetti, por ejemplo.

A Mario le alegra el ritual de comer. “Pero yo solo reflejo la alegría de los que están alrededor. Cuando la gente se sienta a la mesa está contenta. Comer es una fiesta. Cuando yo me como un plato no solo es el plato, me como el mundo”. Y el mayor aliciente es la conversación. “No lo que pasa, porque rara vez pasa algo, sino lo que se dice. La conversación, la polémica. Presenciar y participar en un diálogo entre gente que sabe más que tú”. Y el placer de hablar por hablar. Mario recuerda al escritor Octavio Paz, por ejemplo, la vez que cenaron en Barcelona y éste conversaba con Nicole de la última película de Batman. “Octavio tenía el don de la palabra. Era uno de los que gozaba hablando. No hacía tesis, tenía opiniones. Esa cosa maravillosa que es tan latinoamericana, donde las opiniones tienen peso específico. Octavio piensa esto, aquello, y eso ya es importante. Si lo pensaba Paz era importante. ¿Qué hay mejor que eso? ¿Qué pretendes si no? ¿Que te demuestre la existencia de Dios?”.

Para Muchnik, el problema es que ahora ya no se habla. “Antes, en la Feria de Fráncfort, por ejemplo, se cenaba charlando. Ahora solo se discute sobre dinero, de anticipos. Hoy los editores han cambiado las comidas y las cenas por los bocadillos”. Y ésos que comían y charlaban eran los responsables de la literatura y, de ese modo, figuras de la escena cultural de un país. Ahora esos editores ya no existen. Muchnik dice que no es que hubiera entonces tantos buenos autores y editores como gente con el don de la palabra y gran sentido del humor.

Pero él es un optimista. Por eso, para conversar, sigue organizando cenas en su casa, en la que siguen coincidiendo figuras del mundo editorial europeo y español. “El otro día llegó un amigo a cenar a casa con un hombre muy muy bajito, y una mujer hermosa. Ahí está el placer, en que tu casa pueda convertirse de golpe en un Velázquez, con un enano, un príncipe y una odalisca”. Todo eso en el comedor de su casa, que no por nada es una biblioteca.

Una de las últimas cenas en casa de los Muchnik fue un sábado. Nicole preparó una lubina a la sal que ya tiene fama. Empezamos a comer y enmudecimos. Mario contó un acto de una obra de Eduardo di Filippo en el que una familia napolitana, sentada a la mesa, charla animadamente y calla de golpe cuando la madre trae la comida. Mario refirió la anécdota precisamente para romper el silencio en el que nos habíamos quedado. Él termina el último de comer y no come postre: “dejé de tomarlo cuando descubrí que me estropeaba las delicias que acababa de comer”. Y cuenta, en la cena, lo que está leyendo. A principios de año era Mark Twain, esta semana El jardín de los Finzi-Contini. Habla de la masacre de Utoya, de Amy Winehouse, de un gran manuscrito que un amigo suyo le ha dado a leer. Esta vez hemos comido lubina, la próxima recuperarán una vieja receta: spaghetti alle vongole.

Ferran Adrià decía en su última declaración a la prensa que “cada país que se precie tiene un gran chef ”. Habría que decir que también tiene un editor inolvidable. España tiene a Mario Muchnik. Un visionario. Como Adrià. Olfato de cocinero pero para la buena literatura. Buen olfato y su sonrisa. 

El narco seductor

¿POr qué nos gustan tanto los mafiosos en televisión?

Publicado en Etiqueta Negra, julio de 2014. Descargar PDF

 

—El otro día vi por primera vez a Tony Soprano. Nunca había visto Los Soprano. Me interesan las series sobre la mafia, pero a esta no le compré el cuento: el tipo de la pantalla era un actor de Broadway que hacía de capo de clase media de Nueva Jersey.

—¿Y qué pasa con eso?

—No me parecía de verdad, sino un mafioso hecho a medida. Prefiero ver narcos reales. Colombianos, mexicanos da igual: uno que podría encontrar en el supermercado. Los de El Cartel de los Sapos o los de Sin Tetas no hay Paraíso.

—¿Y no te basta con que esos criminales estén en la calle y en el periódico? ¿Para qué hacer con ellos una serie de televisión?

—Los gringos lo hacen: Law & Order, por ejemplo. Ocurre un crimen en Nueva York, uno real, y en un par de semanas es la trama de un nuevo capítulo.

—Nosotros no somos los gringos.

—No es asunto de nacionalidades, sino más bien de morbo. ¿Qué pasa si vas por la calle y te encuentras una pelea? La miras con disimulo. Con las narconovelas pasa algo parecido: tratan de algo que hemos visto de lejos y nos sentimos un poco protagonistas. Queremos ver los golpes lo más cerca posible. Pero cuando nos preguntan si vemos esas series, nos brota el biempensante. Disimulamos.

—Será que te atrae la mafia. Mira que es fácil adivinar los deseos secretos de alguien por la televisión que le gusta. Sarah Jessica Parker, la rubia de Sex & The City, convirtió «el conejito» en el vibrador más vendido del mundo.

—¿Y por querer ver a un narco en la tele voy a salir a comprar un AK-47 y un submarino para despachar cocaína? No es así. Más bien es que lo que sale en las telenovelas se parece a lo de todos los días. Yo tuve un novio colombiano que decía: «yo quiero ser un gordo con cadenas». Era un niño bien, pero se puede ser de buena familia y jugar al chico malo al mismo tiempo.

—¿Quieres decir que todos llevamos un pequeño narco dentro?

—No, pero hay que oír a un colombiano contar las hazañas de un narcotraficante. Una amiga hablaba de los hipopótamos que Pablo Escobar tenía en su finca no como de los caprichos de un criminal, sino como las excentricidades de una estrella de cine.

—Lo pinte como lo pinte, igual era un asesino.

—Nadie lo discute, pero esa visión heroica y hasta romántica del delincuente está bastante extendida. En las cantinas de México siempre le han cantado una balada al bandido. Ahí están Los Tigres del Norte: Yo soy el jefe de jefes / decirlo no es presunción / Yo mucho tiempo fui pobre / mucha gente me humillaba / Empecé a ganar dinero / ahora me llaman patrón / tengo mi clave privada.

—Prefiero los corridos cuando todavía no eran de narcos. La épica de Juan Charrasquiado, que no era traficante sino borracho, parrandero y jugador.

—Eso hoy parece un juego de niños. ¿Has visto que hicieron telenovela La reina del Sur, la novela de Arturo Pérez-Reverte? Pues Pérez-Reverte se quejó porque en la versión española le edulcoraron la trama, pero la de México le encanta.

—Lo que quieras, pero la televisión mexicana todavía es conservadora al hacer series sobre la mafia.

—Una paradoja: en México un sicario del narcotráfico mató al hijo del poeta Javier Sicilia, uno más entre los cuarenta mil muertos víctimas por la violencia de cinco años de guerra entre el Estado y los narcos. Semanas después, una multitud marchó con Sicilia para pedir la renuncia del jefe de la Policía Federal. Esa misma noche Televisa estrenó El Equipo, una telenovela sobre narcotraficantes en que los héroes eran los policías.

—¿Y?

—¡El pueblo pedía la renuncia en el Zócalo del D.F. al protagonista del prime time! Las narconovelas no gustan cuando son caricaturas de los malos o propaganda de los políticos.

—Pero La reina del Sur gusta y es una caricatura: chica guapísima que dirige a sus mafiosos desnuda desde el jacuzzi y, con un porro en la mano, canta una ranchera y bebe tequila.

—No, gusta porque el malo es el héroe de la película. Como con Mae West: mientras una chica buena va al cielo, las malas van a todas partes, que parece más divertido. Cuando Telemundo estrenó la serie, la audiencia fue un récord.

—Una vez escuché decir al profesor Jesús Martín-Barbero que estamos mejor contados en las telenovelas que en el noticiero.

—Y cómo no, si los medios de comunicación de algunos países decidieron no poner los asesinatos de la mafia en portada. ¿Qué realidad cuentan entonces? Leemos titulares que hablan de ejecución donde debería decir masacre.

—Será por algo que el noticiero no quiere mostrar a ciertos muertos. Y esos son los que aparecen desde la primera escena en una narconovela.

—Es un juego de espejos: el narco y el policía corrupto son protagonistas en la ficción y en las noticias. Hay quien ve estas novelas buscando información real y hasta compara a los malos de la ficción con las fotos del periódico.

—Eso me recuerda cómo comienzan El Cartel de los Sapos y Law & Order: «Esta es una obra de ficción. Los personajes y las situaciones son igualmente ficticios».

—El truco más viejo que existe.

—O una ironía, casi un ejercicio de cinismo.

—El caso es que las narconovelas recogen los dramas de todos: políticos, oficinistas, choferes de bus. Y los personajes hablan como nosotros.

—Sí, es cierto que el lenguaje es central. Dicen pileta, alberca y piscina para no dejar fuera a nadie.

—Como Fernando Vallejo, que hace veinte años publicó La Virgen de los Sicarios, una novela en la que los protagonistas eran un viejo homosexual, un asesino a sueldo y el lenguaje.

—No metamos a Vallejo en esto; eso es literatura.

—Pero, en el libro como en las telenovelas, las palabras están muy vivas. Si yo veo El Cartel de los Sapos es porque reconozco el refranero y los dichos populares de Medellín: cagao para decir cobarde o parce para los amigos. ¿Y quién no conoce el güey y el órale mexicanos?

—En eso no hay nada nuevo. Es como el lunfardo del tango, o el slang en Estados Unidos.

—Ya sabes, el lenguaje es una casa. Vamos dejando de copiar el de otros, y los héroes y escenarios empiezan a ser más los nuestros y menos de los cómics gringos.

—¿Quieres decir que antes llevábamos nuestra estética con complejos?

—Algo de eso. Hace décadas importábamos todo el cine y la televisión; ahora nosotros también lo exportamos.

—Eso es nuevo: ¡estás justificando el narco como producto cultural de exportación!

—No confundas. Lo diré de otro modo: ¿no dicen whatthefuck los adolescentes de Bogotá? Pues lo aprendieron de las series gringas. Ahora son las telenovelas latinoamericanas las que se usan para aprender español como en cuarenta países.

—Qué miedo: un día los japoneses nos saludarán de «quiubo, gonorrea». De todas formas, yo no exportaría violencia.

—Ah, la moralina. ¿Dirías que Scorsese y Coppola te vendieron violencia? ¿Viste la trilogía de El Padrino y empezaste a esconder armas debajo de la cama, a matar policías entre platos de pasta? ¿Te hiciste sicario y contrabandista después de Traffic, Snatch, Scarface o American Gangster?

—Pero dejarlo en que son solo productos de entretenimiento me parece muy simple. Los colombianos se quejan de que fuera del país los ven como mafiosos, y cómo no, si lo que exportan son narconovelas. Hasta el presidente de Panamá dijo que estas series le hacían mucho daño a la región.

—Si es por criticar, incluso hay grupos en Facebook para que las saquen del aire. Yo crearía otro: “Señoras que critican las narconovelas pero no se pierden ni un capítulo”.

—¿Y no es comprensible que haya críticas porque proponen el bandido como héroe y banalizan a los muertos?

—Todo lo contrario, a mí me parece que la narcotelevisión es, incluso, moralista. Los personajes terminan muertos, o en la cárcel, habiendo perdido la familia, el poder y la plata que habían conseguido.

—Pero, mientras llega el desenlace, parecen ídolos.

—Ni tanto. Lloran, tienen miedo, ciática, mascotas. Se contradicen, se equivocan. Son asesinos despreciables que se dan la bendición y aman a sus hijos. A veces creo que en Colombia hemos logrado entrarle al tema porque parece un asunto superado, como que ya podemos reírnos de la tragedia.

—No tanto: el grupo de empresarios más poderoso de Antioquia le quitó la publicidad a Rosario Tijeras, una de las narconovelas más recientes.

—Es que no hay nada que le moleste tanto a un paisa como que lo imiten.

—Muy gracioso, pero dudo que sea eso: intentan cuidar la nueva fama de una ciudad que ya no es ni sombra de lo que fue en los noventa, la-más-violenta-del-mundo. Por eso no puedo entender que el héroe ahora sea el narco.

—Con buenos sentimientos no se hace buena literatura, decía Gide.

—¡Son asesinos a sueldo y mujeres con sangre de gasolina! Para ellos cada vida tiene un precio y amar es más difícil que matar, como rezaba el cartel de una de estas novelas.

—Que maten o se prostituyan no es lo que nos gusta cuando los vemos en televisión. Lo que nos atrae es lo mucho que se parecen a nosotros.

—¿Camisas de colorines y botas de cuero? ¿Camionetas blindadas y mujeres de plástico? ¿Se nos parecen en eso?

—Esa era su estética antes, ahora no tanto, al menos en Colombia. Hace veinte años, en un edificio del norte de Bogotá, un mafioso levantó en su jardín una fuente tan fea que los vecinos hacían excursiones para ir a verla. Eso hoy no pasaría.

—¿Acaso ahora el narco tiene buen gusto y se coló entre la alta sociedad? El narco es fashion, pues.

—No, más bien se fue camuflando. Siempre quiso ser un burgués y copió el modelo que tenía, el de camisetas polo y zapatillas. Quitó el mármol de las fachadas. Ya no usa dientes de oro ni pistolas con diamantes.

—No todos. En Cali y en Medellín sigo viendo narcotoyotas y rubias de pechos de silicona y pelo teñido. Y ni te digo de la narco-estética de Sinaloa y el norte de México.

—Algunos dicen que ese gusto se lo contagiaron a los ricos. Mientras tanto, el narco pasó de la ostentación a querer pasar desapercibido. Hoy sus casas las diseñan los decoradores de los ministros. Y ya no llevan botas blancas sino tenis Converse, como todo el mundo.

—Digas lo que digas, la ostentación sigue ahí.

—Pero no es alarde, es otra cosa. Piensa en esta imagen: un joven guapo vestido de Armani chaqueta-de-cuero-cadena-de-oro conduce Jaguar tras gafas-doradas-Rolex-en-la-muñeca con modelo famosa de copiloto. Aparcan frente a la mansión de un decorador en Biscayne Point Miami, vecindario de famosos.

—No te sigo.

—Voy a esto: ¿el que se baja del coche es un narcotraficante o David Beckham? Tienen el mismo carro, los mismos tatuajes, se visten igual y les cuelgan las mismas cadenas. A mí, sinceramente, se me parecen demasiado.

—Digamos que acepto que se contagiaron los gustos mutuamente. Lo que no termino de creer es que el narco se haya sofisticado ni que ahora sea de buena familia.

—Muchos hijos de los capos de los años ochenta estudiaron en Europa y en Suiza, refinaron el gusto y hoy son empresarios que incluso aspiran a políticos.

—Parece que hablaras de Michael Corleone, de El Padrino.

—Por eso, la realidad es siempre superior. En definitiva, desde siempre hemos soñado y creído en lo mismo: el cuento de la Cenicienta. Un sicario que, en vez de príncipe llega a patrón, tiene una mansión por palacio y conquista a la modelo de medidas perfectas.

—¿Conquista? Calígula elegía a las mujeres más bonitas de Roma y eso no lo convertía en seductor sino a Roma en sometida.

—A lo que voy es a que el narco que sale en la televisión simplemente encarna valores compartidos: allí tanto el presidente como el sicario se encomiendan a la Virgen María y la mujer más importante de todo colombiano y mexicano es la madre.

—Lo de siempre, pero sin moral.

—Algo así. Además, el narco es un negocio exitoso, y los negocios exitosos se convierten en moda. Mira la manzanita  de Steve Jobs.

—Pero de ahí a que los narcos sean tan populares como una Mac, me niego.

—No lo son, pero cada capo es un corrido, una novela o una película.

—Que consumamos lo narco, y que guste tanto revela, en el fondo, una innegable fascinación por el mal. Asusta.

—Ojo, no simpatizo con el narco. Tras el asesinato de su hijo, el poeta Sicilia dijo a una revista mexicana: “Dicen que los narcos actúan como animales, pero ni los animales hacen eso”. No puedo estar más de acuerdo.

—¿Y no es un mal síntoma que en las novelas el televidente se encariñe tanto con el personaje que no quiere que capturen al narco?

—Es que el malo de la TV no es tan malo como el capo real. Sólo es una encarnación de una maldad algo pintoresca que comprendemos porque la vemos de cerca.

—¿El narco teleseductor?

—Algo así. Al malo real no le conocemos los matices, y el bueno, por lo general, resulta más aburrido.

—¿O sea que tú estás con ese verso de Gautier: antes la barbarie que el aburrimiento?

—Tampoco es eso. Yo repudio al asesino, pero con las narconovelas tendríamos que relajarnos. Cuando un problema social empieza a ser tema de canciones y películas es que su final está cerca. ¿Negarías eso?         

—No.

—Entonces habrá que aprender a vivir con ello. Eso me recuerda esa escena de El caballero oscuro cuando El Guasón de Heath Ledger le dice a Batman: “No puedes vivir sin mí. Yo soy tu otra parte”. Igual que nuestros narcos, que siendo cínicos criminales, tienen un lado grotesco, otro amable, alguno brillante y cientos más.

—Pero yo no pretendería que imitemos a El Guasón como modelo. O a un narco.

—Tampoco yo, pero no voy a negar que me provoca una mueca su sarcasmo cuando le pone la pistola en la cabeza a un tipo y le pregunta: “¿Por qué sigues estando tan serio?” Frase de narconovela, horario estelar.

—¿Acaso debo reírme?

—Sí, y apagar el televisor.

No caer en tentación

“Sentados en silencio en cualquier banco de madera (…) nuestra alma parece desprenderse de todos los lazos terrenos para ver la «belleza» cara a cara” 

 

“Nadie tiene el poder de hacerle apreciar a nadie las bellas artes. No se puede hacer tragar el placer como si se tratase de una píldora" —Stendhal

 

Cuando se llega por primera vez a Florencia lo ideal es no caer en tentación. Rodeados de abundante imaginería religiosa, de cristos que descienden de la cruz, Magdalenas errantes del desierto y vírgenes con el niño en brazos, vale la pena entrar un momento en una iglesia, reposar en un banco cualquiera, cerrar los ojos y pedirle al cielo que no nos deje caer en tentación. En la tentación de querer verlo todo. Una vez hecho este ejercicio, el viajero ya puede emprender el camino. La belleza, entonces, se le irá revelando.

Casi cada piedra de la ciudad en la que nacieron Giotto y Leonardo está señalada en las guías de viaje como «punto de interés», desde la Academia hasta la Plaza de la Signoria, de Santa María Novella al monte que gobierna San Miniato. Por eso lo mejor es olvidarse de ellos. De lo contrario, es más que probable que el visitante se pierda en las prisas de ver, en la abundancia, porque como explica la escritora Mary McCarthy, “hay demasiado Renacimiento en Florencia: demasiado David, demasiada piedra rústica, demasiadas Madonnas con bambino”.

Por eso aunque lo digan las guías no hay que buscar en ningún mapa la habitación en la que Dostoievski terminó de escribir El idiota, ni el Diluvio de Ucello, ni los frescos de Ghirlandaio de la última cena. Allí buscar no es necesario. Hay tanto, y tan excelso, que con un poco de atención lo extraordinario estará ante el viajero sin que tenga que hacer ningún esfuerzo. Esfuerzo físico, está claro, porque los de la emoción y la atención son indispensables: sólo así las piedras de Florencia podrán acelerarle el pulso y no el paso, como bien le sucedió a Stendhal en la iglesia de la Santa Cruz y fue el origen al famoso síndrome. Se sabe que cuando el escritor francés del XIX entró en la Basílica de la Santa Croce sintió que se le alteraba el ritmo cardíaco, tuvo vértigo, confusión y una vez en el médico, este le diagnosticó sobredosis de belleza. A partir de entonces el curioso malestar lleva su nombre.

  

Cúpulas bajo la tormenta

En Florencia la primavera que inmortalizó Botticelli refleja la Toscana en sus mejores días de sol, pero omite la lluvia. Sin embargo, es seguro que en abril, en algún día de mayo y quizá junio, caigan sobre la ciudad goterones tan grandes que hasta se puedan ver, durante esas tormentas, peces en el aire –son peces, aunque parezcas golondrinas-. Y en la estación de Santa María Novella incluso se pasean gaviotas dispuestas a pescar aprovechando la marea alta. Pero en Italia lo bueno que tiene la lluvia es que, aparte de lavar las piedras como en cualquier otro sitio, aquí les devuelve por unos segundos su peculiar brillo original, como les pasa a los espolones cuando las olas en el mar rompen con fuerza contra ellos.

Y no sólo eso. La tormenta que pilla desprevenido al visitante lo obliga a refugiarse de prisa en alguna iglesia desconocida, de aquellas que no salen en las guías, y una vez dentro, como por los efectos de un extraño conjuro del tiempo –que en la ciudad pesa pero no pasa-, lo devuelven a una ceremonia de antaño, como esas en las que Dante buscaba a Beatriz entre la multitud. La iglesia en la que se refugia el viajero está vacía, la oscuridad sólo la rompen los pabilos de unas cuantas velas que iluminan un San Antonio que recibe limosnas, de repente suena un piano invisible con la fuerza de un réquiem a las seis de la tarde y un coro escondido ensaya al unísono cómo elevar su voz por encima de los truenos de la tempestad.

Después viene el silencio. Y con él, la luz. Un sacristán aparece para encender alguna lámpara que deja entrever un descendimiento pintado por algún famoso renacentista, y entonces se les ve: ahí están juntos Dios y la belleza, la experiencia que el viajero ha ido a buscar, esa que no viene indicada en el mapa. No sabe aún que aquella sensación mística difícilmente volverá a sentirla en otra de las grandes iglesias italianas –ni siquiera en San Pedro–, y al salir se da cuenta de que su viaje comienza. Las siete campanas de la torre del Giotto –el Campanone, La Misericordia, Apostíloca, Annunziata, Mater Dei, L’Assunta y L’Immacolata– repican y repican marcando un compás escrito en un pentagrama invisible, tan alto como si de ello dependiera que se mantuvieran en pie las grandes cúpulas florentinas. Afuera ha dejado de llover y unos pocos rayos de sol rebotan sobre las pietra forte y la pietra serena; el mármol verde, gris y rosa con su brillo recobrado. Entonces, toda Florencia podría caber en una foto.

 

Arte = religión

Pasear por la capital del Renacimiento italiano es comprender que allí arte y religión son la misma cosa. En Florencia todo se trata de la Creación, del maestro y de su obra, sea el responsable del Génesis, su único Hijo, o un apóstol; Fra Angélico o Portormo, todos ocupan idénticos pedestales. Allí no es posible distinguir entre dioses y hombres, los artistas están elevados al nivel de los santos, e incluso la multitud los mira con idéntica devoción.

Por eso de pie frente a la Pietá de Miguel Ángel –no la famosa sino otra, la que siempre está sola al final de una escalera en el museo Catedralicio, quizá su mejor Piedad y en la que dejó su autorretrato, la que pergeñó para su propia tumba- se ve a un visitante con la misma cara de asombro que pondría al ver por primera vez las dunas del desierto, un milagro o una puesta de sol, la misma que ponemos los mortales ante lo extraordinario, lo divino, lo que escapa a nuestra humana comprensión. Y ese hombre entonces siente la piedad, no es creyente y, sin embargo, se le ve persignarse.

Y así en toda Florencia. El viajero, al cruzar la galería exterior del Palacio Uffizi, comprende por qué las estatuas de Rafael, Leonardo, Galileo, y hasta la de Américo Vespucio tienen, en la ciudad, las mismas dimensiones y preponderancia que las de los profetas, los héroes y los mártires que ellos mismos esculpieron para un palacio florentino, una fuente, una plaza o la fachada de una catedral.

La escultura es la reina en esta villa toscana porque sigue siendo arte y parte –nunca mejor dicho- del escenario urbano, aún cuando muchas estén hoy en el Bargello y el Museo de las obras del Duomo protegidas del sol y de la lluvia que las atacaban, como si el cielo estuviera celoso porque en Florencia los visitantes habían dejado de mirarle, o porque el artesano había remplazado al Creador y el Hombre había pasado a ser el centro. Es por eso que desde 1300 los atardeceres sobre el ponte Vecchio compiten por ser los más bellos de Italia, como si con ello el cielo intentara recobrar su antigua atención.

Pero las estatuas siguen siendo soberanas incluso aunque la pintura reine en los salones de los museos de la ciudad, porque son ellas las que en la calle conservan las lecciones que los artistas quisieron perpetuar en el tiempo y que tienen que ver con la búsqueda de la perfección. Su arte estaba en las matemáticas, en la exacta proporción. Tanto que Vasari, el biógrafo y contemporáneo de los renacentistas, para explicar la belleza del Duomo comenzaba a recitar sus medidas.

Y es que también el perfecto David «matador de gigantes» de la Academia -ese cuya soberbia incluso es bella-, los relieves de Ghiberti en las puertas del Baptisterio que parecen hechas por una mano divina y los esclavos de Miguel Ángel que intentan liberarse de su cárcel de mármol resumen la esencia de la idea que desde Buonarroti hasta Saint Exupéry circula en el aire como concepción de la creación suprema. Saint Ex decía en Tierra de los hombres en 1938: “parece que la perfección se consigue no cuando ya no queda nada más que añadir, sino cuando no queda nada por suprimir”. Pero Miguel Ángel ya lo había dicho alrededor de 1500, “por escultura entiendo un arte que aparta la materia superflua; por pintura, un arte que obtiene sus resultados a base de añadirla” -hay que recordar que Miguel Ángel desdeñaba la pintura-. Y como también recuerda McCarthy, eso mismo, restar, es lo que hacía Sócrates con su mayéutica, interrogando al interlocutor hasta sacarle la verdad que “ya sabía, pero que no podía percibirla hasta que todo el sobrante que la rodeaba fuera apartado”.

Restar. Liberar la Idea de sus añadidos. Eso fue exactamente lo que consiguió Donatello con su Magdalena errante del desierto, al trasformar un maleable trozo de madera en una mujer raquítica y agonizante cuyo rostro es la imagen misma de la fe y el dolor. Y por eso frente a ella ese viajero que ya conoce la piedad también se estremece, guarda silencio -silencio interior, que es más que silencio porque tiene que ver con la meditación- y hasta le apetece rezar, aunque la que tiene delante para la historia oficial sea la pecadora –más a su favor-.

Mientras tanto afuera, bajo los arcos de la Loggia, otros como él, viajeros viejos, o mujeres o jóvenes, intentan comprender las etapas de la vida frente al Rapto de las Sabinas, ese único bloque de mármol en el que un escultor logró conjugar la virilidad de la juventud, la sabiduría de la vejez y la eterna sensualidad femenina.

Porque todos los grandes artistas del Renacimiento florentino consiguieron representar la Idea primera, lo que muchos han entendido por arte: la capacidad de trasmitir la belleza. Que no copiar la realidad sino expresarla, como decía Klee, haciendo visible lo invisible a través de su representación. Y entonces eso que desde Platón parecía incomunicable no lo fue para estos hombres del trecento y el quattrocento, porque es ahí justamente donde radica la diferencia entre el hombre y el genio: en su capacidad de expresar, o no, lo que tiene delante.

Por eso comprender lo que significan las piedras de Florencia sólo está al alcance de ese viajero que, después de haber visto, sabe cerrar los ojos y retroceder unos pasos. Allí se trata de algo más que la mirada. Y eso lo sabe ese que al caminar por las calles que confluyen en la cúpula perfecta de Brunelleschi se comporta como Santo Tomás, y al ir poniendo el dedo en cada una de las profundas grietas de la ciudad comienza a comprender el milagro, que la perfección era posible, que el hombre, ya para siempre, había venido a reemplazar al santo.

  

Masas y silencio

Un hombre que se encuentra a primera hora de la mañana frente a la Expulsión del paraíso pintada por Masaccio en Santa María del Carmine o en el pequeño claustro viejo del convento de San Marcos en Florencia se sorprende ante el gran silencio que domina esa ciudad en la que los turistas desembarcan por miles todos los días. Y mientras camina extasiado entre las celdas que hoy son museo y antes fueran de monjes dominicos -entre ellas en la que durmió Savonarola antes de ser quemado en la hoguera acusado de herejía- se le anuncia otro de los muchos misterios de la ciudad, como si la Anunciación que pintó Fra Angélico en una de esas paredes ya no le hablara a la virgen sino al visitante.

Ese mutismo misterioso se expande por toda Florencia, en casi todos sus sitios «turísticos», y aunque se podría suponer que la explicación radica en que en su mayoría son lugares de culto religioso, el viajero sabe de sobra que lo uno no implica lo otro. Le basta ver los carteles en museos e iglesias recordándoles a los turistas que no deben entrar sin camisa y que las fotos con flash están prohibidas mientras la mayoría no hace ningún caso. Ahí siguen paseándose con su idea de que vale más hacer la foto desenfocada y de contrabando que perder el tiempo en mirar. Van allí para retratar lo que otros ya han hecho mejor en las postales, pero ellos piensan que ya tendrán tiempo de ver Florencia cuando vuelvan a casa. Lo importante es salir en la fotografía.

Así que quizá la explicación para el silencio es tan elemental como que, con las nuevas tecnologías, los guías de excursión ya no tienen que dar voces para explicar, con su wikicultura, las historietas “Corazón, corazón” de los artistas, como esa de que a Donatello se le cayeron unos huevos que llevaba al ver un cristo tallado por Brunelleschi. Pero, ¿callan los turistas porque escuchan con atención a ese vendedor de anécdotas que los lleva como a ovejas ondeando un pañuelito delante, o simplemente porque no comprenden? De cualquier forma, si hay alguno que se entera, ese no va con el rebaño. Y es él quien percibe el silencio.

Hay en Florencia una sutil contradicción que permite comenzar a resolver el secreto: una arquitectura monumental que empequeñece a los turistas, pero no con barroquismo sino con una sobriedad llamativa que prima en toda la Toscana. Una austeridad que fue heredada de los propios artistas, hombres comunes y solitarios que más bien eran artesanos de lo esencial (la palabra artista se acuñó mucho más adelante).

Y es que ellos mismos picaban las canteras para extraer la piedra que luego modelaban, y en los talleres de los grandes maestros que los habían precedido se formaban unos a otros durante años para luego -y aquí otra contradicción- competir con Dios en monumentalidad y librar entre ellos un duelo solitario por alcanzar la perfección. Tanto, que Ucello terminó enloquecido en los vericuetos de la dolce perspectiva, la linterna del gran duomo aterrorizó a los florentinos de la época por considerar que aquello que conseguía rozar las nubes tentaba a Dios, y Miguel Ángel, al ver que era imperfecto, veteado, el mármol de carrara en el que cincelaba la Piedad para su tumba, arremetió contra ella con su propio martillo, configurando el primer acto de vandalismo de un artista contra su propia obra.

El viajero entonces se da cuenta del contrasentido: artesanos 'humildes' pero sumisos al poder y enfermos de megalomanía. Papas y reyes fueron sus mecenas, y sus creaciones pretendieron competir con la naturaleza. Leonardo quiso volar y Miguel Ángel incluso intentó -literalmente- mover montañas.

Pero de ese duelo florentino quedó nada menos que la modernidad, gracias a una época en la que la principal preocupación de los jóvenes estaba en el diálogo intelectual, en dominar un arte, incluido el del discurso para recitar a Virgilio y así seducir a las mujeres. Fue por eso que coincidieron en esa ciudad, en menos de tres siglos, el hombre que descubrió la perspectiva (Brunelleschi), el primer humanista (Petrarca), el escultor del primer desnudo del Renacimiento (Donatello), el padre de la primera obra maestra en lengua vulgar (la Divina Comedia, que luego sería origen del italiano actual), la primera ópera (Dafne, de Pieri), el primer crítico literario (Bocaccio) el padre de la ciencia política (Maquiavelo) y quien escribiera la primera crítica de arte (Alberti), entre muchas otras primeras cosas, además de Galileo por obvias razones y Vespucio que es el responsable, no por nada, del nombre de América.

Esa genialidad es la responsable del silencio florentino, uno tan desconcertante y a veces incómodo como el que sigue a la muerte de un genio, cuando el mundo entero calla porque se queda sin palabras. Un silencio que lo escucha solo ese viajero que durante el recorrido ha procurado comprender las lecciones de aquellos que conjugaron en el lienzo y en la roca «conocimiento, humanismo y cristianismo», exaltando las tres condiciones esenciales al hombre por excelencia: la verdad, el bien y la belleza. Porque como recuerda una audioguía vaticana, estos artesanos consiguieron que "la palabra de Dios se hiciera carne y viniera a habitar entre nosotros”, como ya había anunciado San Juan en el prólogo de su evangelio.

Quizá entonces el arte era Dios, y no tanto Cristo. O tal vez era en él donde había que buscar –y encontrar también- las verdades esenciales. Aún así, hasta el final de sus vidas, estos genios fueron creyentes y se enterraron, como egipcios, rodeados de monumentalidad y de belleza. Fueron humanos, después de todo. Sin embargo, gracias a ellos, en Florencia el Renacimiento no termina nunca, y el viajero se lleva de la ciudad una sensación de indiscutible autenticidad: salvo la casa de Dante -donde aparte de la cama en la que soñó sus pesadillas y el despacho en el que las escribió todo es falso- en la capital de la Toscana cada piedra está llena de Verdad, de misticismo, con la ventaja de que a ese viajero, de pie frente a Dios y al Arte, siempre le estará permitido dudar. 

André Techiné: "No ha habido ningún avance en los tabúes sobre el Sida"

André Téchiné presenta en Madrid 'Los testigos', su película sobre el VIH en los ochenta

 

Los testigos, la nueva película del director francés André Téchiné, es la reiteración de sus obsesiones. En un filme protagonizado por Emmanuelle Béart, Michel Blanc, Johan Libéreau y Julie Depardieu, el heredero de la nouvelle vague francesa vuelve sobre la homosexualidad y el amor entre parejas con una amplia brecha generacional, dos temas recurrentes en su filmografía. "No podría generalizar, pero es verdad que trato de hacer películas nuevas y luego me doy cuenta de que estoy labrando siempre el mismo surco. Termino haciendo cintas que se parecen mucho entre sí, a mi pesar. Debe ser mi subconsciente", asegura Téchiné, realizador de Otros tiempos, Los ladrones y Fugitivos, entre otras películas.

 

Pregunta. Los testigos se desarrolla en París a comienzos de los años ochenta, cuando en medio de la revolución sexual apareció el virus del sida para desafiar a la ciencia y estremecer a la sociedad. ¿Es más fácil hacer una película sobre el VIH hoy que hace 20 años? ¿Qué ha cambiado?

Respuesta. En aquella época, parecía que atacaban los marcianos. Lo viví como si fuera una película de ciencia-ficción; fue un trauma personal y generacional. Perdí varios amigos, tuve la sensación de haber escapado a mi destino. Por eso quise dar un testimonio de lo que pasó, basándome en mi propia experiencia.

P. Tácitamente, plantea una crítica a la mentalidad colectiva sobre la enfermedad.

R. Entonces se vio el sida como un oprobio para las minorías. Hoy, el virus no ha dejado de propagarse -y no exclusivamente entre homosexuales-. Sin embargo, no ha habido ningún avance en lo que respecta a los tabúes sociales, por aquello de que el VIH siempre tendrá que ver con el sexo, con lo íntimo. Sigue siendo una enfermedad vergonzosa.

P. En medio de los dramas humanos que se tejen alrededor del virus en la película, vemos reaparecer al Téchiné preocupado por la homosexualidad y las fronteras sexuales difusas.

R. Aunque es verdad que siempre está presente la homosexualidad en mis películas, procuro aproximarme a todas las formas de sexualidad que existen en la sociedad. No creo haberle dado prioridad a ninguna. En este caso, hay varios personajes en Los testigos cuya sexualidad es explícita, otros cuya homosexualidad es puramente ocasional, o relaciones en las que el sexo ni siquiera tiene lugar. No creo entonces que las barreras sean tan rígidas.

P. En otras películas suyas usted ya había planteado relaciones entre parejas donde la diferencia de edad tiene un valor determinante. Es el caso de Juliette y Marie en Los ladrones, también en Fugitivos.

R. Todas las edades de la vida son importantes para mí y me gusta que todas ellas estén presentes en mis películas. Me interesa crear siempre una interacción entre la madurez y la inmadurez porque las considero dos fuerzas inseparables que se necesitan para no girar en el vacío. Por tanto, procuro crear puentes para que esas edades se encuentren y puedan reflejar parte de la esperanza y el sufrimiento que experimentamos los seres humanos.

P. Los testigos, como ya es común en su filmografía, tiene un final en el que la felicidad no es completa. ¿Se podría deducir que prefiere finales en los que hay ciclos de vida que se cierran pero que, a su vez, se abren hacia el futuro para redimir a los protagonistas?

R. Es cierto que en la película está la experiencia de la muerte, pero no como un hecho pesimista sino como sacrificio. Es una tragedia que enseña el precio de la vida porque ayuda a vivir a todos los que no mueren. Los testigos propone una especie de resurrección: una muerte que no pasa en vano porque se convierte en una lección de redescubrimiento de la vida y amor para quienes sobreviven.

 

Publicada en el diario El País, septiembre de 2007.

Canto a la amistad

Es la historia de la desaparición de un justo". Así resumió el actor galo Jean-Pierre Darroussin el tema de Conversaciones con mi jardinero, una oda a la amistad coprotagonizada por Daniel Auteuil que se estrena hoy en las salas españolas.

Darroussin, que da vida al jardinero, define al personaje entrañable de este largometraje: "Es un ser que no hace trampas. Es un hombre que ha trazado un surco recto. Puede mirarse al espejo. Siempre ha sido honrado, leal. No ha hecho daño a nadie. Desde el punto de vista humano, es lo que más conmueve", afirmaba el pasado martes durante su paso por Madrid para presentar la cinta.

El actor aseguró que su personaje le recordó a uno de sus seres más queridos: "Cuando leí el guión, dije: '¡Ah, pero si es mi padre!'. Este papel ha sido un homenaje a él y a aquellos hombres que, tras la II Guerra Mundial, trabajaban en fábricas u otros lugares, pero tenían también su huerto y sabían hacer de todo con sus manos".

El filme, inspirado en la novela del escritor francés Henri Cueco, narra la relación filial entre un pintor parisiense y un viejo amigo de la infancia, con el que se reencuentra tras regresar a la casa de su niñez en un pueblo de la Francia profunda.

Jean Becker, también director de Un crimen en el paraíso, que acompañó a Darroussin en Madrid, explicó que fue el personaje principal de la obra de Cueco, el jardinero, el que lo conmovió y lo empujó a llevar la novela al cine. "Me impactó su forma peculiar de hablar, poco común, antigua, y su filosofía de la vida. También su carácter colorista y su marcada personalidad. El jardinero es un hombre singular, excepcional; sus palabras son extrañas y llenas de sentido a la vez".

Auteuil, consagrado desde hace más de una década por sus papeles en El manantial de las colinas (1986) y La chica del puente (1998), interpreta en el filme el papel del pintor, un hombre a punto de separarse de su mujer y cansado de la exagerada presunción de los nuevos artistas en la capital francesa.

Becker, también guionista de la cinta, lo define como el payaso blanco. "Darroussin interpreta al payaso de color y el pintor hace del serio, el que capta todo enseguida, que evoluciona y crece por su compañero. Daniel supo ver que su personaje crecería y cobraría toda su importancia a través del jardinero".

Pero la creación de este personaje supuso la mayor dificultad a la hora de adaptar la obra de Cueco. "En la novela, sólo sirve para devolver la pelota al jardinero, y hubo que recrear su historia, la relación con su mujer, su juventud", explicó el realizador, quien además se refirió a los actores que dieron vida a los personajes. "Ambos, con su fuerza y personalidad, dieron vida a los personajes. A un gran actor no lo diriges; dejas suelta la rienda del caballo, a su aire". Darroussin apuntó: "Fue la musicalidad y el ritmo del guión lo que dirigió realmente la actuación".

Conversaciones con mi jardinero es la contraposición de dos miradas del mundo, un drama humano recreado en una composición de diálogos impresionistas, muchos conservados de la novela original, más allá que de tramas o escenarios. Es una historia sencilla con personajes verosímiles y conmovedores.

*Publicado en el diario El País. Septiembre 14 de 2007