Azul: historia y elogio del color del mar y el cielo

Publicado en el periódico El Colombiano. Octubre 14 de 2018

Estudios recientes aseguran que el azul es el color preferido en el mundo. ¿Qué lo hace tan popular?

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No pasa con frecuencia, pero a veces ocurre: el consenso. La gente no se pone de acuerdo en casi nada, pero sí en el azul. Gusta a todos. No molesta a nadie. Lo usan marcas de bancos, redes sociales, partidos políticos –cuya base es la confianza– y estudios desde 1941 concluyen que es el favorito de hombres y mujeres. Pero ese aprecio no siempre fue generalizado y su historia es casi de leyenda, una alquimia. Caro, difícil de conseguir, ignorado por siglos, el azul está cargado de un simbolismo que ha mutado del desprecio al favoritismo: según explica el historiador francés, Michel Pastoureau, en la antigua Roma era el color de los bárbaros, y se asociaba al luto y la desgracia. Para una mujer, tener los ojos azules era señal de mala vida y, para los hombres, una marca de ridículo. La ausencia del azul en los textos clásicos ha intrigado siempre a historiadores y filólogos, hasta cuestionar si los griegos eran realmente capaces de percibirlo, y su casi nula presencia también es llamativa en los escritos cristianos y en la época carolingia, donde se le dejó por fuera de los colores litúrgicos. Pero, de pronto, todo cambió, y el azul se volvió protagonista. ¿Cómo?

En la escasez está la virtud

Estamos rodeados de azul: es el color del cielo, del mar, del horizonte. Parece que es abundante, pero casi no podemos tocarlo. Su presencia es escasa en la naturaleza, pero cuando aparece siempre es deslumbrante, como la rana punta de flecha suramericana, la urracas, iguanas y guacamayas azules, el pulpo de anillos índigos, la mariposa morfo, el pavo real y las julianitas (lagartijas de cola azul). Su rareza se debe, entre otras razones, a que es un color imposible de obtener a través de la dieta: el amarillo, el naranja y el rojo suelen ser consecuencia de lo que los animales comen. Los flamencos, por ejemplo, nacen grises, pero se vuelven rosados por el pigmento rojo que ingieren en su dieta basada en cangrejos. La carne del salmón tampoco es rosada al nacer. Incluso, para nuestra sorpresa, los animales que vemos azules no lo son realmente, sino que su piel o sus plumas están diseñadas para reflejar ese fragmento del espectro lumínico.

La escasez de este pigmento y lo difícil que es procesarlo cuando se consigue lo han hecho un color caro y poco frecuente en la historia del arte, hasta la Edad Media: no se encuentra en las pinturas rupestres del paleolítico, ni cuando aparecen las primeras técnicas de tinte. Solo era apreciado en el Egipto faraónico, desde el tercer milenio a.C.: ellos fueron los primeros en aprender producirlo químicamente y lo usaban, por ser el color del cielo, para retratar lo divino: el dios Amón era representado en tonos azules, por su presencia cósmica, y se usaba en tumbas, sarcófagos y esculturas funerarias. También se asociaba con el agua y el Nilo, y por eso era el color de la vida, la fertilidad, el renacimiento. Incluso creían que era capaz de repeler el mal y traer prosperidad. Desde allí, su uso se extendió por el Mediterráneo –hay objetos griegos y romanos en azul egipcio– pero en Roma, y tras la caída del Imperio en el siglo V, se perdieron las fórmulas para elaborarlo, y cayó en desuso hasta el siglo X, cuando un escaso material comenzó a llegar a Venecia a través de mercaderes que circulaban por la Ruta de la Seda.

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Azul para lo sagrado

La historia comienza en Afganistán, en las minas de Sar-e-Sang, ocultas entre las montañas del Pamir de las que, según contó Marco Polo en el siglo XIII, “se extraía el mejor y más excelente azul”. Era una sustancia rara, casi mítica, que debía recorrer  más de 5 mil kilómetros entre cordilleras, desiertos y el mar para llegar a Europa. “Lo que los marineros árabes habían traído era una piedra semipreciosa, el lapislázuli. Y tenía un color tan encantador que cambiaría el arte de manera dramática. Un color complejo, hermoso y profundo: como un fragmento de cielo” explica el inglés James Fox, historiador del arte.

Hasta entonces, los azules eran deslavazados, verdosos, tristes. Pero los coloristas venecianos aprendieron a procesar el lapislázuli y lo llamaron “azul ultramar”, que en latín aluden a “más allá del mar”, de donde venía aquella piedra preciosa. Aquel azul era más brillante, más puro y más fuerte de lo que habían visto antes, y más duradero. Desde allí empezó a comercializarse a todo el continente, carísimo. Y en tan sólo unas décadas, el azul llegó al arte, a las páginas de manuscritos iluminados decorando las letras capitales de las palabras sagradas, a los fondos de escenas bíblicas y también a los vitrales: según explica Kassia St Clair en el libro Las vidas secretas del color, alrededor del año 1130 el abad Suger de Saint Denis defendió la naturaleza divina de los colores, y supervisó que los artesanos crearan las vidrieras azules que todavía se admiran en catedrales góticas como la de Chartres en Francia.

El azul se convirtió en algo más que decoración, y en 1303 un artista elevó este color a un estatus divino. Giotto, padre del Renacimiento, tuvo que decorar la capilla Scrovegni de Padua con escenas de la vida de Cristo y la Virgen, y usó este color hasta saciarse. Pintó de azul los fondos de las escenas, y también la cúpula: un cielo estrellado, intenso, profundo, que devolvía el azul al pódium de celeste y sagrado que había tenido en el antiguo Egipto.

“A los ojos de la iglesia, el azul se convirtió en el más santo de todos los colores. Y por eso trató de controlarlo. Restringió su suministro e infló su precio. En poco tiempo el azul se volvió más caro que el oro. Y se aprobaron leyes que prohibieron a los ciudadanos ese color”, explica Fox. De ahí, su tránsito hasta ser el color de la Virgen fue natural: a partir del siglo XII se vistió a María de azul, y el color fue divinizado por completo. Tanto que el rey de Francia empezó a vestirse en este tono (tras él, buena parte de la realeza europea), y cuadros como El Descendimiento de la cruz (1435), del flamenco Roger van der Weyden, valían no sólo por su calidad sino por la cantidad de lapislázuli utilizada en el manto de la madre de Cristo, por el peso de la piedra preciosa. Asimismo es famosa la cúpula azul en La Anunciación de Fra Angélico (1426), también decorada con estrellas. Y el azul, entonces, empató con el dorado como el color de los dioses y el paraíso.  

Azul para todos

Cuenta Michel Pastoureau que en Estrasburgo, los comerciantes de granza, la planta de la que se obtenía el color rojo, estaban furiosos. La popularidad del azul minaba su trabajo (antes, los cielos se pintaban de rojo, blanco, negro, dorado), y tanta era su indignación que sobornaron a un maestro vidriero para que, en los vitrales, representara al diablo en azul. Otros, en los frescos religiosos, pintaron azul el infierno, todo para degradar el color rival. Muchos años después, el rey Fernando III de Alemania lo declaró oficialmente el color del demonio.

Tendrían que pasar varios siglos para que el azul se liberara de la iglesia, lo que también ocurrió en Venecia, gracias a Tiziano. En su cuadro Baco y Ariadna (1523), casi la mitad del lienzo es azul: el vestido de Ariadna, el cielo y el horizonte, las montañas, incluso el manto de una mujer con un pecho descubierto, lejos de ser la Virgen. El color empezaba a democratizarse y la liberación continúa hasta hoy, con momentos en los que el color ha tenido picos de fama muy elevados: en el siglo XVIII, tras las novelas románticas de Novalis, en la que un joven buscaba obsesivamente una flor azul, y Las desventuras del joven Werther, con la que Goethe puso de moda el frac azul que usaba su protagonista, el azul se consolidó como símbolo de los sentimientos más profundos, y también de la melancolía. Tanto que esa reminiscencia perdura en la música: el blues, como género musical, evoca una tristeza implícita; se llama Blue Monday al tercer lunes de enero –el más triste del año, por el regreso al trabajo tras la pausa decembrina–, y el baby blues es la depresión posparto. También Picasso tuvo su periodo azul, tras la muerte de un amigo en París, y Van Gogh pintó la Noche estrellada con ciprés y su último autorretrato con fondo azul y los torbellinos que aluden su momento vital más difícil.  

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El color del consenso

¿Pero cómo llegó un color que evocaba sensaciones tan intensas a ser el gran favorito? Karen Schloss y Stephen Palmer, de la Universidad de Berkeley, demostraron en 2010 que la preferencia de un color está determinada por los objetos que se asocian con él. ¿A quién no le gusta el mar azul, el horizonte o los atardeceres despejados cuando todavía la tarde no termina de caer? Ahí es, quizá, donde radica el consenso. Goethe lo explicó en su estudio sobre la psicología de los colores: “El azul proporciona una sensación de espacio abierto, es el color del cielo y el mar en calma, y así evoca también paz y quietud. Actúa como calmante, sosegando los ánimos e invitando al pensamiento”.

Esa Teoría de los colores (1810) fue la obra de la que se sintió más satisfecho, y tenía por qué: en la primera mitad del siglo XIX, él fue el primero en comprender la capacidad emotiva del color. Hoy, rodeados de publicidad, sabemos que los colores inciden en las decisiones, los productos que compramos, la decoración, la ropa que usamos o el diseño de nuestros sitios web. Hoy el azul es omnipresente y protagonista. Se ha convertido en una de las pocas cosas en las que los seres humanos nos ponemos de acuerdo. Y es un color de consenso: los organismos internacionales, la ONU, la Unesco, la Unión Europea, tienen logos azules. Es un color que no disgusta y suscita unanimidad. Y marcas como Facebook, Twitter, Bancolombia, Hewlett-Packard o American Express lo usan porque transmite tranquilidad, paz, lealtad, confianza, pureza, transparencia. Y es el color más democrático: es el único que todos podemos percibir, incluso los ciegos, y los jeans lo han impuesto como el color de nuestra época. “Es el color más humano”, dice el profesor americano Marc Walton. Del cielo, el azul bajó a la tierra.

Azules famosos

La máscara de Tutankamón y su ajuar funerario eran mayoritariamente azules, así como las ushebtis, pequeñas esculturas funerarias que ayudarían al difunto en el inframundo. Los varones de las tribus tuaregs del desierto reciben el turbante azul que los caracteriza en una ceremonia que simboliza su paso a la edad adulta. Colón señaló con interés, en su ejemplar de Marco Polo, todas las alusiones al lapislázuli. La joven de la perla (1667), del neerlandés Johannes Vermeer, lleva un turbante azul, y el pintor francés de la posguerra, Ives Klein, patentó en 1960 el Klein blue, un azul sintético con el que pintó una serie de lienzos monocromáticos que lograban el mismo brillo del ultramar natural. Los pintores impresionistas usaron azules en abundancia al experimentar con la teoría de los colores complementarios y muchos dioses hindúes como Shiva, Krishna y Rama se representan azules, por su presencia cósmica. Y la referencia más famosa es “el planeta azul”, en alusión a la tierra.

El Bosco, 500 años de metáforas y enigmas

El Jardín de las Delicias del pintor flamenco hace parte de las joyas de la colección del Museo del Prado que este año celebra sus 200 años. ¿Qué hace esta obra una de las más famosas del mundo?

Publicado el 23 de diciembre de 2018 en El Colombiano.

El Jardín, como toda la obra del Bosco, está lleno de sátira y simbolismo. Sus temas son los excesos de la conducta humana –gentes sin dios ni ley, entregadas a los placeres–, el pecado y los castigos por venir.

El Jardín, como toda la obra del Bosco, está lleno de sátira y simbolismo. Sus temas son los excesos de la conducta humana –gentes sin dios ni ley, entregadas a los placeres–, el pecado y los castigos por venir.

Pintaba al mismo tiempo que Da Vinci y Miguel Ángel. Pero en un mundo artístico dominado por la perspectiva matemática, el estudio anatómico del cuerpo y la tradición clásica, el pintor de una pequeña ciudad holandesa podría haber pasado desapercibido.

Para finales del siglo XV, el Renacimiento florecía en Europa, sobre todo en Italia. El humanismo, la razón y la ciencia empezaban a desplazar a la superstición. Pero en el Norte, el espíritu de la Edad Media aún dominaba la vida. La Parusía –el advenimiento glorioso de Jesús al final de los tiempos– y el Apocalipsis, eran el tema de las predicaciones. Todo debía ser interpretado como un signo de Dios o del diablo. Y en ese mundo entendido como campo de batalla entre el bien y el mal –carne-alma, muerte-vida, día-noche, infierno-paraíso– un pintor decidió no calcar la naturaleza sino retratar los miedos, las locuras, los pecados. Quería advertir sobre ellos. Y de una mezcla entre pensamiento religioso y folclor de la época nació una obra que no dejaría a nadie indiferente, firmada por Jheronimus van Aken, El Bosco.

 Una vida desconocida

A diferencia de Durero y Leonardo, que escribieron diarios, cartas y libretas, El Bosco no dejó nada escrito. Lo que se conoce de su vida y su actividad artística se ha recogido de escuetas referencias en los archivos de s’Hertogenbosch –la ciudad donde nació, en la frontera con Bélgica– y de los libros de la Hermandad de Nuestra Señora, a la que pertenecía. Esos registros no aportan casi ningún dato, ni siquiera la fecha de su nacimiento. Solo dan a entender que era pudiente y culto, que se casó con la hija de un comerciante rico –lo que le facilitó el ascenso social y le dio libertad creativa, para no depender de encargos– y que tenía dos hermanos y una hermana: el mayor era pintor, como su padre, y a su muerte sólo el primogénito podía usar el apellido familiar, Van Aken. Por eso Jheronimus, para diferenciarse, latinizó su nombre y tomó el de su pueblo, Den Bosch, como distintivo.

Se formó en el taller de su familia. Así como Leonardo fue al taller de Andrea Verrocchio –pintores y escultores comenzaban sus carreras como aprendices de otros maestros– el Bosco lo hizo con sus parientes. Se sabe que pasó por Venecia y que volvió luego a su ciudad, donde trabajó hasta su muerte el 9 de agosto de 1516, como se lee en el libro de los hermanos fallecidos de la cofradía. Allí, en una línea, aparece el apelativo de “pintor insigne”.

Al Bosco se le pueden atribuir con certeza apenas una treintena de cuadros y 21 dibujos. Sin embargo, resulta difícil determinar con precisión la cronología de esas pinturas. Ninguna tiene fecha y muchas están deterioradas. Y eso, sumado al misterio de su vida, complica su interpretación.

Un  hombre medieval

Para el año 1500, Europa estaba lista para dejar atrás la Edad Media. Aún así, intelectuales y artistas continuaban basando su trabajo en la Biblia y el libro de la naturaleza, ambos creados por Dios. “Las palabras eran los seres, los animales, las plantas, los hombres. Todo tenía la huella del creador”, explica el historiador francés Jacques Le Goff.

En esa lectura, los animales se clasificaban como buenos y malos: el ganado, positivo: el cordero, el caballo, el buey. El pez, símbolo de Cristo. Los carnívoros, roedores, insectos y reptiles, malos en general. También la lechuza, compañera de los pecadores en el purgatorio: “Sus casas serán habitadas por tristes criaturas y las lechuzas harán allí sus nidos”. El búho, además, atrae a sus presas con un señuelo, hasta atraparlas, y ese comportamiento se leía como metáfora del demonio que atrae a los hombres con cantos de sirena. Los pájaros eran símbolos del alma.

Gonzalo Soto, medievalista colombiano, explica que ese pensamiento favoreció los teratomorfismos, criaturas fantásticas o monstruosas producto del cruce entre distintos seres, que a su vez representaban vicios y virtudes. Las sirenas, por ejemplo, mezcla de pez y mujer, se usaban como símbolo de la lujuria, el deseo y el pecado carnal.

A esos bestiarios medievales se sumaban las representaciones de los pecados capitales en columnas, gárgolas, frescos, miniaturas, márgenes de los manuscritos iluminados y las misericordias de los coros de las iglesias. La lujuria, la blasfemia, la avaricia, la calumnia, la ira, la pereza y la gula eran tema recurrente y favorito.

Por eso no es posible entender al Bosco sin ese contexto, el de una sociedad que organizaba todas sus creencias alrededor del cielo y el infierno, la esperanza de la salvación y el miedo a la condena. La muerte era cotidiana. La peste, corriente. No había medicinas ni especialistas. La expectativa de vida era de 35 años. Y algo tan simple como el sarampión podía ser mortal. Por eso morir no era el problema, sino el infierno, que los hombres medievales entendían como un lugar físico, de sufrimiento corporal y eterno, al que debían temer. Y todo eso fue lo que El Bosco pintó sobre tablas de madera: infiernos, paraísos, purgatorios (la iglesia había ideado este lugar intermedio alrededor del siglo XII), santos, pecadores y animales como símbolos.

En su obra nada es fortuito. Y cada detalle tiene su interpretación. Pero más que espiritual, todo es alegórico. El problema es que esos símbolos, que sus contemporáneos entendían con facilidad, se basan en una retórica que se aleja de la tradición moderna, como explica Alejandro Vergara, jefe de conservación de pintura del Museo del Prado. Ahí radica nuestra dificultad para entenderle: carecemos del “ojo de la época” y ya no podemos leer sus imágenes como lo haría un hombre de su tiempo: “hemos vivido desde el siglo XIX en una cultura que se interesa más por la forma que por el contenido y que se ha olvidado de la profunda verdad que hay en los mitos, que lo fabuloso es también real”. 

El jardín más famoso

El Bosco no contaba con demasiadas fórmulas ni esquemas para representar los temas que le interesaban, pero aunque las hubiera tenido, no las hubiera empleado. “Del espíritu mezquino es propio emplear solo estereotipos y nunca ideas propias”, escribió en uno de sus dibujos, y eso ayuda a explicar la originalidad de toda su obra.

Pero además de poner en marcha su genio creativo para inventar monstruos, pájaros antropomorfos o demonios de todo tipo, se preocupó por dominar la representación del paisaje –un rasgo típico de la pintura flamenca–, así como por dominar el oleo y especializarse en los detalles, razón por la que pintaba con lupa y pinceles finísimos. “El Bosco dibuja como pintor y pinta como dibujante”, dice Pilar Silva, curadora del Museo del Prado, y sus dibujos demuestran que no dejaba nada al azar.

Por eso la cima de su obra está en El jardín de las delicias, ese tríptico misterioso que recoge todos sus temas recurrentes y preocupaciones. En el Jardín hay ironía, sátira, pecado. El mal es feo y el bien es bello en la Edad Media, y así los pinta El Bosco. Mezcla historia sagrada con imaginación, su conocimiento de la literatura y la cultura popular. Deja claro que es un gran observador y estudioso de la naturaleza, como Durero o Leonardo, y eso se ve en cada animal, cada flor y fruto, cada figura: en el cuadro hay, por ejemplo, más de 10 especies de pájaros identificables. Y no solo recurre a la iconografía conocida, sino que inventa una propia –no hay que olvidar que mientras él pinta su jardín en el Norte, Miguel Ángel decora la Capilla Sixtina–.

El Jardín de las Delicias “es algo casi teatral”, dice Ludovico Einaudi, compositor italiano, un espectáculo que comienza cuando se corre el telón que es la grisalla –la parte exterior del cuadro cuando está cerrado el tríptico–. Entonces comienza la función. “Y se hizo la luz”, parece que dice el cuadro cuando se abre y la escala de grises da paso al colorido y la exuberancia exterior.

El Bosco se preocupó por representar los pecados en todas sus obras, pero aquí se concentró en la lujuria. El búho y los bichos que salen del agua de la fuente del panel izquierdo indican que algo no está bien en el paraíso. Luego tiene lugar la caída del hombre –que pintó varias veces antes– y en el centro está el pecado y no la imagen del santo, como era tradición.

Es una pintura narrativa, que cuenta historias. Casi cinematográfica, porque los trípticos siempre tienen esa característica: narraciones organizadas que se leen de izquierda a derecha. Y también “como un comic”, según Max, caricaturista. A veces incluso humorística. Sus pecadores causan más gracia que miedo. El humor prevalece sobre el horror.

Una de las curiosidades del cuadro es que hay demasiadas inversiones: pájaros en el agua, peces en el aire, hombres al revés, malabares y equilibrios. Los pájaros son más grandes que los hombres, las frutas son gigantes. Hay un cambio de escala: el mundo está al revés. Las cosas no son como deberían ser. Los hombres sobre bestias indican que la pérdida del juicio. Y en una especie de piscina central solo hay mujeres, como una discoteca moderna, con hombres alrededor como en trencito.

Hay tantos frutos rojos –alusivos al pecado– que el cuadro se conoció primero como el Cuadro de las fresas o del madroño. También como el Cuadro de la variedad del mundo. Representan el carácter efímero de los placeres. Y como ha dicho el artista Michel Barceló, cada fruta roja parece el boleto al averno. Las conchas son símbolo de lo venéreo y de Venus, diosa de la belleza y del deleite sexual. La presencia del unicornio responde a los bestiarios medievales que hacían parte del imaginario de la época, así como el hecho de que sea un jardín, un tema también muy popular entonces: los jardines eran el escenario del amor cortés y del encuentro de los amantes, con significado muy positivo.  

Muchas capas de significado

Pero con El Bosco se necesita siempre una segunda mirada. Retiene mucho tiempo al espectador frente al cuadro y mientras más se mira, las capas de lectura se multiplican. Su genio radicó en que nunca se había visto nada parecido. Ningún artista había representado así el infierno, el pecado y la condena, y muy pocos lo han hecho después. Por eso el impacto que producen esas escenas no ha desaparecido.

Como toda su obra, El Jardín es un cuadro polisémico, divertido, bufonesco, entretenido, moralizante. Fue un encargo de Engelbert II de Nassau, tutor de Enrique III y Felipe el Hermoso, para la educación de los jóvenes y su entretenimiento. Entonces era común el debate sobre el amor, el comportamiento cortesano, los placeres, pecados, vicios y virtudes. Discutir de temas importantes era algo serio. Luego, en 1591, Felipe II lo compró para llevarlo al Escorial, a sus habitaciones privadas. Era un hombre muy devoto y pensaba que del cuadro, que lo acompañó hasta su lecho de muerte, podían extraerse innumerables lecciones. Fue él quien le aconsejó a sus herederos cuidar ese legado y por eso hoy es parte del Patrimonio Nacional Español.

Es un tríptico tan aleccionador que todos los pecados están presentes y tienen su castigo. El Bosco pintó de rosa lo sagrado, como ya había hecho antes, y azul lo terreno. Pero como explica Reinert Falkenburg, uno de los mayores especialistas en la obra de El Bosco, él nos enseñó que no hay quedarse en las apariencias. Es una obra en la que es fundamental que el espectador se involucre y aporte su interpretación. Ahí radica el placer que sigue generando, en que nunca se descifra del todo. El juego que el pintor propuso no termina. El misterio permanece. Es un cuadro de mil historias. Un cuadro universo. En la línea de la multiplicidad de Ítalo Calvino, es casi una enciclopedia de las pasiones, de los hombres, del bien, el mal y el deseo. Y un artista triunfa cuando consigue retratar un mundo y, con él, el mundo.

Pero más allá de la “fantasía dionisiaca” que es el cuadro, como lo llama Nélida Piñón, hay algo más que siempre se nos escapa. Todos vemos el cuadro de una forma distinta. No lo mira igual un contemporáneo del Bosco que nosotros en el siglo XXI. La pintura sigue igual, intacta, oleo sobre madera. Pero como dice el escritor Cees Nooteboom, el Jardín siempre es el mismo pero nosotros no. Llevamos al cuadro, cuando lo miramos, nuestra experiencia, conocimiento y biografía. Entonces, al ver las pinturas del Bosco, no vemos lo que él pintó, nos vemos a nosotros mismos.

 

RECUADRO 1 Ni loco ni drogado

Quienes aseguran que El Bosco estaba loco, que pintó bajo efectos alucinógenos o visiones psicodélicas, se equivocan. Creativo y original, vivía de encargos privados y para su hermandad, lo que demuestra que su estilo era aceptado y popular. Era intelectual y educado, iba a la biblioteca, leía los manuscritos iluminados y discutía sobre ellos. Por eso las fuentes de sus cuadros hay que buscarlas en la biblia, en los libros y la cultura de su época. El Bosco era un hombre piadoso, que señalaba cómo se debía vivir para alejarse de las tentaciones y llevar una vida devota. Cristiano y moralista. Como Van Gogh, era casi  un predicador con su pintura. Por eso no hay que buscar significados ocultos en sus cuadros ni entenderlos como excentricidades arbitrarias. Lo que él hizo fue llenar sus referentes de modernidad. 

RECUADRO  2 Un pintor moderno y de vanguardia

El Bosco fue precursor de la pintura de género, el retrato de escenas cotidianas que luego tuvieron su época dorada en el siglo XVII en Holanda y con el realismo del siglo XIX. Fue padre de Patinir y de Pieter Brueghel, el viejo. Pero tras su muerte en 1516, la visión científica y racional del Renacimiento se impuso sobre la metáfora. Hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que el terreno de los sueños volviera a tener presencia, con Goya, sus pinturas negras y los Caprichos.

400 años antes que Dalí y los surrealistas, El Bosco propuso las formas antropomórficas del paisaje y la pintura de las visiones, los sueños y las pesadillas. Los elementos futuristas del cuadro son fascinantes –y las construcciones parecen hechas por Gaudí–. Como todos los grandes artistas, su arte trasciende su tiempo y permanece interesante, motivo de estudio e invitación permanente a la curiosidad.

Van Gogh desconocido: el arte contra la locura

43 autorretratos, mÁS de 900 cuadros, 1.600 dibujos y cerca de 800 cartas componen la vida del pintor holandÉS mÁs famoso.

Publicado en el periódico El Colombiano. Agosto 19 de 2018. Descargar PDF

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Quería ser pastor. Un pastor de hombres. En Londres, con 20 años, trabajaba como comerciante de arte y vivía solo, aislado, leyendo libros religiosos. Pero muy pronto perdió interés por su trabajo y dejó las galerías para ir donde aquellos que necesitaban la luz. Se hizo asistente de un predicador. Leía la biblia sin descanso y llegó a pronunciar un sermón. Como su padre, quiso ser teólogo, salvador de almas, visionario entre desvalidos, pobres y prostitutas. “Cuando me encontraba en el púlpito, me sentía como quien desde una oscura cueva vuelve a salir a plena luz. Desde ahora, predicaré el Evangelio por todo el mundo”, escribió en 1876.

Entonces volvió a su tierra, a Holanda. Intentó matricularse en la escuela metodista, pero fue rechazado: no sabía latín ni griego, le costaba hablar en público y su fe rozaba el fanatismo. “Pero no te deshaces de Van Gogh tan fácilmente”, dice Simon Schama, historiador británico del arte: “decide que se va a dedicar a pintar, que va a predicar a través de la pintura. Tiene casi 30 años, nunca ha cogido los pinceles ni tiene ningún entrenamiento formal. Pero no le importa”. El arte va ocupar el papel que no le dio la iglesia: le ofrecerá consuelo y, de algún modo, lo salvará.

La paleta oscura

En París Van Gogh había conocido la pintura de Jean François Millet, célebre por sus retratos realistas de hombres del campo, en tonalidades oscuras. Cuando los vio por primera vez, fue tal su emoción que le escribió a su hermano: “Cuando entré en la sala donde estaban expuestos, sentí algo como: descálzate porque el suelo que pisas es sagrado”.

La segunda mitad del siglo XIX fue el tiempo de la Revolución Industrial, de las primeras migraciones del campo a la ciudad, de Germinal, la novela social, las primeras huelgas, el naturalismo. Y Van Gogh quiso retratar todo eso. Se dedicó a copiar a Millet –La siesta, El Ángelus, El Sembrador– y durante casi 4 años, autodidacta, esbozó escenas y retratos de hombres trabajando: mineros, tejedores, recolectores. Entre el pesimismo y un realismo dignificador, quería ser un pintor de campesinos –que hasta entonces no hacían parte del arte, eran folclor–. Los miraba con nobleza, mientras la industrialización llegaba arrolladora y ellos tenían pocas posibilidades de salir de su condición.

Entonces, su paleta era oscura. Heredero de los artistas del norte de los Países Bajos –de Rembrandt, sobre todo, maestro del claroscuro y los tonos marrones– Van Gogh empieza su carrera con la misma gama de colores terrosos, para retratar, de un modo auténtico, la dignidad de esos hombres. No idealiza su vida. Es severo, dramático, oscuro, como Caravaggio. Se identifica con esos que pinta, incluso se viste como un campesino. Y después de casi 250 dibujos de trabajadores, llega su primera obra maestra, Los comedores de papas, un cuadro que retrata a esos que “han trabajado la tierra, comen el alimento que ellos mismos han cultivado y que meten las manos en el plato. Una pintura de aldeanos que huele a grasa, a humo, al olor de las patatas”, según su propia descripción. Ese cuadro marcará el final de su etapa religiosa y rural. También morirá su padre, y tras salir de la atmósfera calvinista decide ir a Francia, donde todo cambiará.

Y se hizo la luz

Vincent había abandonado su trabajo como comerciante de arte para dedicarse a predicar, pero su hermano seguía trabajando en París. Y Van Gogh, que había oído por él de los impresionistas que triunfaban allí con sus manchas de luz y color, quiso ir a verlos.

Se instaló con Theo en Montmartre y se hizo amigo de Toulouse-Lautrec, Gauguin, Seurat, Signac, Pissarro, Cézanne. Miró sus cuadros y se sintió obsoleto, pasado de moda. Y su pintura, con ayuda de sus amigos impresionistas, se empezó a iluminar. Descubrió la pincelada rápida, el empaste, el puntillismo. Conoció el color y se hizo adicto: todo empezó a ser puntos, juegos de luz. Coleccionaba y copiaba estampas japonesas –de moda desde la Exposición Universal de Londres de 1862– y estudiaba la teoría de los colores complementarios, con la que se obsesionó: experimentaba con las posibilidades expresivas del color, combinando en bolas de lana hilos azules, rojos, naranjas, verdes, rojos y amarillos, entre otras cosas para no gastar sus pinturas, que eran carísimas.

Pero en ese ambiente de bohemia, algo le faltaba. “Como aprendiz de impresionista, hace lo que tenía que hacer. Se iba a las orillas del Sena a capturar la luz. Un día se parece a Pisarro, otro a Seurat, el puntillista, otro a Renoir. Pero, de algún modo, todo eso le parecía decorativo y naif, sentía que se ocultaba al hombre detrás de tanta luminosidad. Su versión de la naturaleza era más terrena, más cruda”, explica Schama. Y además seguía sin vender. Entonces empiezan las crisis. Y en busca de una vida más tranquila, casi monástica, se va al sur.

Pintar como salvación

Van Gogh llegó a Arlés, al sur de Francia, en febrero de 1888. Buscaba paz y soñaba con fundar una comunidad de artistas para convivir y cocrear. Así nace la idea de la Casa Amarilla, a la que invita a sus amigos de París, pero al llamado sólo acude Gauguin. Fue un tiempo prolífico: pintaba compulsivamente al aire libre, recreó nuevamente a Millet –esta vez en colores vivos–, retrataba al cartero del pueblo y a su familia, a campesinos y gitanos que acudían a la vendimia, e hizo su serie famosa de los 5 jarrones con girasoles, destinada a decorar las paredes blancas de la habitación de su amigo. Fue el tiempo de la primera Noche estrellada, una etapa de explosión creativa. Y firmaba sus cuadros como Vincent: son muy pocos los artistas que conocemos por su primer nombre (Miguel Ángel, Rafael, Donatello) y él quería inscribirse en esa tradición.

Pero vino el episodio de la oreja cortada. El Doctor Félix Rey, quien lo trató en el hospital, le diagnosticó una forma de epilepsia causada, en parte, por beber mucho café, alcohol y muy poca comida. Cuando vuelve a casa, Gauguin se ha ido. Los ataques empiezan a multiplicarse, sufre de delirio de persecución y al poco tiempo decide que se internará voluntariamente en el hospital mental de Saint-Rémy de Provence, un antiguo monasterio, a 30 kilómetros de Arlés.

Allí vuelve a imitar a sus maestros, ahora sus escenas religiosas, que en medio del sufrimiento, lo consolaban. Entre ellas, es famosa su recreación de La resurrección de Lázaro, de Rembrandt, cómo si él mismo esperara un renacimiento. El arte como forma de salvación. “Intento recuperarme. Lo estoy intentando”, le escribe a Theo, pero sabía, en el fondo, que no podía ganar. Cada vez más débil, esperaba las embestidas. “Siento mi vida atacada en su raíz”, dice en otra carta. Pocos días después, el 29 de julio de 1890, vino el suicidio, justo cuando su vida empezaba a ser reivindicada. Su hermano había vendido por fin un cuadro suyo, El viñedo rojo, y en el Salón de los Independientes de París exponía diez obras. Sucumbió en la batalla del arte contra la locura.

Pero hay derrotas que son momentáneas. Hoy se le reconoce como padre de las vanguardias y varios ismos del siglo XX –de Kokoschka, De Kooning, Hodgkin, Rothko o Jackson Pollock–. Todos los días crecen las filas para verle en los museos que le exhiben, su imagen se estampa en bolsos, lapiceros, libretas y reproducciones de todo tipo –la más reciente en tenis de una conocida marca de zapatos– y es protagonista de documentales, películas animadas, videoarte y exposiciones interactivas. Ese es el poder del arte: lo imperecedero contra lo efímero, el triunfo sobre la mortalidad.

El misterio de la oreja cortada

Gauguin no llevaba ni dos meses en la casa amarilla y las discusiones entre ambos se multiplicaban. Van Gogh estaba sufriendo. Era epiléptico y sufría de depresiones. Y estaba frustrado porque aún nadie compraba sus pinturas. Posiblemente bipolar y con trastorno obsesivo compulsivo, cambiaba de estado de ánimo todo el tiempo. Nadie puede saber realmente qué sucedió la noche del 23 de diciembre de 1888. Gauguin fue el único testigo y declaró que Van Gogh lo había amenazado con una navaja. A la mañana siguiente, la policía encontró a Van Gogh inconsciente. Cuando sale del hospital, Gauguin ya no está, y él, melancólico, pinta sus famosos autorretratos con la oreja rota.

Remolinos como lucidez

Van Gogh llegó lúcido al psiquiátrico de San-Rémy. Él mismo explicó su diagnóstico. En una de las habitaciones instaló su taller y empezó a referirse a la pintura como “el pararrayos para mi enfermedad”. Los pinceles lo mantenían tranquilo entre ataques. Al pintar sintió que podía evitar volverse loco. Entonces aparecen los característicos remolinos en sus cuadros: torbellinos en los cielos, estrellas que brillan en círculo, tallos torcidos, cipreses. “Su enfermedad era destructora pero también madre de sus obras”, dice Simon Schama: “Esos remolinos no son síntoma de locura sino lo opuesto: su batalla contra la desintegración. Son salvajes, pero también la muestra de un hombre en total control de sus facultades pictóricas. Tenía los pies en la tierra más que nunca”.

No morir, como el pequeño príncipe

El principito vectores

Se cumplen 118 años del nacimiento de Antoine de Saint-Exupéry y 75 de la primera edición de El Principito. Un ícono, una industria, un clásico.

Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 1 de julio de 2018.

El 31 de julio de 1944, el escritor y piloto más famoso de Francia desapareció igual que el personaje de su libro más vendido, sin dejar rastro. Como el principito, un día abandonó nuestro planeta para volver al suyo. No se supo de su paradero y su madre llegó a pensar que se había refugiado en un monasterio. Hasta que en 2000 un buzo halló los restos de su avión en una bahía de Marsella.

Fue piloto de guerra, responsable del correo postal entre Europa y el norte de África, escritor celebrado desde sus primeras novelas, autor de una obra maestra, Tierra de los hombres, héroe y leyenda desde antes de morir, inventor (registró patentes de mejoras para aviones), conde, dibujante, periodista, viajero, violinista de joven, casi filósofo, nadador, hábil matemático, extraordinario conversador –se dice que en los restaurantes la gente de otras mesas se iba callando, para oírle–, celoso, encantador de mujeres, amante de los animales, gran amigo.

Saint-Exupéry, sin embargo, ha sido eclipsado por un joven príncipe que aterriza desde un planeta no más grande que una casa, en el que habita con una rosa, crecen los baobabs y es posible disfrutar de largas puestas de sol. Es el libro francés más leído y el más traducido del mundo, después de la biblia.

Se suele decir que él fue siempre un poco niño: conservaba esa mirada infantil a la que alude en El Principito, era vulnerable, necesitado de altas dosis de afecto y le gustaban los juegos, los naipes, los aviones de papel y los animales, como las ardillas con las que jugaba en el Central Park cuando vivía en Nueva York. Tenía un don para los niños. Era tierno, nada tosco y su preocupación por las preguntas esenciales, con su permanente búsqueda de respuestas, lo asemejaban a los chicos.

Además, sus recuerdos de infancia siempre estuvieron presentes en su obra, una etapa luminosa en un castillo familiar entre Lyon y Ginebra en el que creció libre y rodeado de mujeres: su madre, tres hermanas y una tía, además de un hermano que murió muy joven. En su trabajo como piloto, a veces se desviaba para sobrevolar ese territorio de infancia. Así lo cuenta en Vuelo de noche, en el que escribe tras ver su casa desde el aire: “¿De dónde somos? Somos de nuestra infancia”.

En 1942, después de unos años difíciles, el escritor vivía exiliado en Estados Unidos. Se había negado a tomar partido entre dos bandos con los que no simpatizaba (ya en la Guerra Civil Española había aprendido que las etiquetas políticas reducen a bandos a hombres valiosos) y Charles de Gaulle y sus simpatizantes lo llamaban cobarde y colaboracionista con el régimen de Vichy, una acusación del todo falsa. ¡Un humanista como él señalado de simpatizar con los nazis! También las peleas con su mujer, la muerte de varios amigos, el estar lejos de todo lo que quería, incluso de volar, el desasosiego de la guerra y estar sumido en un ocio que no deseaba, agudizaban su melancolía.

Ya entonces era inmensamente famoso. Vuelo de noche, Piloto de guerra o Tierra de los hombres habían recibido grandes galardones literarios y eran primeros en las listas de ventas. Entonces, su editor en Nueva York le hizo un encargo para la campaña de Navidad, tras el éxito de Mary Poppins. Él aceptó y lo escribió como parte de esa melancolía que sentía, poniendo como protagonista a un pequeño niño que ya dibujaba a menudo en los márgenes de las cartas para sus amigos lejanos, a veces con alas o sobre una nube, rubio como una muñeca que vio en la casa de su amante neoyorquina y con silueta de príncipe. Y quién es el principito sino un ser lleno de nostalgia.

Un libro autobiográfico

Saint-Exupéry había tenido, en su trayectoria como piloto, varios accidentes en el desierto, el más famoso, relatado en Tierra de los hombres, cuando con su compañero de vuelo André Prévot realizó un aterrizaje forzoso en el Sahara libio, camino a Saigón. También había vivido una temporada entre las dunas, en Cabo Juby, como jefe de una base aérea donde negociaba la liberación de pilotos secuestrados por saharauis revolucionarios, allí donde descubrió la soledad y se hizo escritor. El desierto era su escenario.

El Principito es un libro autobiográfico, explica el escritor Pedro Sorela. “Todos caímos un día en este planeta desconocido”, dice en Correo sur. Había visto los volcanes en Centroamérica, los baobabs en África (podrían ser también una alegoría de los nazis) y el zorro fue uno que él

mismo domesticó en su estancia en la base del Sáhara. El tigre era un bóxer que le habían regalado; el asteroide, el avión que aparece en su novela Correo Sur: b-612, y el protagonista, además de alter ego del escritor, es una versión femenina de La Sirenita, su clásico favorito de Cristian Andersen, que fue el primer libro que leyó completo de niño y releyó en Estados Unidos mientras se recuperaba de un accidente aéreo en Guatemala.

“Nuestro planeta, el único verdadero, es el que contiene nuestros paisajes familiares, nuestras casas cálidas, nuestras ternuras”, escribió en Tierra de los hombres. Él, en el exilio, necesitaba volver a su casa, igual que el pequeño príncipe quería regresar a su asteroide y a su rosa.

El libro lo terminó en tres meses, con enormes dosis de café y coca cola. Y todos los dibujos son suyos, acuapasteles que hoy se venden en subastas y se exhiben en museos, pero que más que ilustraciones son escritura en sí misma (el libro no sería lo que es sin ellos). Tras su publicación, solo se mantuvo una semana en la listas de bestsellers del New York Times. Su éxito vendría después, mal entendido como un cuento para niños o una carta de amor a su mujer, Consuelo, una millonaria salvadoreña que amaba, pero que fue también su tormento, vanidosa como la rosa del libro, resabiada, con espinas que lo lastimaban –el libro es, entre otras, “una melancólica reflexión sobre un matrimonio fracasado”, dice Sorela–.

Es algo que suele ocurrir con las grandes fábulas: Los viajes de Gulliver se da a leer a los niños cuando es una sátira política, y Robinson Crusoe, la proeza de la supervivencia de un hombre y alegoría del triunfo de una clase social que surgía por sus esfuerzos, se confunde con una aventura para adolescentes.

No es grave. Eso son los clásicos: libros con muchas capas de lectura, en los que cada uno, sin edad, puede encontrar metáforas necesarias. Como explicó Ítalo Calvino, los clásicos son obras ante las que no es posible ser indiferente, que nos sirven para definirnos, se asemejan a los antiguos talismanes porque se vuelven casi tótems, ídolos, de las que siempre oímos hablar y resultan todavía más inesperadas al leerlas en serio, que son una huella en la cultura, se imponen por inolvidables, se asientan en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual y nunca terminan de decir todo lo que tienen para decir. Eso no lo cambia el hecho de haberse convertido en industria, en lugar común, en parques temáticos, en lapiceros, relojes o stickers; en merchandising. Así son de grandes.

¿Desaparecer?

La mañana en la que SaintExupéry despegó en su viaje, en su última misión como piloto de guerra, el cielo era azul. Las condiciones de vuelo, inmejorables, pero él estaba magullado a causa de viejos accidentes. Le dolía incluso ponerse el uniforme o sentarse a escribir. Sufría de insomnio, de fiebres que lo despertaban de madrugada, del hígado, y en especial de melancolía, una dolencia que lo había acompañado toda su vida.

Acumulaba tristezas a causa de su mujer, con quien tenía una relación tormentosa. Nunca había superado las acusaciones de colaboracionista por parte de Gaulle y los suyos –que lo detestaban, entre otras cosas, porque su libro Piloto de guerra era un reportaje sobre el fracaso de Francia antes del Armisticio, que ellos habían comandado–.

Veía con dolor cómo la aviación dejaba de ser épica para volverse comercial. Ya no le interesaba el mundo en el que vivía –el de las máquinas, el teléfono, el de los hombres condenados al “hormiguero”, a la masa, sin individualidad–, ni el que veía venir tras la guerra. “Tengo la impresión de estar acercándome a la época más sombría de la historia del mundo. Me da igual morir en la guerra”; “Tengo tantas ganas de dejarlos a todos. ¿Qué tengo que hacer aquí en este planeta?” “Si me derriban, no lo lamentaré”.

A los 44 años –una cifra que presagian las 44 puestas de sol de El Principito, decía Pedro Sorela– el escritor y piloto no regresó de su misión de reconocimiento. Nadie

supo nada hasta que en 2000 un buzo halló los restos de su avión. Pero estos nunca han sido identificados y las causas de su colisión siguen sin resolverse. No se sabe si se trató de un mal funcionamiento de la aeronave, si se distrajo o si murió por falta de oxígeno en esos tiempos en los que los aviones no estaban presurizados y el viento les silbaba a los pilotos en los oídos muchas horas después del aterrizaje. Esa melancolía que lo acompañaba hace especular a los especialistas y allegados con la posibilidad de que atentara contra su vida, entre ellos su amigo León Werth, a quien está dedicado El Principito.

Escritor de su propia vida, quizá su muerte también fue una línea escrita con su mano. O pudo morir a causa del fuego enemigo, una hipótesis que cobró fuerza en 2008 cuando el excombatiente alemán Horst Rippert, a sus 86 años, aseguró haber derribado el Lightning P-38 que Saint-Ex pilotaba. Sin embargo, archivos recién conocidos indican que el avión abatido por Rippert era estadounidense.

Saint-Ex “era más grande que la vida, más grande que su desaparición”, dice uno de sus biógrafos. “Era un gigante que no se encontraba firme sobre la tierra”, escribió Sorela, autor del mejor ensayo en español sobre su figura.

No hay tumba posible para un héroe, porque en realidad no mueren nunca. Hay cientos de estatuas suyas y un muro en su honor en el Panteón de París, ese monumento que los franceses han levantado para honrar a sus grandes hombres (habla muy bien de una civilización que su monumento más importante no sea a sus militares sino a escritores, intelectuales y artistas).

“A mí hay que buscarme en lo que escribo, que es un resultado escrupuloso y pensado de lo que pienso y veo” le comentó a su madre en una carta mucho antes de morir. Ya se sabe: a un escritor no hay que buscarlo en las piedras. Está en sus libros.

Incomprendido y mal traducido

El escritor Pedro Sorela, autor del mejor ensayo en español sobre el autor, explica que Saint-Exupéry no fue del todo comprendido: los gaullistas llegaron a decir que El Principito era un libro monárquico. Vuelo de noche se entendió como una novela de héroes, cuando trata, de un modo profundo, sobre la conquista de la noche. Piloto de guerra se malentendió como un reportaje sobre la derrota de Francia antes del Armisticio y a Tierra de los hombres le suprimieron la primera página de pensamiento Santi-Exuperiano porque no se correspondía con un libro de "aventuras", cuando todo el texto es una reflexión humanista.

Pasa igual con las traducciones. "Debería ser Correo sur, y no Correo del Sur. Vuelo de noche, no Vuelo nocturno. Tierra de los hombres, no Tierra de hombres, que suena a canción de machos y no a su espíritu humanista. Y asimismo El pequeño príncipe, no El principito, porque no existen los diminutivos en francés y es una cursilería que no tiene que ver con el libro".

Elogio a Marco Polo y sus viajes

Ilustración: Esteban París. 

Ilustración: Esteban París. 

Hace 720 años que el mercader más famoso de todos los tiempos descubrió el Oriente lejano para sus contemporáneos, de Constantinopla hasta Pekín. Pocos lo saben pero, aparte de traer las noticias de un mundo desconocido, le debemos uno de los hechos más decisivos: Colón no hubiera descubierto América de no haber leído a Marco Polo.

Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 1 de julio de 2018.

Corría el año 1298. Con 44 años, Marco Polo, mercader y viajero, estaba preso. Había regresado a Venecia tres años antes, después de 26 años en el reino de Yuan, a las órdenes del gran Kublai Khan, señor de los mongoles. Pero en una batalla por el dominio del Mediterráneo, al mando de un barco de guerra, cayó prisionero. Fue en ese cautiverio donde dictó sus recuerdos asiáticos, en una fortaleza de Génova que compartía con Rustichello de Pisa, un célebre escritor de novelas de caballería que terminaría siendo su escribano.

Desde Heródoto, que en el siglo V a. C. describió los territorios más allá de Grecia, y de los tiempos de los cronistas de Alejandro Magno que relataron las costumbres de Egipto, Asia Menor, Persia y los confines de la India, ningún viajero había ido tan lejos ni viajado tanto tiempo. Poco antes que Marco Polo, un fraile italiano y un embajador francés se habían adentrado en tierras mongolas. Pero sólo su testimonio gozó de una difusión tan exitosa: entre los siglos XIII y XIV, hubo una auténtica industria para distribuirlo. Aparecieron 85 versiones y fue traducido al latín, al alemán y al español. Esos libros eran manuscritos. Para tener un ejemplar, había que copiarlo del original o de reproducciones. Por eso, el contenido variaba de ejemplar en ejemplar, y se conocía con varios títulos: La descripción del mundo, El libro de las maravillas o Il Millione, que se usaba como sinónimo de exageración, porque el veneciano todo lo contaba en cientos y miles: el gran Khan tenía diez mil hombres a sus órdenes, miles eran los invitados a los banquetes y miles los puentes y edificios. Sus contemporáneos pasaron del asombro a la desconfianza, y la autenticidad de sus viajes todavía está en discusión.

La partida

Viajar, hoy, es un hecho natural, así como el relato de un viaje a Oriente o a cualquier lugar. Pero en aquel entonces, era en extremo difícil y estaba reservado a los pocos intrépidos que se arriesgaban a la aventura. Como explica el helenista Carlos García Gual, salir de los límites de Europa era enfrentarse a lo desconocido, tratar con gentes bárbaras que no hablaban el mismo idioma y tenían costumbres peculiares; una lejanía que, según la creencia general, estaba poblada de gigantes, unicornios, basiliscos, hombres con un solo pie o cabeza de perro. El itinerario debía trazarse a medida que el viaje progresaba. No había guías, los peligros eran cientos –asaltantes, pestes, guerras, hambre, climas inhóspitos– y era usual hacer un testamento antes de partir porque lo normal era que quienes se iban no volvieran nunca.

Así había sido el viaje desde la antigüedad y continuaba siéndolo cuando, en plena Edad Media, Marco Polo se aventuró hacia tierras asiáticas en compañía de su padre y su tío, que ya habían visitado Karakorum para establecer relaciones comerciales. Allí trabaron amistad con el soberano, que los mandó de vuelta a Occidente como emisarios ante el Papa Gregorio: el Khan quería que éste le enviara cien vicarios, expertos en las siete artes, para que fueran administradores en su gobierno y le demostraran por qué la cristiana era la mejor de las religiones. También quería que volvieran con aceite de la lámpara del santo sepulcro, por el que sentía devoción. Y los venecianos, tras cumplir su embajada, partieron de nuevo hacia el Oriente lejano en 1271, esta vez en compañía del joven Marco que acababa de conocer a su padre y tenía 17 años.

La travesía

Las cruzadas habían alentado la imagen de Oriente como un territorio de ensueño, rico en marfil, porcelana, alfombras, seda, especias, piedras preciosas, al tiempo que amenazador porque allí habitaban hechiceros, dragones, idólatras, invasores y herejes. Pero los Polo conocían las ventajas comerciales de la zona.

Así, y gracias a la Pax Mongólica –el periodo de estabilidad que atravesaron los territorios de Eurasia bajo el dominio mongol–, los venecianos partieron con destino a Ormuz, donde los barcos zarpaban del océano Índico hacia China. Pero una vez en el puerto, al constatar lo frágiles que eran las embarcaciones, prefirieron hacer el recorrido por tierra. Era el camino de la Ruta de la Seda, y lo emprendieron a pie, a lomo de burros, caballos y camellos. A veces viajaban con otros mercaderes, por seguridad. Hacían jornadas de hasta de 30 km a pie. Llevaban alimentos, cacerolas, cebollas, ajos, carne salada, quesos, agua, vino, harina para hacer pan. Y dormían en caravasares o tiendas de campaña hechas con pieles de animal, típicas de los mongoles.

En Bagdad, fueron atacados por bandidos. En Armenia, Marco se fascinó con las alfombras, “las más finas y hermosas del mundo”. En Irak lo sorprendieron los distintos credos que convivían pacíficamente y, en tierras persas, conoció la historia de los tres reyes magos que, según contó, estaban enterrados allí en cenotafios magníficos, en una región donde eran adoradores del fuego y profesaban el zoroastrismo.

Cada cosa era un descubrimiento, y todo eso fue lo que luego incluyó en su libro: las cumbres nevadas del Pamir, los budas gigantes del Tíbet, las minas de plata cerca de Tayikistán. Lo sorprendieron la costumbre de ciertos pueblos que incineraban a sus muertos (es normal que se escandalizara. Cristiano de la Edad Media, creía en la importancia del cuerpo para la resurrección). En Irán descubrió las piedras turquesa y lo sedujeron los cojines bordados de seda, cubiertos de flores y de pájaros. Cayó enfermo tras cruzar los vastos desiertos de sal en Afganistán y fue el primer europeo en intuir que las montañas más altas del mundo están en el Himalaya. Describió espléndidas ciudades antiguas, los oasis y desiertos del Taklamakán, de Gobi, las montañas bandadas de colores en Kashgar, el jade en Kotán. Nada de eso conocían sus contemporáneos. Eran las primeras noticias de todo aquello para los europeos. Hoy, 700 años más tarde, estas regiones siguen siendo desconocidas para la mayoría.

Verdades o mentiras

En el prólogo del Libro de las maravillas, Marco Polo asegura que sólo dice la verdad. Pero hay quienes ponen en duda su testimonio, como la británica Francis Wood, quien en su libro Did Marco Polo go to China? califica de sospechoso que no hubiera mencionado la ceremonia del té en China, la gran muralla, la costumbre de vendarles los pies a las mujeres, o que ningún archivo oficial del imperio mongol mencionara su nombre.

El libro incluye anécdotas inverosímiles. Como la del viejo de la montaña, que vive en un edén con ríos de vino, miel, leche, agua y mujeres hermosas. O su alusión al Preste Juan, un mítico patriarca de Oriente del que nunca se ha comprobado su existencia. Habla de dunas cantoras que interrumpen el silencio del desierto, de unicornios en Java y de la tumba de Adán en Ceilán. Camino de Kurdistán, pasa por el monte Ararat, donde asegura haber visto a lo lejos los restos del arca de Noé. En Madagascar, además de leones y leopardos, dice que habitan los grifos, pero los reduce a aves gigantes. Cuenta de pueblos antropófagos y de otros que prestan sus mujeres a los extranjeros y hacen sacrificios humanos. En Andamán ubica los hombres con cabeza de perro.

Pero hay quienes lo justifican. Borges decía que, así como no hay camellos en el Corán, por ser una presencia cotidiana, puede que a Marco le pasara lo mismo con la muralla, y describirla le resultara un pleonasmo. El geógrafo español Eduardo Martínez de Pisón explica que no pudo verla porque fue a Pekín desde el suroeste. Además, en el siglo XIII, estaba en ruinas, y la estructura actual es obra de la dinastía Ming, del siglo XVI. De hecho, tampoco la mencionan otros viajeros que luego recorrieron esa zona.

Con el tiempo, sus historias más bien se confirman. El aceite negro que describió en Asia Central, “que no sirve para cocinar, pero sí para quemar”, es el petróleo de Bakú, pozos de los que todavía se extrae hidrocarburo. Descubrió el valor de “las piedras negras que arden”, el carbón. Los animales con cuerno en la frente sí existían, eran rinocerontes, así como los hombres que vivían en el mar, que no eran sirenas sino pescadores de perlas entrenados en apnea. Hasta las dunas cantoras se han confirmado: hay desiertos que emiten fuertes sonidos, cuando chocan sus granos de arena y entran en resonancia. Y también es posible que Rustichello, su escribano, incluyera la ficción. Al fin y al cabo, era un fabulador profesional.

En últimas, es un libro de Maravillas, como era habitual en la Edad Media, pero también una estupenda guía del mundo. Pero aún en el lecho de muerte, lo seguían acusando de mentir. Cuando sus amigos le dijeron que era su última oportunidad de confesarlo todo, contestó: “No conté ni la mitad de lo que vi”.

América por Marco Polo

Hubo un hombre que sí creyó cada letra que había escrito el mercader; un almirante nacido casi 200 años después en la ciudad donde Marco había estado preso. La pax mongólica había terminado. Los otomanos habían tomado el control de Constantinopla y el comercio terrestre de los productos asiáticos dependía de costosos intermediarios en Oriente Medio. Por eso era urgente establecer una ruta marítima para ese mercado, una vía directa entre las costas de Europa y Asia. Y Colón salió a establecer esa ruta.

El genovés, último viajero medieval, se documentó con relatos antiguos, de viajeros y cruzadas. Libros que mezclaban realidad y fantasía, pero para él todo era información. Había leído especialmente Il Millione y así partió rumbo a las Indias, en busca de los tesoros que había descrito Marco Polo. Su ejemplar anotado en los márgenes reposa en el Archivo de Indias de Sevilla, y en cada página, como si se tratara de una Lonely Planet, señalaba los tesoros a encontrar: unicornios, grifos, elefantes. Lapislázuli, perlas, marfil, turquesas. Y en ese intento de llegar hasta Catai, Mangi y Cipango (Japón), descritas por el veneciano como ricas en oro y piedras preciosas, se topó con América.

El descubrimiento marcó una nueva era, “del tiempo del Este al tiempo del Oeste, del tiempo de las caravanas al de las carabelas”. Pero no hubiera habido hallazgo si dos siglos antes, un comerciante en Venecia no hubiera dictado sus viajes maravillosos.

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Un visionario gran señor

Kublai Khan, el soberano que recibió a los Polo, “no era ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado; rostro muy blanco, adecuadas facciones y mejillas del color de la rosa”. Convirtió una dinastía guerrera en epicentro del comercio y el saber. Unificó Asia bajo sus dominios, su imperio de 60 millones de súbitos contaba con un sistema de seguridad social que proveía comida y vestido a los pobres, canales que comunicaban el norte y el sur, postas que permitían el correo en toda Asia y papel moneda: Marco fue el primer occidental en hacer referencia al uso de billetes, que se implementó en Europa apenas cuatro siglos después. 

Nieto de Gengis Khan, fue también un hombre educado en la filosofía de Confucio, que comprendió que la guerra suponía un daño irreparable para la agricultura y traía pobreza y disturbios. Por eso, en lugar de fortalecer el ejército e incentivar el gasto militar, se dedicó a mejorar el agro, la infraestructura y a apoyar la cultura. Respetaba todos los credos e invitaba sabios para que lo asesoraran en las materias que desconocía y necesitaban atención.

Nuestras deudas con el mercader

Gracias a Marco Polo, Occidente conoció la fisonomía y las costumbres de las ciudades de Asia Central, sus gobernantes y guerras, los grandes palacios de Xanadú y Cambaluc ­­–actual ­Pekín–, el interior de China con sus ríos Azul y Amarillo, las costas asiáticas, las del golfo de Bengala, las africanas e incluso las tierras escandinavas y rusas que habían conocido su padre y su tío. Habló de grandes cachalotes que atacaban barcos y de la pesca de ballenas; de panteras negras, el ébano, los bosques de bambú del oso panda, la recolección de la pimienta, el uso de mosquiteros en la India, la leyenda de Buda, la meditación  y ascetismo de los monjes tibetanos, los brahmanes y los yoguis, los rituales que inspiraron a los misioneros cristianos a idear el Rosario, las primeras descripciones de Sumatra y de un rumiante con cuernos gigantes que hoy se conoce como carnero Marco Polo.

Y no sólo inspiró a Colón. Su relato es el referente de Julio Verne para Claudio Bombarnac, de Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles, de Umberto Eco en Baudolino y de Oscar Wilde en El retrato de Dorian Grey. También, al parecer, Shakespeare se inspiró en un pasaje de su libro para Macbeth.

La diáspora intelectual venezolana

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Escritores, músicos, comunicadores y artistas emigran de Venezuela porque en el régimen de Nicolás Maduro solo el oficialismo tiene voz, y ellos no quieren guardar silencio.

No me despedí de nadie”, dice Lisa Marcela Mata, profesora de Historia y Geografía. Vive en Medellín tras haberse vuelto incómoda para el gobierno de Nicolás Maduro. Trabajaba en el Liceo Andrés Bello, uno de los principales centros educativos de Caracas. Pero cuando cuestionó las políticas que convertían al liceo en una especie de conejillo de Indias del régimen, pasó de docente a opositora, el término más usado en Venezuela para designar a todo aquel que alza la voz contra el oficialismo.

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Lo mismo les pasó a varios actores venezolanos de la serie El comandante, que hoy viven en Bogotá. Interpretar la historia de Hugo Chávez les costó la incertidumbre de no saber si podían regresar. No hay una medida oficial que vete su entrada, pero el segundo del régimen, Diosdado Cabello, a finales de 2016, aseguró en televisión que los involucrados en la serie –escrita, entre otros, por el intelectual Moisés Naím– deberían enfrentar un juicio por traición a la patria si regresan al país.

Transmitir El comandante pasó a ser ilegal en Venezuela. El gobierno tumbó la señal de RCN y TNT, que la emitían. Maduro aseguró que “atentaba contra el legado de Chávez” y la Comisión Nacional de Telecomunicaciones desplegó en las redes la campaña #AquíNoSeHablaMalDeChávez para denunciar cualquier intento de desprestigiar al fallecido presidente. Sony Pictures, tras recibir denuncias como la de Marisabel Rodríguez, exesposa de Chávez, informó a los actores del peligro que corrían si decidían volver.

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El escritor Ibsen Martínez ahora espera envejecer en Bogotá. Cuenta que a mediados de 2014 publicó una columna satírica en el diario TalCual, sobre un alto cargo militar. La consecuencia fue una denuncia penal por difamación que le exigía a la Fiscalía congelar sus cuentas. “No hay exilio, sino exiliados. No he sido perseguido sistemáticamente, pero sí he tenido mis batallas contra el chavismo”.

También es conocido el caso de Tulio Hernández, el periodista que Maduro quiso enjuiciar por llamar a los jóvenes a defenderse de los ataques militares en las revueltas de 2017. El comunicador de 61 años tuvo que cruzar de incógnito la frontera y luego viajar a España donde es, como escribe Juan Cruz, “viajero a su pesar”, igual que tantos compatriotas suyos que viven hoy en la diáspora.

Lo que impulsa la partida

No todos salen por persecución. Leo Campos, escritor y periodista, se marchó cansado de la crisis. Temía verse encerrado en un país donde las aerolíneas han reducido o suspendido sus vuelos (Avianca, Aeroméxico y Lufthansa, entre otras, ya no operan en el aeropuerto de Maiquetía) y los costos de los pasajes se han vuelto imposibles: por un trayecto Caracas-Bogotá se han registrado tarifas de hasta 17 millones de pesos.  

Según Frank Baiz, guionista y exdirector de Investigación de la Cinemateca de Venezuela, quienes no comparten la ideología del gobierno todavía pueden expresarse, no hay una política que pueda calificarse de “acoso intelectual”, pero sí un problema más básico: la supervivencia. “Es muy difícil crear en condiciones tan adversas. La crisis es más humana que sociocultural”, asegura. El país pierde su talento y los que se quedan apenas sobreviven: resulta difícil gastar lo que vale comer en una entrada de cine o teatro. Aun así, “la avidez por la actividad intelectual es inextinguible, y eso ha dotado a la producción artística de una gravedad y un sentido trágico que no tenía”, asegura Martínez. La cultura persiste como espacio de respiración y resistencia.

Pero las cifras de la crisis cultural hablan por sí solas: en 2017, nueve grupos se retiraron del Festival de Teatro de Caracas como protesta por la represión y la escasez. Los productores de cine no pueden recuperar en taquilla los cerca de 650.000 millones de bolívares que cuesta hacer una película. Los espacios culturales se politizan –como la Cinemateca Nacional, que ahora se limita a la propaganda política–. Se han reducido las importaciones de libros. El oficialismo capturó la televisión.

El teatro restringe su actividad nocturna por la inseguridad mientras intenta adaptarse a horarios diurnos y migrar a espacios más seguros. Los periódicos se cierran no solo por censura, sino por falta de papel –en 2008, Venezuela pagaba a Estados Unidos 65 millones de dólares por importaciones de papel, y en 2017, apenas 4 millones, según cifras del gobierno norteamericano–. El apoyo estatal a la cultura y la ciencia disminuye, lo que supone el desamparo de museos, festivales, bibliotecas. Y el premio Rómulo Gallegos, que obtuvieron en su día Vargas Llosa o García Márquez, ya no entrega al ganador los 100.000 dólares que lo acompañaban.

La esperanza se disipa para los que se quedan, dice Baiz, y los que emigran viven el nuevo comienzo con incertidumbre. Un despojo, como en el cuento de Cortázar: “Una suerte de ‘Casa tomada’ donde sientes que hay unos espíritus que te quitaron todo y ahora estás en otro lugar”.

No era un país de emigrantes

“Yo no quería irme. Venezuela no es un país del que se emigra. O no lo era”. Rosa Clemente es escritora y llegó a Bogotá con su familia huyendo de la inseguridad: “Si yo puedo volver a caminar como antes, regreso a reconstruir. No me importa hacer fila para comprar un pan, con tal de que no me maten”. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, se trata del segundo país más violento del mundo que no está en guerra, después de El Salvador: para finales de 2017, la tasa de homicidios era de 89 por cada 100.000 habitantes. El sociólogo Tomás Páez asegura que hay 2,8 millones de venezolanos en la diáspora.

Pero no era una tierra de migrantes. Desde que Colón llegó a sus costas, ha sido la puerta de Suramérica. En la primera mitad del siglo XX, el país vecino ejerció una política de puertas abiertas, por la que entraron miles de extranjeros, sobre todo europeos. Y entre 1970 y 1990, cerca de 2 millones de colombianos se instalaron allí motivados por el bolívar fuerte y la bonanza petrolera. Pero la tendencia se ha invertido. Migración Colombia registra 550.000 migrantes entre legales e ilegales, pero de la “diáspora calificada” no se manejan cifras concretas.

El maestro Jaime Martínez tiene 54 años y toca el oboe. Su historia está ligada al Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela, cuyo impacto se mide por los más de 350.000 jóvenes que lo conforman y el reconocimiento de la Orquesta Simón Bolívar como una de las mejores del mundo. Pero el Sistema tampoco se salva de la crisis. Muchos de sus músicos viven en el exilio. Su salario no supera los 10 dólares al mes y su director, Gustavo Dudamel, prefiere no volver a Venezuela por miedo a represalias. Las importaciones de instrumentos se han reducido un 97 por ciento en los últimos 10 años. Y el gobierno, principal financiador del Sistema, ha suspendido las giras casi en su totalidad.

Y hay músicos perseguidos. “Los regímenes totalitarios se centran en los deportistas y los músicos porque tenemos acceso a los medios. Y eso los pone muy nerviosos”, dice Martínez, que fue director de Artes en el Consejo Nacional de la Cultura. Hoy es músico principal de la Filarmónica de Medellín y profesor universitario, y cuenta que emigró hace dos años para proteger a su familia: un día de 2015, sin avisar a nadie, salió con las pocas pertenencias que cabían en su camioneta. El viaje tardó cuatro días, hasta cruzar la frontera de San Antonio del Táchira. Hoy sigue radicado en Medellín, donde acaba de recibir su pasaporte tras un año de espera, lo que le impidió, entre otras cosas, aceptar invitaciones para representar a su país. “Venezuela está secuestrada”, dice, y no regresará hasta que caiga el régimen.

Los intelectuales y las dictaduras

Los regímenes iberoamericanos del siglo XX forzaron a intelectuales y artistas a salir de sus países: el franquismo exilió a la generación del 27. Neruda, Cabrera Infante y García Márquez sufrieron persecución política. Hoy, inspirados por la dictadura castrista, primero Chávez y ahora Maduro prefieren que los disidentes se vayan: así la resistencia se debilita, la oposición disminuye. “Nadie tiene más interés en que las emigraciones continúen que la propia dictadura”, dice Miguel Henrique Otero, director de El Nacional de Caracas que ejerce también desde el exilio.  

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados cifró en más de 100.000 los venezolanos que solicitan asilo en el extranjero, una cifra comparable con el drama sirio y de Myanmar. Se habla sobre todo de inmigrantes que ejercen trabajos precarios, pero no del tejido intelectual que pierde el país. Según el sociólogo Iván de la Vega, entre 1960 y 1980, Venezuela enviaba masivamente a sus nacionales a formarse en Europa y Estados Unidos. Pero la crisis ha obligado a esos profesionales a emigrar, muchos no vuelven, y el país pierde el capital cualificado que formó durante décadas. “Es una pérdida difícil de contabilizar. Son demasiados, distribuidos en los 5 continentes. Apenas se inicie la transición, uno de los primeros desafíos será estimular el regreso de los que han huido”, escribe Otero.

La idea del regreso

Emigrar es un acto natural para intelectuales y artistas. Pero cuando tienen que marcharse a la fuerza, el arte y la palabra se convierten en forma de lucha y en un modo de mantener su lugar en el mundo. Muchos desean volver por un factor común: la nostalgia. Nadie puede llevarse a toda su familia, a sus amigos ni a sus muertos. “Me despedí de Caracas, pero de algún modo sigo en Venezuela. Pienso en Venezuela, leo sobre Venezuela”, dice Campos, igual que Sinar Alvarado, periodista, quien asegura que la vida del migrante es una esquizofrenia: vive en dos lugares y en ninguno.

La distancia les ha cambiado la mirada. Les ha dado una “sabiduría desengañada”, según Ibsen Martínez. “Me ha permitido ser objetivo y realista, que en este caso equivale a pesimista”, dice Baiz. Algunos incluso renuncian a la idea de patria. ¿Los intelectuales y artistas necesitan una? Muchos no regresarán. No es extraño cultivar la añoranza y reescribir los territorios desde fuera. Los inmigrantes arriesgan su identidad al marcharse y a veces la pierden. Como dijo Descartes: “El que emplea mucho tiempo en viajar acaba por ser extranjero en su propio pai´s”. Pero la extranjeridad es una forma de lucidez. Y esa es la que pierde Venezuela con sus cerebros en la diáspora.

Publicado en la Revista Semana, domingo 4 de marzo de 2018.

Sergio del Molino, la importancia de nombrar

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Del Molino es una de las voces jóvenes más interesantes de España. Es autor de 'La hora violeta', un libro sobre la muerte de su hijo. Y su ensayo “La España vacía” (2016) ha vendido más de 60 mil ejemplares.

Publicado en la revista Arcadia, enero de 2018.


“Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos. Los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Este libro contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición”. Su hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó al hospital diagnosticado con una leucemia agresiva, y estaba a punto de cumplir dos años cuando Sergio del Molino y su mujer, Cristina, arrojaron sus cenizas. Ese es el tiempo en que transcurre la obra que, en 2013, ubicó a este escritor de 38 años entre las voces más destacadas de su generación en España; un tiempo que él llamó La hora violeta.

Desde entonces, la obra de Sergio del Molino ha venido a dar nombre a dos situaciones, ambas dramáticas: la de los padres que pierden a sus hijos y la de un país, España, que desde los años 50 se ha ido quedando despoblado en las zonas rurales –ese éxodo que él denomina “el gran trauma”–. Sus libros son “diccionarios de una sola entrada” que agotan ediciones porque hablan de dolores y nostalgias “que atraviesan países y generaciones”. De hecho, la España vacía es ya un término que los españoles han incluido en el vocabulario cotidiano, y políticos y periodistas lo utilizan con familiaridad sin aludir ya al libro ni a su autor.

Nombrar es privilegio o responsabilidad de quien se adentra en un terreno desconocido. Colón, al llegar a América, bautizó todo aquello con lo que se iba topando. Emocionado ante ese territorio virgen, bautizó islas, cayos, ensenadas y, más tarde, la naturaleza misma, para la que aún no había palabras en su lengua. Algo similar le ocurre a este escritor: obligado a habitar la enfermad (la de su hijo), ese territorio en el que todos somos extranjeros hasta que nos vemos en la obligación de visitarlo, se ve forzado a aprender y a emplear un lenguaje nuevo para navegar en un mundo en el que las reglas son distintas, en el que está solo porque el dolor asusta a los demás, entre diagnósticos, medicamentos impronunciables, miedos y sensaciones desconocidas.

Susan Sontag escribió uno de sus libros más famosos precisamente para explicar cómo las metáforas en torno a la enfermedad hay que ignorarlas porque dificultan su comprensión y hasta su cura. Pero los autores son creadores precisamente porque le brindan importancia al acto de nombrar, y desde “el laberinto del dolor”, buscan las palabras para designar la frustración, la angustia o los hechos de los que son protagonistas a su pesar. A ellas se aferran. Con ellas cartografían un mapa imposible con el que sortean los eufemismos previsibles y las “falacias oportunistas de la autoayuda” que terminan por encogerlo todo en un cliché. “Vuelven tercamente a ellas”, como dice Piedad Bonnett, aunque saben que su testimonio “jamás podrá dar cuenta de lo que está más allá del lenguaje”.

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Contra el olvido

“Existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos”, escribe Sergio del Molino a propósito de la España que desaparece cuando se vacían sus pueblos y mueren sus últimos habitantes, pero que persiste en el legado familiar, en la memoria de hijos y nietos. Y los libros de este escritor zaragozano nacido en Madrid, además de ser relatos en busca de los términos precisos que denominen una tragedia, una nostalgia o un país que ya no existe o nunca fue, son también antídotos para no olvidar. Piedad Bonnett describe su experiencia con Daniel –su hijo de 28 años que decidió terminar con su propia vida– en unas páginas de Lo que no tiene nombre en las que a veces la asalta la angustia y la culpa cuando siente que ya no le duele, que lo olvida, que se le escapa. Así también del Molino termina su hora violeta asegurando que lo peor no es la pena, sino su deseo de que no deje de dolerle nunca. Domestica el dolor, pero no con psicología barata sino con un pacto de convivencia. Porque él es su pena; esa pena es su hijo, y no va a someterlo a esa segunda muerte que es el olvido.

Ese ejercicio de escritura necesario –“no quiero dejar de escribir. No sé qué haré sin estas páginas”, dice– es el “relato de un hecho inexorable”, que no es catarsis porque no purifica ni sana, sino una estrategia para no dejarse ir, para mantenerse vivo. Así lo fue también para algunos sobrevivientes de los campos de concentración: mediante la escritura intentaron recuperar su lugar en el mundo, su nombre –nombrarse de nuevo tras haber sido convertidos en número–, e intentaron también cumplir una especie de mandato como testigos. Primo Levi lo llamó “la alegría liberadora de poder contar”, no porque hubiera nada celebrable en su recuerdo, sino porque sabía que dar testimonio consigue que las cosas existan: las pequeñas historias particulares, de no ser narradas, nadie las conocería: “La prueba de su existencia son estas palabras mías”, decía el escritor italiano. Y Jorge Semprún subrayaba el deber de contar en La escritura o la vida: “Jamás lo sabrán los que no lo han vivido. Jamás realmente... Pero quedan los libros”. Y los lectores agradecemos que esos libros existan. Quizá algún día los necesitemos, si nos tocara habitar territorios similares y dibujar nuestra propia cartografía a tientas.

El mito y el espejo

Sergio del Molino ha dicho en varias ocasiones que “un país sin relato no es un país”. Esto se puede extender a las familias –no hay una sin tíos de leyenda o abuelos héroes que han abierto caminos o librado grandes batallas–, y también a la propia vida. Existimos en la medida en que nos miramos al espejo y nos contamos, reconocemos cicatrices que se convierten en medallas o en la huella de heridas que han dejado de sangrar; en narración. El escritor sabe esto y con talento saca punta a esas mitologías de la patria –los que han influido en la configuración histórica, social y cultural del país–, así como al pasado de las estirpes, los mitos domésticos y las cuitas casi siempre comunes de la juventud, esas que aluden al barrio, a los maestros inolvidables y a  los deseos de escapar de la adolescencia. En esa armazón se basan libros suyos como La mirada de los peces (2016) o Lo que a nadie le importa (2014), que parten de su propia vida, en una línea cercana a las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère o las exploraciones autobiográficas de Karl Ove Knausgård.

La autorreferencia es la tendencia de nuestro tiempo, como dice Pedro Sorela: el yo, la primera persona del singular, gana de lejos. En la literatura contemporánea, cientos de autores cuentan su historia, su lucha, desde la prosa más elevada hasta ejercicios penosos de autoelogio, masturbación textual o cuentos ya muy trasnochados con drogas duras y polvos tristes. La mirada personal de Sergio del Molino está más cerca de las primeras. Sus libros están hechos de escritura confesional y memoria. Se tratan de biografías que, de algún modo, elige y al tiempo crea con la escritura. No porque la invente, sino porque tal vez, y como decía Borges, el realismo es el más fantástico de los delirios literarios.


Pero el escritor sabe que hablar desde ángulos que permiten el reconocimiento es eficaz. Él mismo, cuando alude a La lluvia amarilla de Julio Llamazares (1983) –una novela que habla de España en clave realista, sobre cómo se vació un pueblo del Pirineo en los años 70– asegura que el autor intuía que su libro podía tocar algo muy hondo en muchos lectores, porque iban a sentir que esa novela estaba escrita para ellos, pues les contaba su propia historia. Y él no escapa de esa intuición. Conoce de sobra ese tópico que manda a escribir de la aldea para ser universal –de Tolstoi y García Márquez a Twin Peaks o True Detective–, y su obra también es ese espejo al borde del camino del que hablaba Stendhal: el pueblo de los padres y los abuelos, el país de las nostalgias –el que existe en la memoria–, el barrio periférico y obrero en el que creció la mayoría de su generación, hija de inmigrantes rurales a la ciudad.

Pero del Molino va más allá del puro realismo, y muchos lectores se han reconocido en sus páginas: se saben las mismas canciones, han comido las mismas pipas y fumado los mismos porros, sus barrios, no importa el nombre, son todos el mismo. Incluso sus tedios son parecidos. Cuenta su vida, que es casi la de cualquier español. Y eso, por lo general, triunfa y gana premios: a la gente le gusta verse, oír que esos libros tratan de ellos, compartir las claves de obras que tienen ecos en los noticieros que han visto y cuyos personajes reconocen. De ahí que un escritor como Rafael Chirbes haya sido uno de los más exitosos en los últimos años por escribir sobre la especulación inmobiliaria y retratar la España de la crisis económica. O que la serie más longeva en televisión sea la que recrea una familia desde los años de la Transición hasta hoy. O que entre las películas más taquilleras figuren las que hablan de apellidos vascos y catalanes. Y por eso mismo, La España vacía figura entre los libros más vendidos el año pasado junto con Patria, de Fernando Aramburu, una novela sobre los años más oscuros del País Vasco.

Ese ensayo sobre su país, junto con Lo que a nadie le importa (2014), lo inscriben también en una corriente ya muy reconocible de autores que, en el último lustro, han vuelto a la aldea para contar España. Jenn Díaz (1988), una de las voces jóvenes prometedoras de la Península, hasta inventó un pueblo llamado Belfondo que no solo recuerda a Aracataca sino que sirve para las mismas cosas: “Invocar las mitologías, recrearlas o jugar con ellas desde la contemporaneidad”.

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Ensayista experimental

El hecho de que Sergio del Molino parta de su vida para moldear su narrativa obliga a ubicarlo muy cerca del ensayo experimental y en movimiento, como lo ha denominado Jorge Carrión: obras en las que el reportaje, la autobiografía, el ensayo mismo y el relato de viajes se mezclan, se agrandan o se achican en función de las necesidades del relato. La España vacía pertenece a un grupo de obras en el que caben Los trazos de la canción de Bruce Chatwin, las Librerías de Carrión o el Leviatán de Philip Hoare, comunes por su mezcla de géneros.

Es autobiografía: alude a su infancia en un pueblo valenciano, entre la playa y los naranjos. Es divulgación y periodismo sobre densidades de población, divisiones territoriales, vicios de la clase política (con sus barones y caciques), causas y consecuencias de la despoblación. Es traducción de esa diáspora rural en clave de crónica. Es un libro que acude a la historia monárquica, franquista y republicana, y un diálogo literario con Machado, Azorín, Unamuno, la Generación del 98. También es trozos de biografía comentada de Bécquer, notas al pie del Quijote o de las traducciones de Gautier, además de un libro de viajes. Hay especulación, poesía y libertad. Y es un libro que bebe de El interior de Martín Caparrós en su idea de recorrer un país en función de entender cómo se arma y de desenmarañar esa abstracción, ese invento que es la patria, las “razones que hacen creer que somos algo todos juntos”. Del Molino recorre pueblos de los que ningún extranjero ha oído hablar porque todavía no salen en las guías turísticas –las Hurdes, Fago, Sanabria– aunque ya lo intentan, como única posibilidad de supervivencia, y para ello convierten cada villa en un parque temático que escenifica un pasado que, a veces, ni siquiera existió. En ese recorrido, el autor consigue explicar esas dos Españas que existen: la urbana y europea, y la vacía, interior y despoblada (con zonas donde la tasa de habitantes por kilómetro cuadrado solo es equiparable a la del norte de Suecia y a la región ártica de Finlandia). “Dos Españas cuya comunicación ha sido y es difícil, que se han mirado con desconfianza. A menudo, parecen países distintos y, sin embargo, no se entienden el uno sin el otro”.

En definitiva, los libros de del Molino son, sobre todo, diálogos. Periodista de formación y oficio, acude a todas las fuentes posibles para conversar con ellas, y al hacerlo va trazando el mapa de ese país que es, además de real, un estado mental, un territorio literario, hecho de mitos y letras, “que existe sobre todo en la memoria de quienes lo habitaron”. Él provee el relato que le faltaba para terminar de reconocerse. Por eso funciona tan bien su España vacía: porque al explicar el mito, también lo afianza.  

Un escritor contemporáneo

A pesar de la dimensión de sus temas, de la magnitud de la tragedia personal de perder a un hijo o la pompa y ceremonia con la que se habla casi siempre de la patria, Sergio del Molino es todo menos solemne. Quita hierro a lo que se sacraliza, sin trivializar tampoco el horror o la pena. Llora sin dificultad en sus páginas, se enfada, se impacienta, es irreverente, divertido, y no disimula alguna soberbia perdonable. No es meditabundo, condescendiente, consolador ni melodramático. Evita cuidadosamente las palabras pesadas, la excesiva simbología, los trazos gruesos o la empatía simple. No hay nada en él de nacionalista o patriotero –su patriotismo no va más allá de reconocer los trozos de esa España de los que está hecho–. Sin apriorismos, elude con cuidado esos lugares comunes de su país. Y se muestra desnudo en una época en la que, aunque parece que nos exhibimos todo el tiempo en Internet, lo hacemos casi siempre con impostura. Él lo hace sin vergüenza, sin retoques, “respetando las emociones vividas” y “las impurezas que las hacen verdaderas”. Con honradez: revisa su pasado, se cuestiona haberle fallado a su viejo profesor, escribe una carta de amor a su hijo, dialoga y revisa con cuidado los mitos de su país y los suyos. Es un hombre que escribe desde “el amor a lo real de su vida”, como dijo de él Antonio Muñoz Molina.

Basta oír sus fabulosas intervenciones en La Cultureta, el programa de radio en el que participa los fines de semana, para notar que es un intelectual sin pose. También es un autor contemporáneo muy activo en las redes sociales, tuitero y actualizador de estados en Facebook en los que habla de política, series, lecturas, de su paternidad, de su oficio como “plumilla” o amo de casa, o su papel de escritor que participa en festivales y firma libros sin acritud. Pero Sergio del Molino es, sobre todo, literatura. “Vive por ella”. Y se le nota. Un escritor es aquel que somete su destino al tamiz de las palabras. Y con ellas, la belleza emana incluso de los dramas más profundos. Esa es la que él persigue. Y logra, al crear su propio mapa sentimental, habitar ese mundo.

Publicado en Revista Arcadia. Enero de 2018.

Vale por un velero

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El Buque ARC Gloria, la universidad flotante en la que los jóvenes de la Armada Nacional aprenden a leer las estrellas y a vivir en el mar, cumple 50 años esta semana.

Publicado en el periódico El Colombiano, domingo 4 de marzo de 2018.

Los marineros no siempre nacen junto al mar. El pirata Francis Drake vino al mundo en Tavistock, un pueblito del condado de Davon en Inglaterra, y Américo Vespucio lo hizo en Florencia, a la orilla del río Arno, muy lejos de la costa italiana.

Muchos de los tripulantes del Buque Gloria también decidieron hacerse a la mar desde tierra seca. El guardiamarina Andrés Umaña, por ejemplo, ni había pisado antes una playa. “En mi ciudad solo hay un río y me olía mal”, dice. Él nació en Cali y cuenta que terminó en la Marina solo porque quería ser militar. Jamás pensó que iba a hacer lagartijas en el bochorno del mediodía de Cartagena ni a entrenarse para ser oficial en la costa Caribe. El caso de su compañera

Juliana Álvarez, también estudiante de último año en la Escuela Naval de Cadetes, es parecido. De Riosucio, el municipio caldense entre la ladera de los Andes y la ribera del Cauca, ella había oído las anécdotas de unos primos lejanos, miembros de la marina mercante, pero decidió empezar una vida entre fragatas, barcos y corbetas sin haber leído siquiera una historia de piratas.

Álvarez y Umaña, junto a otros 74 cadetes y un grupo de oficiales y suboficiales al mando del capitán de navío, Mauricio Echandía, pasaron 167 días a bordo como parte de su último año de estudios.

Ellos coinciden en que esta travesía de casi seis meses es un premio, pero se trata, sobre todo, de un viaje de formación: 24 días en puerto, y el resto, clases. El Gloria es una extensión de la Escuela Almirante Padilla, en la que los cadetes aprenden a leer las estrellas y orientarse con las constelaciones, maniobrar velas y cabos, controlar averías, descifrar cartas de navegación, utilizar barómetros, compases, sextantes, catalejos y GPS, reconocer la fuerza del viento y las mareas, identificar las luces de otros barcos, el lenguaje de las banderas marinas y los tipos de faros.

Parece el salón ideal, entre el cielo y el agua, y al mismo tiempo involucra las dificultades de convivir con compañeros de otros semestres –con las respectivas rivalidades entre antigüedades–, y en un espacio muy reducido.

Porque todo es pequeño cuando se trata de un barco: la cocina que alimenta a los 152 tripulantes no es más grande que la de un apartamento pequeño, y el “rancho general” (el cuarto que se ubica bajo la vela principal) no es mucho más amplio que un aula común y corriente –64 metros cuadrados–.

Allí cuelgan del techo las hamacas en las que duermen y, durante el día, los pupitres en los que toman sus lecciones. También es el lugar para comer y en el que se preparan en las mañanas para sus entrenamientos y guardias. Ese momento, mientras embolan sus botas y se ponen el uniforme, es cuando se cuentan historias. Porque el tiempo libre es limitado. En el buque Gloria se estudia y se trabaja.

Una historia en cada puerto

A pesar de que la travesía equivale a un semestre universitario, tiene momentos en los que se parece a un crucero de vacaciones y a los paseos de graduación. Juegan fútbol y trotan en cubierta, hacen turismo en las ciudades que visitan y hasta salen de shopping.

En el puerto de Charlestón, en Estados Unidos, compraron ropa; en Bélgica, chocolates y cervezas; en San Petersburgo, matrioskas como suvenir para sus familias. Tampoco pueden cargar mucho: precisamente porque en el barco el espacio es limitado, solo pueden llevar lo que les quepa en un armario de 50 por 70 centímetros, ya ocupado en su mayoría por su dotación.

Después de 40 días navegando, Umaña cuenta que se bajan en los puertos como hormigas después de la lluvia. Todos respetan el código militar y el uniforme. Más maduros que un universitario corriente, saben que representan al país. No beben ni fuman a bordo. Sí bailan y salen de pa- rranda cada vez que el buque atraca, contagian los bares con la alegría colombiana –como sucedió una noche en Gotemburgo, Suecia– y dejan incluso un amor en cada puerto, de acuerdo con la tradición de los hombres del mar.

En Halifax, Canadá, tres chicas miraban desde sus motos como zarpaba el Gloria y, con él, una breve historia de amor. En Antwerp, Bélgica, una profesora de natación le prometió a su cadete ir a verlo cuando el buque atracara en España. Ahora son amigos en Facebook y cada vez que tiene señal y el reglamento lo permite, le manda un mensaje.

Aunque todos cargan teléfonos inteligentes, parte de su formación militar consiste en aprender a sortear el apego y la nostalgia. Pasan muchos días en altamar, donde no hay señal de ningún tipo, y desde el primer semestre, en el internado de la Escuela Naval, aprenden a comunicarse con sus familias una vez al mes y por carta. Aunque lo parezca, no se trata de un anacronismo. La guardiamarina Álvarez explica que en una guerra electrónica lo primero que se pierden son los equipos de comunicaciones y cualquier indiscreción podría delatar la posición al enemigo. Por eso ellos se entrenan para manejar los instrumentos tradicionales y comunicarse a través de códigos que siguen vigentes aunque parezcan antiguos.

La vida en Altamar

La experiencia de cruzar el Atlántico hoy tiene poco que ver con la de marineros como Colón o Magallanes. En aquella época naufragaba una de cada cuatro embarcaciones y el viaje significaba soportar todo tipo de penurias: viajaban hacinados, la dieta era precaria y tenían que lidiar con el escorbuto, el tifus y las diarreas, los asaltos de piratas, el pésimo estado de los barcos e incluso las ratas y pulgas que abundaban en las escotillas. Eran tan duras las condiciones que hubo un tiempo en que los viajeros debían hacer un testamento antes de partir.

No es el caso de los tripulantes del ARC Gloria. Un grupo de bomberos suecos que visitó el buque en Gotemburgo, junto a un militar de la unidad de submarinos de la armada de ese país, lo alabó por su mantenimiento y su limpieza. Los cadetes cuentan que la comida a bordo es deliciosa –es típica colombiana– y que lo máximo que han tenido que soportar es el mareo.

Igual han sorteado una tormenta, en la que parecía una noche tranquila rumbo a Bélgica. En el mar las condiciones cambian de golpe. El viento empezó a soplar a 55 nudos (100 km/h, una tempestad violenta) y escoró el buque. Entonces sonó el pito de emergencia –en un barco mili- tar, el lenguaje consiste en pitadas de diverso tipo–. Y como en un baile, los alumnos se distribuyeron para subir sobre las vergas. En menos de diez minutos, equipados con arneses de seguridad, mojados por la lluvia y helados por el viento, recogieron las velas mientras el comandante de cargo daba la orden de encender el motor propulsor. Se trata de un bergantín y el motor se utiliza para entrar en puerto o sortear el mal tiempo. Y así salieron de la tempestad.

Ya se sabe: los barcos están seguros en tierra firme, pero no fueron hechos para eso, como reza un antiguo proverbio oriental, o como dijo Roosevelt, ningún mar en calma hizo experto a un marinero.

¿Por qué Gloria?

Como las grandes ideas, el Gloria también comenzó en un trozo de papel. Era 1966 y Colombia necesitaba un barco para entrenar sus almirantes. El dinero del gobierno no llegaba. Hasta que el Ministro de Defensa y General Gabriel Rebeiz Pizarro, en una reunión social y ante la insistencia del comandante de la Armada, dio su apoyo al proyecto y escribió en una servilleta: “Vale por un Velero”.

Dos años más tarde, el buque –bautizado en honor a Gloria Zawadsky, la mujer del ministro, que murió antes de verlo terminado– se convirtió en el Alma Máter de los marinos de Colombia. Desde entonces es además de un apoyo a la política exterior del Estado, un embajador que recibe cientos de visitantes en cada puerto que atraca.

El Gloria es el más pequeño y antiguo de cuatro veleros hermanos construidos por el mismo astillero y que hoy son parte de las armadas de Venezuela, Ecuador y México. Desde que empezó en 1968, ha navegado cerca de 15 mil millas náuticas, el equivalente a 39 vueltas al mundo. Este año es, precisamente, su 50 cumpleaños.

Para los cruceros de cadetes, el buque es sobre todo una experiencia para la vida. El viaje no se puede comunicar, ni aunque se quiera. Las palabras son casi siempre insuficientes. Igual que Flaubert, que al llegar a Egipto se quejó de tener que comparar las estrellas del desierto con diamantes, la guardiamarina Álvarez se lamenta de no poder transmitirle a su madre la belleza de los paisajes que ha visto en la travesía.

La luna roja entre Halifax y Amberes, los amaneceres de colores, el canal de la Mancha, la majestuosidad de ciudades como San Petersburgo, en Rusia, y Casablanca, en Marruecos, o la emoción que supone para quien no conoce el mar navegarlo por primera vez.

O esa noche en la que mientras estaba de guardia en el alerón vio cómo el mar pasó de gris a fluorescente. En la proa, los delfines jugaban alrededor de María Salud –la talla de madera que decora el mas- carón del barco– y también brillaban. Álvarez supo después que se trataba del plancton que ilumina por las noches el agua.

Estas y otras historias son las que cuentan los marineros al volver a casa, que regresan no solo llenos de conocimientos navales sino con los aprendizajes que provee un gran viaje: la conquista de la soledad, el descubrimiento de los otros y la adicción a la distancia, al camino.

La información en la era de la posverdad: retos, mea culpas y antídotos

Seguro que cuando el dramaturgo Steve Tesich utilizó en 1992 el término posverdad en un artículo para la revista The Nation, no se imaginó que veinte años después el neologismo sería incluido en el diccionario. El texto describía lo que el autor llamó entonces “Síndrome Watergate”, por el cual los escándalos y revelaciones sobre la presidencia de Nixon, la administración Reagan o la guerra del Golfo no generaban indignación en los norteamericanos sino, por el contrario, una especie de desprecio por las verdades incómodas. “En lugar de mirar los hechos, nos distanciamos de la verdad. Asociamos ‘verdad’ con ‘malas noticias’ –y no queríamos malas noticias–, olvidando lo vitales que son para la salud de la Nación”. Tesich concluía que las implicaciones para el futuro de Estados Unidos serían terribles: “Antes, los dictadores debían trabajar duro para suprimir la verdad. Pero nosotros, con nuestras acciones, les estamos diciendo que eso ya no es necesario. Como seres libres, hemos decidido libremente que queremos vivir en el mundo de la posverdad”.

Sus palabras resultaron visionarias. Parecen escritas para el periódico de esta mañana. Y así lo confirmó en noviembre pasado la Oxford University Press al elegir ‘post-truth’ como la palabra del año, para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

El término pretende describir la conmoción que han supuesto el Brexit, la derrota de Hillary Clinton y el triunfo del NO en el Plebiscito por la paz en Colombia, acontecimientos que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist lo explicaba en su artículo Art of lie, a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política 'posverdad': una confianza en afirmaciones que se 'sienten verdad' pero no se apoyan en la realidad”. Entre otras razones, el término fue elegido porque su uso aumentó dos mil por ciento respecto al año 2015.

Alex Grijelmo indica que el prefijo post- (abreviado en pos-) se usa para denotar una situación ya superada, pero no necesariamente desaparecida: “así, al mencionar “la era posindustrial” no se pretende señalar que no existan industrias, sino que ese sector dejó de ejercer su papel fundamental. De igual modo, era posverdad no significa que la verdad se haya evaporado, sino que ha dejado de ser prioritaria”.

Los ejemplos de posverdad son muchos. Sólo en el último año, en Estados Unidos circuló un falso certificado de nacimiento de Barack Obama, según el cual el presidente no habría nacido en Hawái sino en Kenia. A su vez, la extrema derecha, para desacreditar el Obamacare, proclamó la existencia de un “comité de la muerte”, un supuesto grupo de médicos que podía decidir por su cuenta practicar la eutanasia a enfermos crónicos y ancianos en los hospitales. También tuvo mucho eco un supuesto mensaje en el que el Papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano (960.000 likes y compartidos), otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual Hillary estaría involucrada en varias muertes, entre ellas la de un agente del FBI que había filtrado sus correos electrónicos. En Colombia, por Facebook y WhatsApp, circularon cadenas que afirmaban que, de ganar el Sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial y que los votos del No serían cambiados gracias a los lapiceros borrables que se instalarían en las mesas de votación. También se alegaba una supuesta ideología de género en el Acuerdo de paz, que éste implicaba una eliminación de subsidios a los más pobres y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo falso, que en estos tiempos no sobra repetirlo; pero mentiras orquestadas desde las altas esferas y que millones de ciudadanos creyeron y ayudaron a difundir en cada muro de sus redes sociales.

 

La verdad en los tiempos de Facebook y Twitter

Una de las razones que explican la propagación de contenidos dudosos tiene que ver con cuestiones psicológicas y de dinámicas de redes. Investigadores como Yochai Benkler, de la universidad de Harvard, apuntan a que los seres humanos con intereses afines tienden a encontrarse –hoy ayudados por las plataformas sociales en Internet–, y crean clústeres en los que grupos de individuos, con informaciones acomodaticias, ratifican entre sí sus creencias descartando los datos que apuntan en direcciones opuestas a sus prejuicios. Esto genera burbujas de información en las que sólo ven –vemos– contenidos afines a nuestros pensamientos y amigos.

Y esto preocupa especialmente cuando estudios como los del Pew Research Center confirman que el 62% de las personas emplean las redes sociales para informarse. Como explica Bill Maher, comentarista político estadounidense, antes los ciudadanos iban a los periódicos, se informaban en la prensa tradicional, porque sabían que en las redacciones se diferenciaba claramente la verdad de la ficción, porque había gente que había estudiado para hacer ese trabajo. Pero ahora la gente se informa por Facebook, a través de lo que otras personas comparten, lo que se puede comparar con lo que antes era el "dicen por ahí", y esas fuentes casi nunca son confiables. En vez de lo que se produce en una sala de redacción, se fían de lo que comparte una tía, una prima o un desconocido. Y esas mismas personas creen que si una noticia es relevante, ya los alcanzará. Pero no es cierto, ya que en las redes esa noticia importante compite con memes, fotos de cumpleaños, payasos locos, videos virales y algoritmos. 

De hecho, hay estudios que confirman que, durante la recta final de la campaña presidencial en Estados Unidos, las noticias falsas tuvieron más comentarios, ‘me gusta’ y compartidos que las noticias reales. Investigadores como filippo Menczer, del Observatorio de Redes Sociales de la Universidad de Indiana, concluyen que ya no hay casi ninguna diferencia entre la popularidad de artículos desinformativos y artículos con información fiable. El número de shares es prácticamente el mismo. En otras palabras, no hay ninguna ventaja en decir la verdad.

Además, hay otros datos que resultan todavía más alarmantes: según informa también el Pew Research Center, el 23% de las personas admite haber compartido noticias que luego resultaron falsas, y el 14% a sabiendas de que lo eran.

Y todo esto sucede apenas unos meses después de que Facebook despidiera a los dieciocho editores que seleccionaban las noticias destacadas en el timeline de sus usuarios en favor de un algoritmo para hacer ese trabajo. La plataforma fue acusada de influir en el resultado de las elecciones por ser una de las principales plataformas para la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg, en principio, intentó distanciar a su plataforma de la polémica, ha terminado sumándose a los esfuerzos de Google para impedir la publicidad de páginas web que promueven bulos informativos, así como los grandes medios han fortalecido sus equipos de verificadores de datos. Es verdad que las noticias falsas por si solas no explican en resultado del Brexit, a Trump o el No, pero sí es claro que la dieta informativa ha resultado determinante.

 

La verdad, ¿irrelevante?

El triunfo de la posverdad ha llevado a muchos analistas a hablar de un cambio de paradigma. Es cierto que el embuste informativo ha existido siempre –como recordaba un periodista hace poco, los sofistas griegos ya eran maestros en manejar el lenguaje para demostrar que el veloz Aquiles nunca podría alcanzar a la tortuga–, pero sí preocupa el hecho de que la verdad parece haber dejado de ser relevante. Mucho de lo que hoy se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad y abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia, mientras el resto difunde esos bulos por ignorancia.

Si estamos de acuerdo en que la democracia y la libertad se basan en la evidencia y la verdad, el periodismo y su misión de informar cobran de nuevo toda su importancia. De hecho, la prensa es una de las pocas instituciones –junto con la ciencia, la justicia, y el sector educativo– que puede realmente construir defensas sólidas contra los peligros que conlleva la posverdad, entre ellos la manipulación, la alienación, la aniquilación del pensamiento crítico y las derivas autoritarias que desembocan luego en totalitarismos.

Ante una sociedad emocional que actúa y vota por miedo, rabia, descontento, proteccionismo e inconformidad, ante el fracaso de los líderes tradicionales, dirigentes que no dicen la verdad y ciudadanos a los que hace tiempo les dejó de importar la cosa pública, la prensa debe recuperar su histórico papel de Cuarto poder, pero primero, la confianza y credibilidad que le ha perdido el ciudadano. Ante las mentiras que crean una imagen falsa del mundo –armas en Irak, teorías conspiratorias, manipulación del ciudadano en procesos electorales– está llamada a posicionarse de nuevo como fuente primera, fiable y competente por encima de blogs anónimos, portales seudoinformativos y fuentes de calidad cuestionable.

El problema es el periodismo, en la pelea por la rentabilidad y los clics, también ha incurrido en el favorecimiento de la emotividad de la audiencia en detrimento del pensamiento crítico. Los contenidos pasaron a ser menos importantes que sus efectos virales. Como escribió Martín Caparrós en El País, comunicar, contar, analizar y hacer preguntas ha dejado de estar antes que el tráfico.

Craig Silverman, editor de BuzzFeed Canadá, explica que demasiado a menudo las organizaciones de noticias han contribuido en la propagación de falsedades y contenidos dudosos, polucionando el flujo de información digital, necesitados igualmente del tirón de la viralidad. También The economist, en su artículo Yes, I lie to you, lo explicaba: “La fragmentación de las fuentes informativas ha creado un mundo atomizado en el que las mentiras, los rumores y los chismes se propagan a una velocidad alarmante. Las mentiras que se comparten ampliamente en las redes sociales, cuyos miembros confían más en sus iguales que en cualquier medio de comunicación, adquieren rápidamente la apariencia de verdad. Las supuestas evidencias hacen que la gente descarte rápidamente los hechos para creer en esas que ratifican creencias muy solidificadas. Y la falsa objetividad del periodismo tampoco ayuda. En aras de ese equilibrio, muchas veces se incurre en el error de dar el mismo espacio a la verdad y a la mentira. Y según eso, todo es relativo. Todo es opinable. Y es la sociedad la que paga el costo”.

 

¿Qué hacer entonces?

Es cierto que en la elección de Donald Trump la prensa tiene gran parte de responsabilidad. Las cadenas de televisión y periódicos americanos le dieron al candidato la mayor exposición mediática en la historia de Estados Unidos: cubrieron cada rally de campaña; lo hicieron ver como presidente antes de serlo y, durante las primarias, recibió tres veces más cobertura que el resto de los candidatos republicanos y el doble que Hillary Clinton y Bernie Sanders juntos. Esto, sumado a la guerra de los clics, sus errores históricos y su aporte en la contaminación del flujo informativo, obliga a la prensa a hacer un mea culpa y todos los esfuerzos para recuperar el respeto del público.

Pero la solución al problema de la posverdad no pasa solo los periodistas. La responsabilidad recae también en las redes sociales. Facebook, Twitter y compañía deberán ser más transparentes respecto a sus algoritmos y trabajar de la mano de profesionales de la información –ya empiezan a hacerlo– para incorporar fórmulas que refuercen menos las creencias de los usuarios en pro de más información basada en hechos. Algoritmos que eviten la propagación de noticias falsas y privilegien los contenidos de quienes invierten en sus contenidos, que someten sus productos mediáticos a controles de calidad y rinden cuentas. Como escribe David Alandete: “un algoritmo nunca podrá hacer periodismo, pero puede aprender a identificar a aquellos que lo hacen, por el bien de todos”.

A su vez, todos los ciudadanos debemos asumir nuestra responsabilidad como usuarios, hacer un esfuerzo adicional a la hora de consumir y producir en las redes sociales. Antes de compartir un contenido, preguntarnos: ¿Alguien ha verificado esta información? ¿Es ésta una fuente primaria y confiable o, por el contrario, tiene algún interés involucrado en la noticia? ¿Suele, este medio de comunicación, corregir informaciones tendenciosas o equivocadas o más bien insiste en contenidos ambiguos o teorías conspiratorias? Como recuerda Brooke Borel, periodista científico americano, todos debemos recordar que cada que damos un me gusta nuestros contactos se convierten en audiencia de ese contenido. Un clic es una firma. Un signo de aprobación. Y las cosas empezarán a cambiar si no perdemos de vista ese postulado.

 

Motivos para el optimismo

La verdad ha perdido valor. La gente es cada vez más indiferente a las evidencias, las pruebas, los hechos comprobados. Es cierto. Pero quizá aún queden razones para no ser tan pesimistas. En contraste con el auge de las noticias falsas, a finales de enero, The New York Times confirmaba que había sumado, a sus casi dos millones de abonados a su edición digital, casi trecientos mil nuevos suscriptores en el último trimestre del 2016, un crecimiento del 19% respecto al trimestre anterior. También The Wall Street Journal añadió ciento trece mil lectores en ese mismo periodo. El número de suscriptores del Financial Times subió un 6% y canales como CNN y MSNBC ven crecer sus índices de audiencia en casi un 40%, según informa Nielsen.

A su vez, las voces de los ciudadanos se escuchan cada vez con más fuerza y parecen sumarse al desafío. Sucedió con la marcha multitudinaria de mujeres tras la posesión de Donald Trump, las manifestaciones de cientos de personas frente al edificio del NYT declarándole su apoyo tras los ataques del presidente vía Twitter o los cerca de 80 millones de dólares en donaciones que recibió la Unión Americana de Libertades individuales después de las elecciones, cuyo número de miembros también se ha casi duplicado desde entonces. Como escribe Joseph Stiglitz, la luz de esperanza en el nubarrón Trump está en este nuevo sentido de solidaridad con respecto a los valores fundamentales, tales como la tolerancia y la igualdad, que ahora se sustentan por la toma de conciencia del fanatismo y misoginia.

Pero quizá el primerísimo primer paso consista en volver a llamar las cosas por su nombre, y en vez de hablar de posverdad o aceptar los hechos alternativos que propone la jefa de prensa de la Casa Blanca, volver a hablar de bulo, estafa, falsedad y mentira. Porque de lo contrario sucederá como en el 1984 de George Orwell, cuando el pueblo aceptaba que el Ministerio de la Verdad reemplazara oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir malo, con el fin “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”.

Porque no podemos olvidar que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la civilización y la democracia. Si la verdad deja de importar, su poder para resolver los problemas de una sociedad se ve realmente perjudicado. Como escribe Jonathan Freedland en The Guardian, ahora la gente trata los datos igual que a las opiniones: descarta las que no le gustan. Y si no importan los datos entonces tampoco puede existir el consenso: no podríamos creer en nada de lo que vemos y todo podría ser una conspiración, un mito o un engaño. Siempre habrá quien diga que los muertos en Alepo o el niño rescatado allí son un montaje, y quien negará el cambio climático a pesar del grosor de las evidencias. Pero hay que hacer más esfuerzos para que sus mentiras y negación de la evidencia no tengan un altavoz tan vasto.

Y no es el tiempo de seguir hablando de la muerte del periodismo sino lo contrario: del periodismo con futuro, con profesionales capaces de asumir todos estos desafíos. Menuda contradicción sería sino que, en la Sociedad de la información, siguiéramos más desinformados que nunca, o no tuvieran cabida a los profesionales de la información. Como dijo el escritor David Roberts, en un partido se necesitan referees, no todos pueden ser jugadores.

Hace tiempo que distintas teorías posmodernas y otras más antiguas empezaron a cuestionar la verdad en pro de una versión más plural y relativa. Pero la realidad –esa palabra que Nabokov decía que no significaba nada sin comillas– no es sinónimo de verdad, hechos y datos. La realidad puede ser múltiple, porosa, ambigüa, pero no así los hechos y los datos. Esos son simples, obvios, inmodificables. El agua sigue mojando. El sol sale todos los días. 

*Texto publicado en la edición 112 de El Eafitense. Mayo 2017

Buscar a un cosmopolita. La Italia de Stendhal

Si uno quisiera ir tras las huellas del autor de 'Rojo y Negro', ¿dónde empezar a buscarlo? ¿Es posible encontrar a Stendhal en Francia, donde nació, o en Italia, su patria adoptiva? ¿Cómo encontrar a un hombre que se escondió detrás de casi 200 seudónimos, que disfrazó de novelas sus autobiografías y mintió en sus diarios de viaje?

 

Todo escritor es, de algún modo, un peregrino. Devotos de esa religión que es también la literatura, buscamos a Kafka entre la bruma de Praga, a Joyce en Dublín, a Pessoa en el café A Brasileira de Lisboa y a Tolstoi en Yásnaia Poliana, en ese montículo que es su tumba sin nombre. 

Yo busqué a Stendhal por primera vez en París, en la rue Richelieu, esa calle que comienza en el carrusel del Louvre y sobre la que están la Biblioteca Nacional, la Comédie Française y el Palais Royal. En esa búsqueda me tropecé primero con Diderot, en el número 39, donde concibió su Enciclopedia. En el 40 fue Molière, en ese escenario de leyenda en el que se supone que murió tras la representación de su Enfermo imaginario. Pero un par de cuadras más adelante, en el 61, ahí estaba: al lado de un restaurante thai, el edificio de seis plantas en el que Henri Beyle, Stendhal, escribió sus Paseos por Roma y Rojo y Negro, su novela más famosa. Y en el 71, el apartamento en el que redactó uno de sus tantos testamentos, donde pensó en suicidarse. Luego fui la rue Caumartin, donde otra placa recuerda que, en el cuarto piso, compuso y dictó La cartuja de Parma en un tiempo record de 52 días.

Pero después de visitar ambos lugares, la sensación fue de vacío. La presencia de Cavafis es llamativa en su casa en Alejandría –cercana a un burdel, un hospital y una iglesia (remedios para el cuerpo, la carne y el alma, como él decía)– y a Dostoievski todavía se le intuye tras su escritorio en San Petersburgo. Pero Stendhal no estaba allí. No lo encontré entonces en París como tampoco años más tarde en Grenoble, la ciudad en la que nació y detestaba –igual que todo lo provinciano (encontraba su aire asfixiante y sus calles malolientes, le daba nauseas)–. Ni siquiera tras hacer el recorrido que hoy ofrece el ayuntamiento por los que fueran sus escenarios: la casa natal, donde pasó sus años más felices hasta la temprana muerte de su madre, la casa del abuelo Gagnon, en la que vivió hasta los 16, el liceo que hoy lleva su nombre y la Biblioteca Municipal que guarda sus manuscritos, esos que reposaron entre el polvo y el olvido casi medio siglo y que conocemos solo gracias a Stanislas Stryienski, un joven profesor polaco que los descubrió en 1888 y decidió buscarles editor, cumpliendo así el presagio del propio Stendhal que aseguró que sería leído en un futuro lejano, no menos de 50 años después de su muerte (de nada le sirvió en vida el elogioso artículo de Balzac sobre La cartuja. Él es, probablemente, el escritor del que más se ha escrito a partir de unos años después de su muerte).

Entonces empecé a entender: si es fácil rastrear los pasos de un artista en una sola ciudad eso suele significar que aquel no fue un viajero. No se encuentra a Saint-Exupéry en Lyon como tampoco a Stevenson en Escocia o a Casanova en Venecia, aunque lo intenten las guías turísticas. Y Stendhal fue precisamente eso: un turista, un europeo, un cosmopolita.

 

El rastro de un turista

Aunque conocemos a Stendhal principalmente como novelista –el padre de la novela moderna, según tantos especialistas–, él fue sobre todo un escritor de no ficción: textos autobiográficos disfrazados de novelas, biografías, ensayos sobre pintura, literatura o sobre el amor, crónicas de sucesos y, en especial, un vasto testimonio de sus viajes. Fue, sobre todo, un escritor viajero, de esos que hacen del viaje una forma de vida elegida y para los que el movimiento es una necesidad vital. Gracias a su primo Pierre Daru, quien fuera entonces la mano derecha de Napoleón, ingresó en el Ejército en 1799 y a partir de entonces el destino hizo de él un viajero infatigable: huyó de su tierra natal de provincias hacia París y de ahí a las gestas napoleónicas, con las que recorrió por primera vez el continente y lo llevaron hasta la campaña de Rusia. Más adelante, ya como burócrata del Imperio –prefecto, intendente, cónsul– su vida fue un constante ir y venir entre Francia e Italia, con estancias temporales en Suiza, Alemania, Holanda e Inglaterra.

Esos viajes lo convirtieron en un hombre de vocación cosmopolita. Sus libros dan testimonio de su fascinación por Europa –entre ellos Paseos por Roma, Memorias de un turista y Roma, Nápoles y Florencia–, y guardan la mirada de un adelantado de su tiempo, antichauvinista, gran observador y apasionado de las artes. Él fue el “verdadero descubridor del alma europea”, según Nietzsche, y “el primer gran europeo después de Montaigne”, como lo definen sus biógrafos.

Pero entre todos los destinos de su vida itinerante, Italia fue su tierra prometida, su patria por elección, un país del que escribió con una admiración contagiosa y en el que encontró todo lo que, según él, sus compatriotas franceses no eran: apasionados, irreflexivos, vitalistas, enamorados, caprichosos, encaminados a la búsqueda de la felicidad. Allí completó su formación artística, conoció sus grandes pasiones –la música, la pintura, la belleza y las mujeres (la estética que lo mantenía vivo)–, donde se descubrió ciudadano del mundo y se hizo escritor. Pasó, todo sumado, diecisiete años en ese país, que fue, de hecho, el que quiso que figurara en su epitafio: “Arrigo Beyle, milanese”, que luego quiso modificar por “Arrigo Beyle, romano”, cuando se enamoró más adelante de la ‘Ciudad Eterna’.

Ese deseo de no pertenecer a un sitio sino a otro era un ansia por completo nueva en su época: no era para nada corriente que un escritor rindiera tan poca reverencia a la patria que le había asignado el destino. Como nuevo fue también que utilizara la figura de un turista como protagonista, en un libro que escribió influenciado por el Viaje sentimental de Sterne y las Cartas persas de Montesquieu. Stendhal era consciente de que el viaje había cambiado y poco a poco se convertía en una práctica abierta, ya no de formación como el Grand tour, exclusivo de las clases aristocráticas. Él no es ni mucho menos el responsable del anglicismo, pero lo usa –es el primer escritor en hacerlo– consciente de esa nueva realidad. Su viajero es un burgués como él mismo: un hombre culto y de buen gusto, con un alma sensible, al que le gusta visitar museos, ir al teatro y hablar de arte y literatura. Y ello sólo se entiende por la pasión por la libertad que presidió la vida y obra de Stendhal, que viajaba impulsado por sus pasiones, que odiaba el trabajo, el tedio y la estupidez, que se vanaglorió de no haber hecho nunca nada que no le diera placer y que sabía que vivir la vida como una obra de arte era la condición indispensable para escribir una.

 

Roma, Nápoles y Florencia

Si Italia fue para Stendhal su lugar en el mundo, lo lógico es ir allí para encontrar sus huellas. Yo lo busqué primero en la capital. Desde el hotel Minerva, donde vivió al lado del Panteón, y armada con sus Paseos por Roma (1828), recorrí la ciudad a la luz esa guía que escribió por sugerencia de su primo Romain Colomb, para ganar dinero. Porque Stendhal pasaba entonces por una angustiosa situación económica: la modesta herencia que había recibido y su precaria pensión de funcionario no le alcanzaban para vivir.

Así, se dio a la tarea de escribir esa guía, en la que mezcló sus recuerdos e impresiones personales con plagios de otros libros, comentarios de arte, datos que le proporcionan expertos y amigos, bosquejos y anécdotas con las que reflejaba el carácter de los ciudadanos y descripciones de las costumbres de la ciudad. Con un estilo más espontáneo que preciso –el mismo que había usado años antes en Roma, Nápoles y Florencia– reseñó cada monumento, cuadro, ruina y edificio: desde El Coliseo hasta San Pedro, de Miguel Ángel a Cánova, de la historia de Roma a los bailes en los salones.

Pero esos Paseos, igual que sus otros diarios de viaje, permiten rastrear los escenarios, pero no la presencia del escritor. Stendhal propone recorridos que responden más a sus caprichos, a los chismes que escucha, la belleza de las mujeres o la emoción de ver un cuadro o llegar a un concierto que a la verdad histórica. Lo esencial, lejos del intelectualismo o la erudición, era ver las cosas a través del prisma de sus percepciones. Para él no había nada más verdadero que la sensación: “no pretendo describir las cosas en sí mismas, sino el efecto que tienen en mí”, escribió. Por eso no tiene reparos en abrir largas explicaciones –era un adicto a la claridad y un apasionado de los detalles “en los detalles está la verdad”, decía–, pero al mismo tiempo invita a sus lectores a saltar frases o párrafos completos que comprende que pueden resultar aburridos.

A Stendhal Roma le huele a coles podridas. Alaba las narices romanas y los helados, se emociona con las obras monumentales de Bernini y Borromini, con los cuadros del palacio Barberini. Allí se sentía “feliz de vivir” y la describe como “la ciudad de las almas, que tiene una lengua que todas las almas entienden”. La belleza es para él el territorio común de los hombres: “la belleza es la promesa de la felicidad”.

Pero así como no es posible encontrarle en Roma, tampoco en otras partes de Italia. Ni siquiera en Milán, donde la Scala fue más patria suya que cualquier calle parisina, esa ciudad que es además la verdadera protagonista de Roma, Nápoles y Florencia (1817) aunque no figure en el título, y que es, por otra parte, el único libro suyo que conoció el éxito de una segunda edición. Y no es posible hallarle entre otras razones porque su sitio fueron los salones, los bailes, la ópera y las tertulias –pasaba el tiempo literalmente hablando–, y ese mundo ha desaparecido. 

Aunque sí un poco en Florencia. Allí, un 22 de enero de comienzos del siglo XIX, escribió: “A la derecha de la puerta está la tumba de Miguel ángel (…) Diviso a continuación la de Maquiavelo y, en frente, la de Galileo. ¡Qué hombres! Y podría añadirles a Dante, Petrarca y Boccaccio. ¡Qué asombrosa reunión! (…). Estaba yo en una especie de éxtasis por la idea de estar en Florencia y la proximidad de aquellos grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver (…) Había llegado a ese punto de emoción en el que convergen las sensaciones celestes provocadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a derrumbarme». 

Ahí lo encontré por primera vez. Después de recorrer Florencia con los ojos abiertos es fácil identificarse con esa sobredosis de belleza que mareó al francés y que hoy se conoce como el Síndrome de Stendhal. Y esa es una de las claves para entender su obra y biografía, difícilmente escindibles:  hablamos de un escritor que no se halla en el terreno, sino en la emoción y el sentimiento. De hecho, esos libros de viaje son, sobre todo, ficticios: ni las fechas corresponden con su biografía, ni parece que haya conocido en realidad muchos de los lugares que menciona. No tenía reparo en inventar una cita o falsear la información. Para él lo importante era la esencia. No trató de reproducir la belleza, ni de informar con exactitud, sino de sugerir. Por eso a veces se extiende, pero muchas más prescinde de las disquisiciones, también movido por su conocida pasión por el mot juste, la palabra precisa, una búsqueda que lo llevó incluso a leer todas las mañanas el Código Civil para contagiarse de su estilo seco y objetivo: “todo esto, explicado en diez páginas elegantes, sería comprendido por todos y aumentaría la dosis de ciencia que permite ser pedantes a los tontos (…) Las sensaciones pueden indicarse, pero no se comunican. Los recuerdos de los viajeros ante estas ruinas son excelsos y llenos de emoción. (...) pero nadie tiene el poder de hacerle apreciar a nadie las bellas artes. No se puede hacer tragar el placer como si se tratase de una píldora”.

 

Las huellas de un hombre apasionado

No sólo su naturaleza cosmopolita hace difícil encontrar a Stendhal. ¿Cómo rastrear a un hombre que no se sintió de una sola ciudad ni de colectivo ninguno, que detestaba la masa, los grupos, cualquiera que fueran, que se sentía feliz de no encajar en ninguna parte, clase social, profesión o patria y que además se escondió detrás de seudónimos?  

Sus máscaras y engaños fueron de todo tipo, empezando por el mote con el que ha pasado a la posteridad. Stendhal es el nombre de una localidad prusiana, y fue solo uno de los más de doscientos que usó en su vida. Pero nada de esto significa que mintiera. Maestro de la simulación, era en realidad un apasionado de la verdad, honrado en grado sumo a la hora de emitir sus juicios y explicar sus emociones. Un hombre independiente. Libre. Su máxima era ser “él mismo” y su intención, conocer a los hombres y los laberintos del alma –“soy un observador del corazón humano”, “no tengo pretensiones de ser veraz salvo en aquello que afecta mis sentimientos”. Eso lo hizo un adelantado a su tiempo, al ejercer una escritura casi de psicoanalista. De hecho, fue ese deseo el que lo llevó a disfrazarse: se sentía cómodo tras esos seudónimos que le daban la libertad para expresar su verdadera opinión sobre los otros, sobre el papismo y la iglesia –que conseguían ponerle de mal humor– o sobre sus fiascos amorosos, esos episodios de impotencia y fracaso con las mujeres que relató sin inhibición, como sólo Montaigne lo había hecho antes y nadie más después con tanta honradez.

Porque aunque disfrazó de novelas La vida de Henri Brulard o sus Recuerdos de egotismo, se trata de libros autobiográficos en los que se retrata con absoluta verdad –nadie antes había confesado tantas verdades sobre sí mismo como Stendhal–. Más seco que sensiblero, interesado en sentir pero sobretodo en comprender por qué y cómo sentía, fue un observador meticuloso de sus sentimientos, de sus opiniones generales a sus emociones y trastornos más íntimos, que luego expresó con franqueza, insolencia y osadía. Entre ellos, el desprecio que sentía por su padre –confesó haberse arrodillado para dar gracias al cielo cuando murió–, la pasión edípica por su madre, sus inhibiciones sexuales o su desmedida vanidad.

Y es con esa sinceridad tan suya –esa que Alain de Botton sitúa entre la emotividad de una niña de doce años y el rigor de un juez de la corte suprema–, con la que arremete contra lo intocable de su época, siendo un crítico precoz del pensamiento antecesor a lo políticamente correcto y que él denominaba lo adecuado. Sabía que para no ofender había que limitarse a decir generalidades. Pero no se callaba. Y esa franqueza hizo que incluso lo expulsaran de su amada Milán, acusado de un «espíritu político muy malo», por sus sarcasmos contra el gobierno y sus conductas anticlericales y revolucionarias.

Stendhal escribió que no había peor desgracia que llevar una vida aburrida y que había que vivir movido por el impulso de la emoción. Por eso un lugar para encontrarle, 173 años después de su muerte y cuando sigue siendo un iluminador de lo contemporáneo, es en el testimonio de sus grandes pasiones. Así como sus personajes Julian Sorel o Fabrizio del Dongo sufren al ardor de ciertas mujeres, también la vida del feo Stendhal –gordo, bajito, tímido, nariz rechoncha, cuello demasiado corto, ampulosa barriga y el rostro de ‘carnicero italiano’, como se describió él mismo – estuvo marcada por sus amores, a quienes sedujo con su elocuencia, matizando esos defectos físicos con el atractivo natural de la inteligencia y la buena conversación.

Es famoso el pasaje de La vida de Henri Brulard en el que cuenta que en el lago Albano, en el polvo, escribió las iniciales en las que podía resumirse su biografía: V. Aa. Ad. M. Mi. Al. Aine. Ang. Mde. C. G. Ar –Virginie, Angela, Adele, Mèlanie, Mina, Alexandrine, Angeline, Métilde, Clémentine, Gulia–. Romántico del siglo XIX, uno encuentra a Stendhal en esas mujeres que amó, casi siempre sin éxito, y quizá fue eso, como explica Stefan Zweig, lo que lo llevó a observar con tanta atención la psiquis y la urdimbre de los sentimientos.

Él hizo de la búsqueda de la felicidad la razón de su existencia. Pero esa dicha no estaba en la conquista sino en el anhelo. “La espera es la felicidad”, escribió en sus Paseos, en la misma línea de Stevenson cuando dice que “viajar esperando es mejor que llegar”. Y el motor de esa búsqueda fue su enorme curiosidad. En una carta a su hermana Pauline escribió: “de todas mis pasiones, la única que me queda es la de ver cosas nuevas”.  Ese ímpetu fue el que presidió su biografía, el que lo hizo viajar sólo por el placer de escuchar las óperas de Rossini y Cimarosa, ver un cuadro de Rafael, disfrutar de una buena conversación –con Byron y Merimée, por ejemplo– o de la compañía de una mujer.

 

Una tumba como biografía

Como no es posible encontrar al autor de La Cartuja de Parma en Grenoble, ni en las calles de París y tampoco en la Italia de la que se sitió ciudadano, el último lugar para buscarle es su tumba. Una que, por cierto, no hubiera querido que fuera la suya, pero la tibia pobreza que enfrentó al final de su vida hizo que no tuviera suficiente dinero para ser enterrado en el cementerio que prefería, y lo fue en el de Montmartre, en una sepultura sacudida durante años por las vibraciones del metro hasta que una sociedad de amigos consiguió trasladar sus restos a un sitio mejor.

¿Pero quién yace en la tumba de un poeta? El poeta desde luego no, como dice Cees Nooteboom. Tampoco Stendhal está en su tumba, pero es verdad que en pocos casos un epitafio resume tan bien un destino, es una condensación igual de la biografía de un poeta de su propia vida, maestro en el arte de vivir: “Arrigo Beyle, milanese. Vivió, escribió, amó”.

Uno sólo va a tumba de los muertos que le importan. Y como una especie de comunión, somos muchos los que hemos ido hasta allí para pedirle permiso de ser parte a esos Happy few para los que decía escribir –esas “almas afines” que buscó en vano a lo largo de su vida–, para contarle que, como él, desconfiamos de los grupos, no tenemos una sola patria y estamos llenos de curiosidad por nosotros mismos, observadores persistentes del sentimiento y el alma. Entonces, ¿dónde está en realidad el escritor? Como a la mayoría, es inútil buscarlo en ningún escenario. Un artista está en su obra. En ella vivieron y es allí donde no mueren nunca. 

Publicado en la Revista Arcadia, edición 135.

Posverdad

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En el 2013 fue ‘Selfie’. En el 2015, el emoji que llora de la risa. Y en el 2016, ‘posverdad’. Todos los años, Oxford elige la nueva palabra que incluirá en su famoso diccionario y la semana pasada anunció que el neologismo ‘post-truth’ se ha impuesto como el nuevo término para “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

En otras palabras, no importa la razón sino las tripas. La verdad se ha vuelto irrelevante. El término pretende describir la conmoción que ha supuesto el Brexit, el triunfo de Donald Trump y la derrota del Plebiscito para la paz, tres posverdades que sobrepasan las expectativas racionales y responden más a cuestiones emocionales que a la razón o la lógica. The Economist ya lo explicaba a propósito del resultado de las elecciones americanas: “Donald Trump es el máximo exponente de la política ‘posverdad’: una confianza en afirmaciones que se ‘sienten verdad’ pero no se apoyan en la realidad”. 

En Estados Unidos circuló un supuesto mensaje en el que el papa Francisco pedía el voto por el candidato republicano, otro que aseguraba que Bill Clinton había violado a una niña de 13 años y uno más según el cual el auge de Hillary estaba rodeado de varias muertes, entre ellas las de un agente del FBI que la investigaba y un empleado del partido demócrata que iba a testificar contra ella. Aquí, por Facebook y Whatsapp, circulaban cadenas que afirmaban que, de ganar el sí, cada colombiano tendría que adoptar un secuestrado, que Timochenko sería candidato presidencial, que los votos del No serían borrados gracias a los esferos borrables que se instalarían en las mesas de votación y que una supuesta ley Roy Barreras obligaría a aportar el 7% de la pensión para el sostenimiento de las bases guerrilleras. Todo mentira, que en estos tiempos ya no sobra repetirlo.

Entonces, cuando se sabe por estudios como los del Pew Research Center que el 60% de las personas emplea las Redes Sociales para informarse, ¿cómo combatir todos esos posts que “parecen verdad” pero no hacen más que desinformar y confundir? Porque no pasa sólo en temas políticos: basta entrar a Facebook cualquier mañana para ver cómo uno de tus amigos ha compartido un post que explica, en letras mayúsculas, cómo el limón es el gran remedio contra el cáncer, cómo el cilantro puede eliminar todos los metales del cuerpo en 42 días o cómo las farmacéuticas desarrollan medicamentos que no curan enfermedades sino que las cronifican para mantener su industria multimillonaria. 

Tres meses después de que Facebook despidiera a los 18 editores que seleccionaban las noticias destacadas en favor de un algoritmo para hacer el trabajo, la plataforma ha sido acusada de influir en el resultado de las elecciones gracias a la difusión masiva de noticias falsas. Y aunque Mark Zuckerberg insista en que esa influencia no ha sido tal pero, al mismo tiempo, se una a Google para impedir el acceso a la publicidad a las páginas web que promuevan esos bulos, yo soy pesimista y creo que ya no hay solución para esta deriva. 

Antes, los grandes medios, los buenos periódicos y revistas, ejercían el papel de porteros, evitando con sus verificadores de datos y su ética esos goles tan fáciles de colar a través de la apariencia de noticia. Pero ellos ya no controlan la distribución de sus contenidos. La gente ha dejado de valorar las fuentes –les da igual si la información está publicada en el New York Times o en chucuchuchucuchu.com– y la pérdida de credibilidad que padecen las grandes cabeceras, en algunos casos con razón, tampoco ayuda a parar la expansión de esta problemática. Y todo esto mientras lo que se afirma como verdadero ya no tiene ninguna base en la realidad; abundan los supuestos expertos dispuestos a demostrar cualquier afirmación por dinero, cercanía con el poder o posibilidad de influencia y el resto difunde bulos por pura ignorancia.

Pero lo que más inquieta no es solo que la gente divulgue y crea en falsas afirmaciones y paranoias conspiratorias, sino que llamemos “posverdad” a lo que no es otra cosa que mentira. Y que encima se incluya en el diccionario. Como en el 1984 de Orwell, cuando el Ministerio de la Verdad reemplazaba oscuridad por inluz o inoscuro, caliente por infrio e inbueno para decir mal; dejamos de llamar a las cosas por su nombre y nos olvidamos de que es precisamente el lenguaje el que posibilita el raciocinio y que en la verdad está una de las bases de la democracia.

Y así es como nos encaminamos demasiado veloces a cumplir ese presagio en el que para el 2050 ya habríamos todos adoptado la Neolengua, esa cuya finalidad “no es aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que puede conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable”. Si no es que estamos ya ahí, en ese momento estelar de la historia en el que LA GUERRA ES LA PAZ. LA LIBERTAD, LA ESCLAVITUD. LA FUERZA, LA IGNORANCIA. 

Del amor y no la guerra

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No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?” Liudmila, se llamaba. Vivían cerca de la central nuclear de Chernóbil. Ella hacía pasteles. Su esposo era bombero. Se habían acabado de casar y solían ir todo el tiempo cogidos de la mano. El día en que el reactor explotó, a él, que estaba de guardia en la estación, le tocó atender la emergencia en mangas de camisa, sin ningún traje especial. Trabajó toda la noche sofocando el fuego, y él, como sus compañeros, recibió una dosis letal de radiación. A la mañana siguiente, lo trasladaron a Moscú. Alguien severamente afectado por la radiación no vive más de un par de semanas. Él fue el último en morir.

Ella lo siguió hasta la capital. Le dijeron que estaba en un cuarto de aislamiento y que no le estaba permitida la entrada. “Pero yo lo amo”, suplicó. Intentaron convencerla: “Este ya no es el hombre que amabas, es un objeto que necesita descontaminarse. ¿Entiendes?”. Pero ella insistía: “Lo amo, lo amo…”. En las noches, subía por la escalera de emergencia para verlo y otras veces sobornaba a la guardia para que la dejaran entrar. No lo abandonó, estuvo con él hasta el final. Unos meses después de su muerte, dio a luz a una niña, pero sólo vivió unos días porque absorbió toda la radiación. Fue eso lo que salvó a Liudmila de una muerte como la de su marido. “¿Por qué son el amor y la muerte tan cercanos? Se preguntaba ella. “La gente se muere, pero nadie pregunta de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido. La gente no quiere oír hablar de la muerte, de los horrores”. Y por eso ella habla de amor, de cómo ha amado. 

Leí este testimonio en Voces de Cheróbil, el extraordinario libro de la premio Nobel Svetlana Alexiévich, y me acordé de él esta semana cuando vi La Ciénaga, entre el mar y la tierra, la película de Manolo Cruz que cuenta la historia de Alberto, un hombre de 28 años que padece una enfermedad que le impide el movimiento autónomo y le obliga a vivir conectado a un respirador artificial. Todo eso en medio de una precariedad que mantiene frustrado su sueño de ir al mar que está cruzando la carretera a sólo 300 metros de su casa. 

¿De qué hablar? ¿De la guerra? ¿De la muerte? ¿Del amor? Esa pregunta que se hacía Liudmila en Chernóbil se la hizo también el joven director de La Ciénaga cuando empezó a escribir su primer guion y sitió que era necesario contar a Colombia de otra manera, con historias que se alejaran de la violencia, el narcotráfico y la miseria que hemos explotado hasta el cansancio en el cine, el arte y la literatura nacional. Y lo hizo: Cruz nos habla del amor de una madre, de la lealtad de una gran amistad y de la pobreza con elementos simbólicos potentes como la madre que cuenta las monedas para comprar una libra de lentejas o recoge 17 mil pesos en menuda que no le alcanzan para cumplir el anhelo de su hijo. 

Ah… contar monedas… No se me ocurre una imagen más verdadera de nuestra penuria y escasez. Somos un país que todo el tiempo cuenta menuda, para ajustar para el arroz, el bus o un cigarrillo ‘menudiado’. Ese contar monedas nos define casi más que nuestra guerra. De hecho, quizá es ahí donde comienza nuestra violencia, en ese acto tan humillante y al mismo tiempo valiente que nos ha enseñado a vivir al día, con lo justo, a ponerle una sonrisa a esa plata que nunca alcanza y que nos hace vivir al fiado, al debe, faltándonos siempre ‘cinco centavos pal peso’.  

Cuando en su discurso ante la Academia sueca Svetlana Alexiévich dijo que venía de un país donde se les enseñaba a morir desde la infancia, en el que a aprendieron a vivir con la muerte y en el que creció entre verdugos y víctimas, es difícil no pensar en Colombia. Y aunque termina su discurso diciendo que “en los tiempos que corren es difícil hablar de amor”, no deja de intentarlo. Por eso me he acordado de ella cuando vi ese intento de Manolo Cruz de buscar otro camino para contarnos como país sin caer en el sentimentalismo y la pornografía de la guerra y la miseria, pero al mismo tiempo desde el amor y la muerte, siempre tan cercanos, como decía Liudmila, y quizá, junto con el viaje, los únicos temas que importan, los únicos que en realidad existen. 

Justicia o eficacia

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Contaba un conocido que ahora vive en El Llano que el otro día se montó a un taxi y el conductor, muy querido, empezó a conversarle. Iban hablando de corrupción, guerra, violencia. El hombre le contó que llevaba 10 años de taxista, pero que en su juventud había sido muy necio. ¿Muy necio? Cuente —le preguntó por pura curiosidad, pensando que se trataba de juergas adolescentes, de esas que involucran buenas parrandas y mujeres bonitas. Pero qué va. Sicariato, —le contestó. De los 14 a los 20 años. Pero cambió cuando tuvo un hijo. Era muy peleón, dijo, se bajaba al que le caía mal en algún momento. “Y lo más tenaz eran los pedidos con niños”.

El pasajero, que ahora está en Colombia pero lleva más de una década en Europa, disimuló el shock por miedo y le siguió la conversa. Hasta se atrevió a preguntarle cuántos. —36 muertos. Luego se bajó del taxi entre la perplejidad, la impotencia y la resignación. ¿Qué podía hacer? Llamar a la policía obviamente no. Ni denunciarlo. Incluso siente temor al contar la historia a sus conocidos.

Todos los colombianos hemos oído un cuento como éste alguna vez. Desde historias atroces que permanecen sin condena hasta las de ladrones de cuello blanco que lleva años sin ser investigados, narcos que burlan la justicia y sus peripecias se narran no como delitos sino como hazañas de superhéroes y bandidos que tumban a un montón de incautos y en vez de juzgarlos, muchos les ríen la gracia.

Tantos crímenes que no llegan a juicio y lo permisivos que somos a la hora de condenar ciertos delitos choca con ese clamor que ahora se oye con fuerza tras la derrota de la paz en el plebiscito y que grita ¡No a la impunidad!

¿En serio? ¡Pero sí somos uno de los países con uno de los sistemas judiciales más ineficaces del mundo! En el ranking de justicia penal del 2015, Colombia ocupó el puesto 83 en una lista de 102 países. Y no hacen falta tablas de clasificación. Una historia como la que contaba al principio lo confirman.

Por eso deberíamos preguntarnos si hace falta levantar tanto la voz para exigir justicia o más bien reclamar primero eficacia al sistema (que es, entre otras cosas, lo que pretendía el Acuerdo de Paz con el Tribunal de Justicia Transicional).

Porque la eficacia va antes que la justicia, ya que es precisamente la que la posibilita. En Estados Unidos y el Reino Unido, por ejemplo, las investigaciones suelen ser rápidas y los acuerdos extrajudiciales son corrientes. Muchos casos se resuelven con compensaciones económicas antes de llegar a juicio, especialmente en la vía civil, pero también ocurre en lo penal. Y llegados a las condenas, los crímenes más graves cuentan con castigos severos. En Europa, por el contrario, los procesos son lentos y la justicia es más meticulosa: se mira todo con lupa, y la propensión es a alcanzar la solución más justa. Las penas suelen ser menos largas que las americanas y, aunque varía de país a país, la tendencia es a priorizar la resocialización sobre el castigo.

Se trata de dos modelos muy distintos, también llenos de fallas, pero ambos coinciden en la eficacia del sistema a la hora de apresar, encarcelar, perseguir y condenar a quien comete un delito. ¿Y qué pasa en Colombia? Da igual, porque qué más da lo larga o severa que pueda ser una sentencia cuando las posibilidades de que te pillen o te juzguen son remotas, cuando no hay protección real para las víctimas que denuncian ni para los testigos. La sanción, que debe funcionar como mecanismo disuasorio, pierde todo su poder cuando son tantas y tan conocidas las formas de evadirla, quebrarla, de incluso manipularla a la carta.

Por eso nadie debería indignarse tanto con eso de la impunidad cuando el verdadero problema radica en la ineficacia. Porque no es sólo la privación de la libertad. En Colombia millones pondrían el grito en el cielo si un tipo como Garavito, el violador de niños en masa, o un miembro de las FARC fueran a parar a una cárcel como las escandinavas u holandesas, con cocina, baño privado, nevera, pistas deportivas y tiempo para grabar musicales en un estudio con equipos profesionales, criar animales en un área con vegetación nativa o plantar verduras.

En tiempos en los que la paz toca a la puerta y no la dejamos pasar con el argumento de “un acuerdo injusto”, pensemos en que hay otras formas de reparar a la sociedad que no pasan necesariamente por condenas severas. Para el padre de un desaparecido, justicia puede ser saber dónde fue despojado el cadáver de su hijo; para un secuestrado, que nunca nadie vuelva a sufrir un martirio similar; para un pueblo destruido, la tranquilidad de no vivir, por fin, en medio de la guerra; para un guerrillero raso, la posibilidad de reinsertarse de veras en una sociedad a la que no ha tenido oportunidades reales de pertenecer en otros términos. Y para un país injusto como el nuestro, lo justo sería aspirar a que un día si uno se sube a un taxi y el conductor se ufana de haber matado 36 personas como si hablara del clima, pueda uno llamar a la policía y no tener dudas de que se investigará, con eficacia, a ese posible asesino. O mejor, pensar que nunca hubiera podido alardear, porque hace años que estaría detenido.

Snowden

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¿Quién es Edward Snowden? Muchos habrán oído su nombre sólo ahora que Oliver Stone hizo sobre él su última película. O puede que lo hayan oído, pero lo confundan, y no consigan definir exactamente qué fue lo que hizo.

John Oliver, el comediante y presentador de Last Week Tonight –a mi juicio también gran periodista– se tomó el trabajo de hacer esa pregunta en Time Square, a ciudadanos de todo tipo, y las respuestas fueron las siguientes: “no tengo idea de quién es”; “es un pirata informático que vendió una información a alguien”; “reveló documentos que no debían ser revelados”; “lo que compartió puso en peligro la seguridad y los intereses de EE.UU”; “vendió información a Wikileaks” o “es el encargado de Wikileaks”.

Un hombre arriesga su vida, se condena voluntariamente al destierro, al exilio, el acorralamiento, a quedarse sin pasaporte, a estar en la “lista de la muerte” de la CIA, a enfrentar el quiebre de su vida cotidiana y a poner en peligro a su familia por revelar una verdad que nos afecta directamente a todos, en nuestra intimidad y nuestros derechos fundamentales, y luego nadie recuerda su nombre o comprende qué fue lo que hizo. Menudo destino.

Pero la historia no es exactamente así. De hecho, Snowden es hoy un ícono de la cultura popular: da conferencias y clases alrededor del mundo en forma de BeamPro (un robot con dos patas y ruedas conectadas a una pantalla en la que aparece su cara en vivo y en directo). Vende miles de camisetas y posters con su figura, aparece robóticamente en festivales de cine, ha inspirado series y novelas e incluso Citizenfour, la película de Laura Poitras sobre él, ganó el Oscar al Mejor Documental y el premio Pulitzer.

¿Pero quién es Snowden? Para empezar, no un pirata informático. Ni un miembro de Anonymous, ni es Julian Assange, el hombre detrás de Wikileaks, otra cosa muy distinta. Snowden es el analista informático, antiguo trabajador de la CIA y la NSA, que en 2013 hizo públicos, a través de The Guardian y The Washington Post, hasta qué punto el gobierno estadounidense se había colado electrónicamente en la intimidad de millones de ciudadanos. Gracias a sus filtraciones, la administración Obama se vio forzada a poner límites al espionaje masivo, a la peligrosísima práctica de husmear en las conversaciones telefónicas, correos electrónicos, historial online y redes sociales de millones de personas. Y gracias a ello, instituciones de toda Europa declararon ilegales este tipo de operaciones y han impuesto restricciones a actividades similares en el continente, aunque en la práctica no podemos saber hasta qué punto esto se cumple. Todo el tiempo y en todas partes hacen falta Snowdens para enterarnos.

Lo que me más me interesa de este personaje es que, sin duda, ha provocado el mayor debate público respecto a la intimidad. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar nuestro derecho a la privacidad en aras de la seguridad de nuestros países? ¿Tenemos que renunciar a este derecho fundamental sólo para que en alguna conversación aleatoria, fisgoneada sin permiso, un gobierno detecte un posible atentado terrorista o una amenaza colectiva?

He oído decir tantas veces a tanta gente: “a mí que me espíen, yo no tengo nada que esconder”, que me parece fundamental insistir de que se trata de un enfoque perverso y equivocado, una frase que, de hecho, tiene su origen en Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler. Y se trata de un error no sólo porque todos sin excepción tenemos algo que preferimos que se mantenga fuera del dominio público –y estamos en todo nuestro derecho de que así sea–, sino porque como ha repetido tantas veces el propio Snowden como un mantra: “la intimidad equivale a la libertad”.

Yo tengo amigos profesores, periodistas, gente común y corriente, que fueron víctimas de las chuzadas del DAS durante el gobierno de Uribe. Usted mismo, solo por una conexión remota de tercer o cuarto grado, pues haber sido espiado por el gobierno americano o de Colombia en sus correos electrónicos, en su Facebook, en ese celular que ha usado para mandar fotos subidas de tono para calentar a su pareja, o en su vida cotidiana a través de la cámara de la pantalla de su portátil. Y puede que usted siga pensando que qué más da, que no tiene nada que esconder, que eso no representa ninguna amenaza. ¿Pero qué pasa si más adelante, otro gobierno más totalitario, decide que utiliza esa información en su contra? Desde para impedirle acceder a un trabajo porque en privado manifestó alguna opinión negativa sobre el futuro jefe hasta ponerlo en la cárcel por su tendencia política.

En palabras del propio Snowden, decir que a uno no le importa el derecho a la privacidad porque no tiene nada que esconder es lo mismo que decir que a uno no le importa la libertad de expresión porque no tiene nada qué decir. Los derechos no son solo individuales, sino colectivos. Y esa información privada que a lo mejor hoy no tiene importancia para usted, puede ser importante en el futuro para otras personas que quieran utilizarla contra usted o contra todo un estilo de vida. La privacidad no es sobre lo que uno desea esconder, sino información que uno quiere proteger. Es un derecho que nos da la habilidad de compartir con el mundo quienes somos, pero en nuestros propios términos, sin ser sacado de contexto o divulgado por otros. Es el derecho a mantener en privado esas partes de uno que son apenas un intento, un titubeo, facetas con las que uno experimenta en el momento de constituir su identidad. Y por eso mismo, si perdemos la privacidad, perdemos la privacidad de cometer errores, de ser nosotros mismos.

Yaya

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Si la vejez fuera un talento, a ella, con seguridad, ya le hubieran dado premios. Hay quien piensa que cumplir 106 años es una cuestión de suerte, de casualidades afortunadas y buena genética. Y eso puede valer para cualquiera que pase de cierta edad, pero a Bernarda, mi  bisabuela, bastaba verla y oírla hablar para entender que en su caso sí había algo de mérito. Y no porque con ella se cumplieran los clichés de la vida sana y sin excesos: comía chicharrón, leche entera, huevos por docenas, jalapeños, embutidos y todo tipo de grasas saturadas. Fumó hasta los sesenta años y tomó whisky en las fiestas familiares hasta el último día. 

Su secreto, –me lo dio cuando cumplió 100 años– consistía en no haberse preocupado nunca por lo que iba a pasar mañana y en “no haber tenido marido”. Porque Yaya –así le decíamos los nietos–, que nació en 1908 y tuvo su primera hija a los 17 años, a los 21 ya había dejado a su esposo porque coqueteaba con otras mujeres y era un celoso empedernido. Era el comienzo del siglo XX en Colombia –debió ser una de las primeras en separarse, seguro– y el día que mi bisabuelo, José María, la esperó a la salida de la misa para presionarla para que volviera a la casa, amenazándola con que, si no, le iba a quitar a las hijas, ella le dijo que le parecía una idea estupenda que se las llevara, y que sólo le avisara con tiempo cuando iba a pasar a recogerlas para que las niñas se fueran con todo empacado y listo. José María no volvió a insistir, claro, y esa que parecía una buena estrategia femenina era más bien una demostración de su carácter.

En 106 años, no supo lo que era un dolor de cabeza y mantuvo  todas sus facultades en su sitio. Oía la radio mañana y tarde y comparaba el periódico todos los días. Nunca sufrió de nostalgia y jamás la oí decir que todo tiempo pasado fue mejor. No tenía dudas ni miedo a la muerte. Me enseñó esa frase fantástica de “el que tiene campanillas no las suena, porque le suenan solas”. Y en los últimos años, su único achaque fue que le dolían las piernas, pero decía que era justo porque se las había gastado viajando, pateando Europa en los años 30 y recorriendo Estados Unidos, donde vivió casi 40 años y aprendió el inglés que habló hasta el último día sin dificultad. Tenía 3 hijas, 19 bisnietos y había perdido la cuenta de los tataranietos, que son más de 20. El dinero le parecía una enfermedad mental, leía sin gafas, se bañaba con estropajo todos los días y sólo como a los 100 años dejó de ir al casino. Siempre que la vi, me insistió en que no me fuera a casar, y en que no dejara mis viajes y mi nomadismo.

Viente minutos antes de morir, se había reído cuando le mostré las fotos de la India. Fui testigo de su última sonrisa, esa tan suya, que empezaba en unos ojos brillantes, levantando las cejas, y que le iluminaba toda la cara. Luego inclinó su cabeza sobre la mía y chocamos la frente. Entonces le pedí bajito que me pasara toda esa inteligencia que tenía ahí guardada. 

Antes de mostrarle las fotos le dije que mirarla era aprender. Que admiraba su fortaleza, que estaba hecha de una madera distinta, de unos genes que yo esperaba haber heredado. Se rió también. Y le repetí mi promesa: que un día escribiría nuestra historia, que comienza con ella. 

Veinte minutos después, ella decidió que se iba. Rodeada de toda su familia, tuvo una muerte a la altura de su extraordinaria biografía. Fuimos pasando en silencio cada uno a despedirnos, y lo cierto es que lloramos poco, porque en su caso no era tanto una muerte como celebrar una vida. Pero cuando lloramos, lloramos dos veces. Cuando un abuelo muere despedimos también y otra vez a esos otros seres queridos que se han ido antes y a destiempo. Y llora uno porque se remueven los recuerdos, en especial los de la infancia feliz que nunca vuelve y los de la familia en sus mejores momentos, esa que ya nunca será la misma pero que cada uno intenta replicar en su propia biografía.

Cuando alguien muere, termina el cuento y comienza la leyenda; empieza esa segunda vida que es el recuerdo. Y no mueren nuestros viejos mientras seguimos vivos, porque los llevamos en la sangre, en el carácter y en los gestos. Nadie se va del todo mientras haya alguien intentando estar a la altura de su memoria. No hay muerte mientras no haya olvido.

Leer, para qué

Hace un par de días que terminó la Fiesta del Libro y la Cultura. Las cifras oficiales hablan de 420.000 visitantes, 350 invitados, 10 ediciones, 90 expositores, 240 talleres diarios y 110 lanzamientos de libros. No tengo la cifra del número de ejemplares vendidos. Pero tampoco tiene demasiada importancia: la feria se trata sobre todo de acercar a los lectores a nuestros autores conocidos y presentarnos otras voces, despertar la curiosidad sobre las novedades editoriales y recordarnos también las deudas, esos clásicos que siempre están ahí haciéndonos ojitos y hasta levantando la ceja con algo de reproche porque siguen engrosando nuestra lista de lecturas pendientes.

Nunca dejo de ir a una a feria del libro si tengo oportunidad. He celebrado con ganas Saint Jordi por las calles en Barcelona, paseado entre casetas por el Parque del Retiro en Madrid saludando amigos que firman ejemplares y siempre he salido de Corferias cargada de novedades para mi biblioteca. Este año no pude estar en la de Medellín, pero recuerdo con entusiasmo el año pasado cuando me encontraba a mis alumnos de periodismo por los corredores del Jardín Botánico con libros entre las manos o entre el público de algún conservatorio.

Y me acuerdo también de la pregunta que me hacían todos insistentemente, en la feria pero también en el salón de clase, cada que citaba a alguno de mis autores favoritos y les repetía eso de que “hay que amoblar la cabeza”: así como uno decide qué muebles pone en su casa y en qué sofás sienta a sus invitados, del mismo modo hay que elegir con cuidado el conocimiento que almacenamos, todas esas lecturas que terminan por engrosar nuestro repertorio y definir cómo y en qué pensamos. Y lo que somos.

La pregunta parece muy sencilla para alguien que, en teoría, ha leído mucho: ¿qué libros nos recomienda, profe? Pero la respuesta me resulta complejísima. De hecho, soy muy mala para recomendar libros: he terminado por comprender que cada lectura tiene un momento y un lugar, y ninguna, por clásica u obra maestra que sea, le dice lo mismo a todo el mundo, ni siquiera a uno mismo, porque depende siempre del momento vital en el que la abordamos.

Tengo además la sensación de que hoy se lee más que nunca, pero también peor que nunca. Cada vez es más escaso un lector como Montaigne, que se empeñaba en leer precisamente sobre aquello que no conocía –“si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella mi discernimiento”, decía– o como Francis Bacon o Samuel Johnson, que no leían “ni para contradecir ni para impugnar, ni para creer o dar sentido, ni para hallar tema de conversación, sino para sopesar y reflexionar”. Cada vez son más los que se sienten lectores por el número de enlaces que siguen al día, y resulta difícil encontrar, en un círculo “no intelectual”, encontrarte con un amigo que te hable de literatura. Ojo, de literatura, que no de libros. De libros habla todo el mundo. Y sucede que son dos cosas distintas. Porque en formato libro vienen empaquetadas todo tipo de cosas, desde recetas de cocina hasta manuales de marketing digital, cómo hacer los mejores jugos verdes o la tradicional autoayuda.

Y entonces pienso que el consejo que me pedían mis alumnos y ahora sé que la respuesta no tiene que ver con títulos, sino más bien con esa categoría magnífica que es la literatura y que incluye la mejor poesía, el gran teatro, los buenos cuentos y novelas y el gran periodismo narrativo. De Hemingway a Shakespeare, de Stendhal a Borges, de Dostoyevski a Cervantes, pero también de Karen Blixen a Milan Kundera, de Jonathan Franzen a Karl Ove Knausgård, de Martha Gellhorn a Martín Caparrós y Emnanuel Carrère, lo que todos esos autores nos regalan es una posibilidad única: la de conocer a fondo al ser humano con sus luces y sombras. Entendernos mejor a nosotros mismos. Entender algo. Y porque como todo arte, es el camino más corto entre eso que no sabemos muy bien qué es y que llamamos “alma”. Eso que nos explica un poco mejor aquello que nos emociona, nos hace vibrar, nos pone los pelos de punta o nos saca lágrimas.

En palabras de Harold Bloom: “leer porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas. Leer para desarrollar la propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que se comparte con personajes, con historias y sentimientos en ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en fin, por el simple y egoísta placer de la lectura”.

Aprender a pensar

Se habla mucho otra vez en estos días de David Foster Wallace, cuando se cumplen veinte años de la publicación de su libro más conocido, La broma infinita. A Wallace se llama “el Kurt Cobain de la literatura”. Se suicidó a los 46 años en su domicilio de Claremont, California, poco después de que la revista Time considerara La broma una de las cien mejores novelas del siglo XX en inglés y que la crítica lo calificara como uno de los escritores más influyentes de los últimos cincuenta años.

Wallace abordó el malestar de nuestra época: del exceso de información a la influencia de las multinacionales y las corporaciones financieras, de la cultura pop a la industria del entretenimiento, del deporte, la música y las drogas a la soledad del ser contemporáneo.

Pero a mí, de toda su producción, me interesa sobre todo el único discurso que dio en su vida, el que pronunció en la ceremonia de graduación de Universidad de Kenyon ante un auditorio de alumnos embelesados. Es una conferencia sobre la importancia de las Humanidades, sobre “aprender a pensar”, como él lo llamaba.

Damos todos por hecho que sabemos pensar. Pero dice Wallace que no se trata de la capacidad de hacerlo, sino de una elección: en qué pensamos, y cómo lo hacemos. Y cuenta una historia: Hay dos tipos en un bar en Alaska. Uno es religioso y el otro, ateo. Discuten sobre la existencia de Dios. El ateo le dice: “Mira, no es que no tenga razones para creer. El mes pasado me pilló una tormenta de nieve, a 10º bajo cero y estaba completamente perdido. Entonces me arrodillé y grité: Dios, si existes, ayúdame, porque de lo contrario voy a morir”. El religioso mira al ateo y le dice: “Pues entonces debes creer en Él. Al fin y al cabo estás vivo para contarlo”. Pero el ateo rueda los ojos y le responde: “no, amigo, lo único que ocurrió fue que pasaron unos esquimales y me explicaron cómo volver al campamento”.

Para Foster Wallace ésta es una muestra de cómo una misma experiencia puede decir cosas completamente diferentes a dos personas, dependiendo de las creencias y de la forma que tenga cada uno de construir sentido a partir de la experiencia: “Creemos que la forma en que construimos sentido es fruto de una elección personal e intencionada, de una decisión consciente”. Y además está la arrogancia: el ateo rechaza con una confianza completa toda posibilidad de que los esquimales hayan aparecido como resultado de su plegaria, y la mayoría de los religiosos, de igual manera, están arrogantemente seguros de sus interpretaciones, con una fe ciega y una cerrazón mental que es en realidad una cárcel en la que el prisionero ni siquiera sabe que está encerrado.

Ahí radica entonces la importancia de las Humanidades, dice el escritor: éstas nos enseñan a pensar, a ser un poco menos arrogantes, a tener una consciencia crítica sobre nosotros mismos y nuestras certezas: porque un gran porcentaje de las cosas de las que estamos seguros resultan ser completamente erróneas y fruto del autoengaño, entre otras razones porque todas esas creencias que consideramos tan nuestras, desde las que miramos el mundo, en realidad no son propias, sino heredadas: de la cultura, la patria, la familia, el entorno. Si rezamos o no depende de todo eso, igual que el equipo de fútbol, la comida favorita y hasta las preferencias políticas.

Pero aprender a pensar implica precisamente quitarnos esa configuración por defecto. Eliminar nuestra visión egocéntrica y aprender a usar la cabeza. Mirar lo que pasa delante, y no lo que me pasa a mí, lo que yo siento. Aprender a pensar, dice Wallace, es en realidad tener el control sobre cómo y en qué pienso.

Ahí están por ejemplo las rutinas, las pequeñas frustraciones de los días, el aburrimiento. Y ahí comienza la tarea de elegir: en qué poner la atención y qué pensar al respecto. Se puede ser hijueputa o ser empático después de un mal día. Pero uno es resultado del pensamiento automático y el otro, fruto de una decisión racional. Y no se trata de un consejo moral, sino de recordar que ante cualquier situación tenemos opciones. En un mundo que se mueve por el ansia, el miedo, la frustración y la adoración de uno mismo, cada cual decide qué dioses adorar –el dinero, el cuerpo, el poder, el intelecto–, y todo eso no es que sea malo, sino que es inconsciente, por defecto. Y lo peor es que todos creemos que somos libres, que toda nuestra batería de creencias las hemos decidido nosotros.

Por eso en aprender a pensar está la auténtica base de la libertad, porque ese que aprende, en lugar de estar proclamando todos los días sus creencias, se cuestiona permanentemente su sistema de valores e ideas, por qué dice, piensa o hace esto o aquello.

Lo malo es que esto requiere esfuerzo, disciplina. Y de ahí que tan poca gente lo haga, porque es más sencillo hacerlo de forma automática, mirándose uno todo el tiempo el ombligo. Y basta mirar todos los días los posts en las redes sociales para darse cuenta de algo que es realmente una pena: teniendo un abanico infinito de opciones, la mayoría elige no usarlas, y se quedan con la configuración por defecto. Y nos sentimos al mismo tiempo tan libres…

Carta a mi madre

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Cualquiera que me conozca sabe, sin duda, la importancia categórica que tienes en mi vida. Cualquiera que haya conversado conmigo más de veinte minutos me habrá escuchado nombrarte, citar una frase tuya o mencionar alguna cosa que he aprendido de ti –que es casi todo–. Cualquiera que haya estado presente en alguna etapa de mi camino con seguridad me ha oído hablar contigo, por lo menos una vez durante el día, y habrá podido intuir la complicidad que nos une a través de esas conversaciones. Cualquiera de mis buenos amigos no sólo te conoce y ha aprendido a quererte sino que sabe que en nuestra cercanía sólo son una anécdota el océano entero y los miles de kilómetros que en teoría –sólo en teoría– nos han separado tantos años.

Desde que crucé la puerta a los dieciocho años para empezar el viaje como un modo de vida elegida, he lamentado cada día que no estamos juntas. Me he arrepentido a veces. Y el fantasma del remordimiento me ha asaltado otras tantas: el peso de tu soledad me ha lastrado más que cualquier maleta, pero al mismo tiempo me ha ayudado a palear la distancia, creo, de una forma exitosa. Quizá por eso hemos estado más cerca que tantas madres e hijas que viven en la misma ciudad. Quizá por eso cada temporada juntas ha sido un goce y cada viaje una celebración. Por eso hemos encontrado tantas oportunidades para reír, tanto tiempo para caminar del brazo por tantos paisajes, tanta cercanía para llorar sin miedo cada vez que ha sido necesario, tantas maneras de decirnos te quiero, tanta fuerza para librar viejas y nuevas luchas.

Cualquier hijo con un poco de sentido de la gratitud quiere darle todo a su madre, pero yo además he querido hacerte sentir que conmigo todo lo que has soñado es posible. Me has dicho tantas veces que te sientes tan afortunada… Pero en realidad la suerte es mía. Soy yo la que puedo apoyarme en ti todos los días y contar con tus consejos y tu réplica –para mí imprescindibles–. Y hoy puedo celebrar además que estás sana, joven y fuerte, que lloras con facilidad, que cantas y te ríes con ganas, que puedes viajar conmigo, que todavía sueñas, criticas, te ofuscas, me regañas, te emocionas y amas.

No vivimos juntas pero te veo todos los días cuando me miro al espejo. Estás presente en mis gafas, en mi expresión, en mi forma de mover las manos, de ladear la cabeza, de echarme para atrás el pelo. Te llevo en la personalidad, en la sangre y en los gestos. Estás en lo que soy y en lo que quiero ser, en mis batallas de todos los días. Y cada triunfo que celebro parece mío, pero son en realidad los tuyos.

Yo puedo decir que ‘mi madre soy yo’, porque como me dijiste una mañana hace años cuando yo buscaba el portal en el que viviste en París en los años 70, “camino por tus mismas calles, con tu misma edad y con tus mismos sueños”. Por eso todos los días no hago otra cosa que esforzarme por estar a la altura. A la altura de nuestros sueños compartidos. Y ese es mi regalo, mi mejor forma de amor y gratitud.

Así que no vuelvas a pedirme perdón por los errores, ni tampoco por lo que tú calificas como fracasos. Te aseguro que si alguna vez tengo hijos quiero equivocarme con tanto acierto como tú lo has hecho, y fallar con tanto éxito.

Cada vez que te digo adiós es una nueva cicatriz. Las lágrimas son sal que mantienen abierta una herida. Pero también cada una de esas separaciones me recuerda que nada nos une tanto a alguien como una despedida. Y quizá por eso, como con seguridad lo sientes, sigo estando ahí contigo. Si lo pensamos bien, de algún modo nunca me he ido.

Cada loco con su tema

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En nuestras ciudades colmena, grupos de seres humanos caminamos de prisa interesados –o fingiendo interés– por un determinado fragmento de nimiedades.

A mí me interesan el viaje, la literatura. Pero podría ser el diseño, la danza, el manga, los carros o la filatelia. Pero nosotros, miembros de esos grupúsculos y orgullosos de nuestra sabiduría en determinada materia, miramos como bicho raro, harina de otro costal, ignorante, desentendido o imbécil a aquel que no está al tanto de las últimas novedades de ese mundillo que para nosotros es el Mundo.

¿No sabes quién es Marta Graham? le dice con desdén la bailarina de ballet al chico que una noche en un bar no pretende otra cosa que acostarse con ella. Él a su vez no entiende cómo es que a esa chica de cuello largo y pies pequeñitos le importa un bledo que su coche sea un Aston Martin último modelo.

Ella sólo ha tenido tiempo para El lago de los Cisnes, pero él jamás ha visto un ballet clásico ni podría identificar su famosa melodía (famosa, según y para qué grupúsculo), y no ha tenido la suerte –o desdicha, según y cómo vengan dadas– de escuchar otras conversaciones en su casa, en el barrio ni entre sus amigos que traten de otra cosa que caballos de fuerza.

¿Y qué más da que ese joven no sepa quién es la bailarina americana? ¿Acaso la Graham es más importante, elixir de eterna juventud o mayor garantía de felicidad que el carro que él estrena esa noche y cree que le servirá para llevar a esa chica a la cama? No se sabe. La respuesta depende de la colmena que aborde la pregunta. Porque si algo está claro es que cada secta considera su tema el más importante, el único deporte a exportar a una isla desierta.

El intelectual dirá que evidentemente no, con la mano en la barbilla. Que más importante es, obviamente, saber de ballet que de últimos modelos. El baile es magia, sensualidad, búsqueda de la belleza –igual que la literatura, argüirá para más inri y voz más grave– mientras que los coches son lo banal, lo mundano, lo relativo a los hombres que no tienen tiempo para lo importante.

El futbolista vacila un poco. Él también ha comprado un carro nuevo la semana pasada y después de una pequeña reflexión (bastan ocho segundos) se decide por la gasolina y el cilindraje. Al fin y al cabo él no tiene intenciones de salir con bailarinas que le pregunten por cisnes y lagos. Y si acaso se topa con una lo suficientemente guapa, más bien le propondría ir a un lago con cisnes en su helicóptero y está seguro de que la chica no se resistirá.

El político se inclina por El lago, no vaya a ser que lo tilden de superficial e inculto, pecados imperdonables en las urnas. Y hasta tararea la melodía en la que el cisne está a punto de morir para que vean que sí, que domina la materia. Y no confesaría, ni bajo tortura, que la sabe sólo porque ese fin de semana ha visto una película de Hollywood que reinterpreta el clásico y es candidata a los Oscar.

El banquero, sin embargo, no se inquieta con la pregunta. Ambas cosas son igual de importantes en su mundo. Por las mañanas invierte en acciones del Martin en la Bolsa y algunas noches asiste a los estrenos de la compañía de danza que vive de su filantropía. Para eso tiene dinero, se dice. Para dar la impresión de que lo sabe todo. Y lo que no sabe lo compra o alquila a un negro para se lo diga. También para que escriba un libro sobre su esbelta figura y la combinación de sus grandes pasiones: los coches, el arte y las bailarinas.

El oficinista no tiene tiempo para eso. A él que no le vengan con preguntas tontas, que no tiene un hueco ni para comer, qué se han creído. Ballet o coches, a quién le importa. Ni dinero para lo uno ni tiempo para lo otro. Que los que puedan se inquieten con los grandes temas que él ya tiene suficiente con no ir a perder el próximo metro, llegar tarde, ver las muecas de su jefe, olerle el aliento a su compañero de cubículo, atender el teléfono con quejas que a nadie le importan, comer en su tupper a medio día, salir pitado a las 6 para no perder el metro, volver a casa para ver las muecas de su mujer porque llegó tarde, discutir con sus hijos frente al televisor que si el noticiero, el fútbol o la play, tener que levantare al día siguiente y volver a correr para no perder el metro, verle las muecas a su jefe… “¿Y a mí me van a venir con preguntas? No fastidies”.

Esa noche en el bar el joven y la bailarina han decidido pedir la siguiente copa. Ya no hablan de cisnes ni de lagos ni de cilindrajes. La música es lo bastante alta –a juego con la temperatura– como para que sea fácil empezar a hablar otro idioma. Ese que todos creen que es universal, pero qué va: es el más difícil y por eso casi todos fallamos.

Pero que el guapo y la chica de los pies pequeñitos terminen en la cama es lo de menos. Y que nosotros, bichos en nuestras colmenas, sigamos pensando que nuestro tema es el más importante, mirando por debajo de las pestañas a los que cazan pokemones o a esos que no saben que Joyce nació en Dublín, que la estampilla más escasa data del Madrid franquista o que Pelé ganó X mundiales tampoco tiene importancia. Si se acabaran los tópicos ya nos inventaríamos otros nuevos para entretener nuestras tardes de domingo y nos las arreglaríamos para que los lunes cobraran sentido.

Pero cómo negar que un poco de envidia sí que da el campesino que con su arado, bajo el halo del sol o la bruma en la luna, encuentra cada día nuevos significados a las nubes. Él sabe si mañana va a llover. Y no por eso mira a nadie por encima del hombro.

Será por eso que a mí me va el viaje, el cielo abierto, la literatura.

Curiosidad

Una de las primeras frases que aprendemos de niños es ¿por qué?”. Así comienza Alberto Manguel su Historia natural de la curiosidad, un libro fascinante que indaga sobre ese estímulo que desde el principio de los tiempos ha impulsado el conocimiento, una característica de nuestra condición racional que, de hecho, nos hace humanos.

La curiosidad es, en principio, una cualidad. Ortega y Gasset la definió como la plena vitalidad del espíritu y los griegos la entendían como un síntoma de juventud. Nos preguntamos qué hay más allá, las causas de lo que sucede, cómo funcionan las cosas. “Y nunca dejamos de hacerlo. Descubrimos muy pronto que la curiosidad pocas veces es recompensada con respuestas satisfactorias, y sentimos un deseo cada vez mayor de formular nuevas preguntas, también por el placer de dialogar con los otros”.

Todos lo hemos vivido en nuestras charlas cotidianas: ese interlocutor que levanta la voz y se siente en posesión de todas las respuestas es el que suele arruinar las buenas conversaciones, mientras que ese otro que en lugar de aseverar interpela a los demás con curiosidad genuina por conocer sus opiniones y argumentos, abre puertas al debate y lo lleva por caminos más interesantes.

La curiosidad nos viene de nuestra capacidad de imaginar. Y esto es, según explicó Darwin, un instrumento para la supervivencia: la imaginación nos permite anticiparnos a posibles escollos y peligros, con ella figuramos lo que ha sido y podría ser para luego elegir las mejores maneras de enfrentarnos al mundo: “imaginamos para existir y sentimos curiosidad para alimentar nuestro deseo imaginativo”.

Pero como bien explica Manguel, la imaginación es una actividad creativa que se desarrolla con la práctica. No a través de los éxitos, que son finales, sino a través de los intentos fallidos que requieren nuevos intentos, nuevas preguntas. Porque solo al fracasar debemos reconocer, a través de la imaginación, los errores y las incongruencias, por qué determinada combinación de palabras, colores o números no se aproxima a lo esperado. Y es así como avanzamos hacia adelante.

Pero los sistemas educativos hoy –y esta es la idea que más me gusta de las reflexiones iniciales de la Historia natural de la curiosidad– ya no alimentan el pensamiento ni la imaginación: “interesados en la eficacia material y la ganancia económica, los colegios se han convertido en campos de entrenamiento para trabajadores especializados en lugar de foros de debate y las universidades ya no son viveros para la curiosidad. Aprendemos a preguntar ¿Cuánto costará? y ¿Cuánto tardará? en lugar de ¿Por qué? Y esta última es una pregunta mucho más importante por su formulación que por sus posibles respuestas”.

Preguntar nos eleva, dice Manguel. Y yo pienso en esto mientras sigo el debate presidencial en Estados Unidos en el que una criatura que parece sacada del Frankenstein de Mary Shelley escupe una retahíla de aseveraciones sin argumento; mientras sigo el proceso de paz en Colombia cargado de uribistas y antiuribistas todos poseedores de la verdad en cada polémica; mientras leo discusiones en las redes sociales donde cada uno tiene una opinión pero muy poca curiosidad por lo que piensan los otros. ¡Ah, preguntar! ¡Ese gran privilegio! Lo sabemos por las tiranías y los inquisidores: “las afirmaciones aíslan, las preguntas, unen”. Pero ahora casi nadie pregunta y todos tienen respuestas. Por eso nos polarizamos. Por eso oímos más sermones que historias. Y estamos cada vez más lejos.

“Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber”, dijo Aristóteles. Y el saber comienza en preguntar. Pero la curiosidad se nos ha convertido en chismorreo y voyerismo, la imaginación, en lugares comunes y posts para Facebook. Y se nos olvida que la auténtica curiosidad, la que mueve la rueda del mundo, es esa que hace que, una vez hallada una solución, formulemos de inmediato nuevos interrogantes. Por eso hay que recordar a Bergson cuando decía que perdemos el tiempo tratando de encontrar respuestas cuando de lo que se trata es de plantear mejor las preguntas.